Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

Es de todos sabido que la palabra “perro” no muerde. También, que un perro real sí muerde. Ambas banalidades esconden una de las cuestiones esenciales del lenguaje: su relación con la realidad. Los seres humanos somos seres simbólicos: necesitamos, como del aire, de signos, imágenes y ritos. No nos basta el aspecto: sentimos la necesidad de atribuirle otro sentido diferente a la apariencia. Un gato negro no es muy diferente a uno gris. Sin embargo, al primero se atribuye mala suerte y su aparición provoca conjuros y exorcismos. El gris tiene una suerte menos espectacular: solamente pertenece al conocido aforismo que recita: “De noche, todos los gatos son pardos”. En algunas culturas, el canto del búho implica la muerte. Para alejar la maldición gitana, se aconseja pisar fuertemente el suelo, como sacudiendo el polvo de los zapatos. Perro, gatos, búho y zapatos no son más que un lenguaje: una constelación de símbolos.

Se dice que Aristóteles era un joven ambicioso, proveniente del campo, mientras que los demás discípulos de Sócrates pertenecían a la élite de Atenas. Precisamente por su marginalidad, Aristóteles aguzó el ingenio y se convirtió en el mejor alumno del maestro ateniense. Le debemos la consolidación de dos ideas que han sido dos pilares para la cultura de lo que se ha dado en llamar “Occidente”: que el ser humano es el animal que está situado en el centro de la creación; que su dominio de todo lo creado se basa en el lenguaje. Crecemos con esta creencia y ni siquiera la ponemos en duda: nos parece natural y espontánea, sin pensar en que es una pura construcción cultural. Sin pensar que existen muchas culturas que no comparten ambas centralidades. Para la mayoría de los occidentales, el individuo está en el centro de la naturaleza. Para la mayoría de los asiáticos, la comunidad prevalece sobre el individuo. Para las culturas de los pueblos originarios de América, naturaleza e individuo son una sola cosa.

Las ideas de Aristóteles reinaron por siglos y fueron el signo de distinción de la filosofía y de la teología europeas. La crisis de las ideas de progreso y de modernidad fueron examinadas por Jacques Derrida, filósofo francés que se ha vuelto una especie de punto de referencia fundamental para los nuevos estudios culturales, principalmente en Estados Unidos de Norteamérica. Basado sobre todo en Heidegger, Derrida llamó “antropocentrismo” a la concepción del ser humano como eje del universo y “logocentrismo” a la primacía del lenguaje para la adquisición del conocimiento. Ya planteado por Heidegger, el problema analizado por Derrida era la incapacidad del lenguaje para conocer la realidad. La palabra “mosca” es una abstracción, porque condensa a todas las moscas del universo, pero a ninguna mosca en particular. Una de las tantas comprobaciones de ello es que cada idioma tiene su mosca: “mouche”, en francés; “fly”, en inglés. La esencia de la mosca no está en la palabra que la denomina, porque, si no, habría una palabra universal para ese molesto bicho.

Una de las consecuencias más devastadoras del anterior razonamiento es que da la razón a Federico Nietzsche cuando afirmaba que no existían hechos, sino interpretaciones de los hechos. Si somos incapaces de conocer la realidad, nuestro límite está en que una afirmación tajante se reduce a una simple opinión. Derrida amplía el razonamiento y propone que los conceptos que reputamos eternos y universales son puras fabricaciones de nuestra cultura. Otra consecuencia es que la validez de un concepto en la cultura occidental se desvanece ante la validez de un concepto en la cultura oriental. O, dicho de otro modo, no es que uno tiene la razón y otro no. Cada quien tiene una razón, válida según su cultura. Un ejemplo: la idea de “felicidad” existe solo en el mundo occidental; para los budistas, vale más la serenidad, y más aún el nirvana, la disolución del ego en la nada. Una aplicación totalmente banal de esta doctrina se da en los debates televisivos: los conductores escogen a representantes de diferentes opiniones, y al escucharlos, se tiene la impresión de que todos tienen la razón, y al mismo tiempo, nadie la posee.

Todo esto viene a cuento por las conmemoraciones que se han desencadenado por la muerte del Papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger. Casi en las mismas fechas, falleció Pelé, el campeón brasileño de fútbol. Con ser dos personalidades muy distintas, el proceso de canonización mediático ha sido muy semejante. Al escuchar los “cocodrilos” dedicados por los periódicos y los noticieros de televisión, ambos podrían ser considerados santos inmediatamente. Dejemos por un lado a Pelé, celebrado por su adherencia a los modelos de la clase dirigente brasileña. Más interesante, por supuesto, el caso de Ratzinger, que dedicó los últimos años de su vida a combatir las ideas relativistas de su compatriota Heidegger y del francés Derrida.

No podía ser de otra manera. El relativismo cultural pone en duda las ideas consideradas universales. Por ejemplo, la de la existencia de Dios. Como todo concepto, Dios sería un producto de una determinada cultura. Ratzinger reacciona ante esa proposición, por la evidente razón de que si Dios es solo una idea, lo que se deriva de la existencia de Dios, es decir, los valores teológicos, también son cultura. Toda la estructura del cristianismo se viene abajo, y con esta, la ética que de ella se deriva. Por tanto, el Papa Ratzinger se concentró en el fortalecimiento de los valores cristianos, considerados como únicos y esenciales, y en la recuperación de los ritos que confirman dichos valores (la misa en latín, por ejemplo). Ratzinger vio en el relativismo cultural un debilitamiento más general, no solo religioso. Un como suicidio del Occidente, que renunciaba a sus columnas fundamentales y a su hegemonía de la cultura mundial para entregarse a las teorías de pensamiento débil. Con Ratzinger, había poco espacio para el diálogo interreligioso e intercultural. La Iglesia Católica recuperó la ortodoxia. Ahora, el Papa ha muerto, y solo el tiempo podrá decir si tenía razón. Nuevos vientos soplan sobre el mundo, y no sabemos qué ideas sobrevivirán.

Publicado originalmente desde el blog de Dante Liano

COMPARTE