Por Marcelo Colussi
En el año 2015 el gobierno de Estados Unidos impulsó en Guatemala un movimiento ciudadano a través de innumerables perfiles falsos en las redes sociales, llamando a la movilización cívica contra la corrupción (movilización que consistía en sonar vuvuzelas y cantar el himno en la plaza pública los sábados por la tarde, sin ninguna otra consigna que “fuera corruptos”). Sin dudas, después de años de desmovilización popular, ese despertar generó esperanzas. Sucede que, desarticulado como estaba -y sigue estando- el campo popular y la izquierda, la efervescencia no dio para mucho: surgieron algunas organizaciones progresistas, como por ejemplo el Movimiento Semilla que ahora disputa la presidencia, y grupos de jóvenes con vocación anti-corrupción. La cuestión de otras luchas sociales más profundas siguieron invisibilizadas, olvidadas. Hablar de lucha de clases continúa siendo sacrílego en esta era neoliberal y de desmovilización generalizada.
Este fenómeno de la corrupción -hecho humano que puede encontrarse en todo momento civilizatorio, que prácticamente nos define como especie: somos los únicos animales que podemos mentir, transgredir, falsear las cosas- es algo incorporado en la dinámica cotidiana. Según declaraciones de la Iglesia Católica: “Afecta a la administración de justicia, a los procesos electorales, al pago de impuestos, a las relaciones económicas y comerciales nacionales e internacionales, a la comunicación social. (…) Refleja el deterioro de los valores y virtudes morales, especialmente de la honradez y la justicia. Atenta contra la sociedad, el orden moral, la estabilidad democrática y el desarrollo de los pueblos”. Sin escandalizarnos, podemos apreciar que la corrupción (la transgresión, la “trampita”) está en nuestro “ADN social”. Incluso en Cuba socialista también se presenta: “El enemigo que puede vencernos no es el imperialismo. Es la corrupción”, expresó Fidel Castro.
No hay dudas que la corrupción está inexorablemente entre nosotros: ¿quién de los que lee este texto no mintió, copió en un examen, sobornó a un policía, pagó “bajo de agua” para obtener un servicio, atravesó un semáforo en rojo, se echó una “canita al aire”, dejó de pagar un impuesto? Nadie, absolutamente nadie puede darse baños de pureza. Los diputados corruptos -“lacras nauseabundas” les decimos- son gente que sale de las bases, de los 18 millones que habitan este territorio, no vienen de otro planeta. Es por eso que vociferar contra esa lacra nos ayuda a liberarnos de un peso moral (los malos son siempre los otros), pero no cambia realmente la situación de penuria en que vive la gran mayoría de la población. “¡Que se vayan Pérez Molina y Baldetti!”, se gritaba en las plazas en el 2015. Efectivamente se fueron, pero el perfil del país no cambió un milímetro: la pobreza continúa, al igual que las “trampitas” que inundan la vida cotidiana, la de los diputados, la del gran capital que nos explota y no paga impuestos, la del cónyuge “infiel”.
¿Por qué decir todo esto? Porque la corrupción se ha entronizado a un nivel superlativo como el gran problema nacional. Pero ¡cuidado!: estamos mal (60% de la población en pobreza, desnutrición, analfabetismo, racismo, patriarcado, 300 personas diarias que salen rumbo al “sueño americano”) no por esa corrupción, sino por una estructura económico-social histórica, que viene desde la colonia. Si el 0.001% de la población detenta casi el 60% de la riqueza nacional, ahí está la clave de nuestras penurias. La corrupción es el pastel de la guinda. Hay que cambiar el discurso que dice: “por culpa de los políticos corruptos estamos empobrecidos”. Esos políticos le “hacen los mandados” a los poderosos, no olvidarlo.
Ahora bien: el gobierno estadounidense, que no permite que cambie un milímetro la situación en su patio trasero (o sea: nosotras y nosotros), hace lo imposible por mantener las cosas quietas. Para ello preparó a los militares latinoamericanos todo el siglo pasado convirtiéndolos en su garantía a través de la Doctrina de Seguridad Nacional y enemigo interno: las sangrientas dictaduras favorecían/posibilitaban los “negocios”. Hoy ya no usan tanques de guerra: la supuesta lucha contra la corrupción es más funcional (lawfare). En 2015 se probó esa estrategia en este país… y dio resultado. Ese método se usó luego donde más le interesaba a la Casa Blanca: Brasil (Lula y Dilma a la cárcel) y Argentina (Cristina anulada legalmente).
Nadie dice que la lucha contra la corrupción no sea justa y necesaria; pero ahí no está la verdadera clave de nuestras penurias. ¿Por qué luego del 2015 Washington no se ocupó más de esta cruzada, permitiendo que se quitara a la CICIG que había apoyado anteriormente? En diciembre del 2019 los entonces ministro de Gobernación, Enrique Degenhart, y la canciller, Sandra Jovel, firmaron acuerdos con el presidente estadounidense Donald Trump. Nadie supo que se acordó allí; riguroso secreto de Estado. Según filtraciones -que nunca faltan, porque todos somos corruptos- se estableció el compromiso de Guatemala de apoyar a Washington en la ONU en relación con Taiwán e Israel. Eso explicaría el porqué el gobierno norteamericano permitió las tropelías ya conocidas del Pacto de Corruptos, mirando para otro lado.
Si con Jimmy Morales la corrupción fue descaradamente vergonzosa, con el actual gobierno llegó a niveles sin precedentes. Tanto, que comenzó a vengarse de todos los actores que denunciaron la corrupción, entre operadores de justicia y periodistas. El descaro y la impunidad fueron en aumento, a tal punto que consideraron que en las pasadas elecciones podrían colocar a alguien de su confianza que siguiera garantizando la situación. Pero algo cambió. El voto de una población hastiada, harta de tanta insolencia y prepotencia, dijo que no a ese contubernio mafioso, buscando una bocanada de aire fresco, votando por el Movimiento Semilla. Está claro que esta agrupación no es de izquierda, que no tiene un ideario socialista ni busca expropiaciones: es un derivado de las manifestaciones del 2015. Es decir: lucha contra la corrupción, sin tocar los basamentos del sistema.
Pero para la derecha conservadora que tiene secuestrado el Estado, la llegada de un grupo “moralizador” a la presidencia es inadmisible; por eso ahora está trabando la segunda vuelta, intentando los más sucios procedimientos para mantener todo sin cambios. Hasta Washington y el CACIF (las poderosas cámaras empresariales) -los verdaderos factores de poder- reaccionaron ante tamaña desfachatez. El genio se salió de la botella. ¿Hasta dónde se atreverán a llegar? ¿Y la supuesta democracia? Esto evidencia que estas democracias electorales, representativas, de saco y corbata, en lo más mínimo son “gobierno del pueblo”. Son solo el cambio periódico del administrador de la finca. ¿Podrá haber algo nuevo?