Un fantasma repetido

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Créditos: Estuardo de Paz
Tiempo de lectura: 5 minutos

 

Por Dante Liano

La abstracta fama de Singapur se basa en tarjetas postales, o en sus analogías contemporáneas, que muestran un vasto mar de rascacielos luminosos duplicados en un brillante océano de riqueza y prosperidad. Como es natural, no todos son ricos en esa ciudad de rápidas barcas que dejan una espumosa estela en las aguas azules. Existen honestos trabajadores que viven de su labor cotidiana, sin aspavientos ni exageraciones. Como en todas las grandes ciudades, también se da el contraste entre potentados y ricos y habitantes miserables de anillos de pobreza. Entre los pobladores que han contribuido al auge de la ciudad me encuentro yo, ni rico ni pobre, ni exitoso ni fracasado, ni famoso ni anónimo.

Permítanme que me presente. Mi nombre es Long Zhao y estoy llegando al final de mis días con la serenidad de una vida honesta y lineal. Durante cuarenta años ejercí como contador en una empresa de automóviles y, al final de ese período, me jubilé con una pensión que, sin modestia, se podría calificar como digna. Con el monto de la indemnización (cuarenta años son tantos, si se piensa, y al mismo tiempo, con perdón de la banalidad: pasan en un segundo) decidí comprarme un apartamento cerca de la universidad, para alquilarlo a jóvenes estudiantes, mejor si extranjeros. Mi asesor en el banco lo consideró una buena inversión, porque los precios de los alquileres estaban aumentando mucho, en los últimos tiempos. “Invertir en el cemento es el mejor negocio”, me dijo con una sonrisa exagerada y poco ecológica. Encontramos un bonito lugar cerca de la Middle Road, en la zona universitaria. Estaba en un edifico alto, de 14 niveles, de esos que construyen ahora y que estimulan el apetito de las clases medias acomodadas. No sé por qué, me pareció que estaba hecho de papel de estaño, ese que se utiliza para cocinar. El agente que me lo vendió parecía exageradamente feliz, como si vender ese espacio virtual le asegurara la vida eterna. A mi me daba lo mismo, lo que me importaba era sacar de él una renta fija, una especie de integración a lo que recibía del instituto de jubilaciones. Ignoraba que estaba comprando una pesadilla, una obsesión, una sentencia. Pero no adelantemos el relato.

Puse un anuncio en el periódico y esperé, paciente, las llamadas. Soy de los que todavía poseen un teléfono fijo, de casa. A ese número se conectaron varios chicos, quienes, puntualmente, al escuchar el precio y las condiciones (no hacer fiestas, no armar escándalo, no subalquilar) con mucha cortesía y velocidad se retiraban. Los vecinos del edificio eran muy quisquillosos y no admitían ruidos. Al fin hubo un muchacho que se interesó. Nos dimos cita en el lugar y allí mismo cerramos el trato. Firmamos un contrato estándar y pensé que, en los siguientes meses, todo iba a discurrir con los únicos problemas que da ese tipo de negocios: algún desperfecto que arreglar, utensilios que comprar, servicios que prestar. Nada fuera de lo común. Es más, me procuraba una especie de entretención para aliviar el hastío del ocio. En realidad, yo me había inscrito a una clase de gimnasia para ancianos y practicaba, también, el Tai Chi Chuan en un parque público, pero no dejaba de sentir la falta de los trajines rutinarios y alienantes, que, en la paradoja de nuestras profesiones serviciales, le habían dado sentido a nuestras vidas opacas y absurdas. Así que, lo digo con una cierta vergüenza, acudir a las necesidades del joven inquilino constituía una satisfacción.

Pasaron unos cuantos meses, que, en la contabilidad de los universitarios, equivalía al primer semestre. Durante las vacaciones, el chico no se movió del apartamento, lo cual me hizo sospechar que no contaba con mucho dinero. No es que me preocupara mucho, con tal que pagara el alquiler. Me fui acostumbrando a incluir, en mis breve y modesto universo, a esa novedad rentable. Hasta que,  un día, la policía tocó a mi puerta. Lo que me contaron era de una trivialidad espantosa. De pronto, en el edificio de Middle Road comenzó a difundirse un pésimo olor, que aumentaba con los días. Cuando la pestilencia se hizo insoportable, llamaron a las autoridades para que desfondaran la puerta de mi apartamento, pues de allí provenía el hedor. Por eso la policía me había buscado, para que me presentara allí. Llegamos cuando todo se había terminado. Encontraron el cuerpo sin vida del joven estudiante. Como no tenía amigos ni parientes, nadie se había dado cuenta de su desaparición. En la investigación sucesiva, la policía descubrió que el muchacho había muerto por un banal incidente doméstico: al tratar de conectar un aparato en el tomacorrientes, había tocado con el dedo una extremidad del enchufe y se había electrocutado. Cayó muerto y tuvieron que pasar varios días antes que fuera descubierto. La policía archivó el caso y yo pude alquilar a un equipo de limpieza para que dejara el apartamento sin ninguna huella de la desgracia. Volví a poner un anuncio.

La siguiente arrendataria fue una joven australiana que deseaba aprender la lengua china durante una especie de Erasmus. Algo sabía y con ese poco, hicimos los trámites del alquiler. Aunque la sombra de la desgracia pasada aleteaba de alguna manera en mi subconsciente, pronto retomé la costumbre de atender a mi huésped en las mínimas exigencias que planteaba. Lo que pasó sucesivamente me lo contaron sus compañeros de curso, con los que había hecho amistad: era una joven sociable y alegre, a diferencia del primer inquilino. Me refirieron esos compañeros que la australiana, una de las primeras noches, soñó con el vago y desdibujado rostro de un joven. No le dio importancia, como lo habríamos hecho todos. Sin embargo, las noches sucesivas soñó otra vez con ese rostro. Y cada noche el rostro se hacía más preciso, más nítido, más verdadero. Ella consultó con el psicólogo de la Universidad, quien atribuyó los sueños a una especie de alucinación, y le recetó sedantes. La chica se preocupó el día que, al despertar, siguió viendo al joven, por unos segundos, como si el sueño hubiera traspasado las fronteras de la realidad. Al día siguiente, al levantarse, vio al joven de cuerpo entero. Al siguiente, el joven le hacía señas, como si la llamara. Al siguiente, la llamó: “Ven, ven conmigo”. La muchacha lo siguió, salió al balcón y, sin que mediara palabra, saltó desde el 14 piso.

A causa de ese hecho me enteré de una singularidad de Singapur. Existe, en Internet, un sitio que da cuenta de las casas habitadas por fantasmas. Como es natural, alguien incluyó mi apartamento en esa lista. A partir de ese momento no he podido encontrar inquilinos. Uno imagina que los jóvenes universitarios son racionales, impávidos y descreídos. Las muchas lecturas y el comercio con las ciencias los harán reír de las historias de fantasmas. Eso se imagina uno. Pero en realidad, ya pasó un año sin que nadie acepte un apartamento que contiene una sustanciosa rebaja y un aparecido. Y yo les cuento esta historia, sin saber si es una historia gótica o si, más banalmente, el relato de un fracaso económico.

(La anterior historia es una versión, con variantes, del relato de Andrew Kipnis, The Haunting of Modern Chinahttps://aeon.co/essays/rapid-urbanisation-is-stoking-paranormal-anxieties-in-china, reproducido en Internazionale, n. 1551, 23/29 febbraio 2024, pp. 90-95. El increíble sitio Internet con la lista de las casas embrujadas y la descripción del hecho trágico existe en la realidad pero en Hong Kong: https://www.spacious.hk/en/hong-kong/resources/tragic-events)

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