Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 6 minutos

Por Dante Liano 

Para los tiempos en los que vivimos, la noticia tiene la vetusta apariencia de las cosas viejas. Sucedió en el 2013, lo suficientemente lejos como para exclamar: “¡hace diez años!” y lo suficientemente cerca para que los hechos que se van a contar sean todavía actuales. La historia es la siguiente: Justine Sacco estaba empleada en una empresa de comunicaciones digitales, monstruo con varios tentáculos, entre ellos Vimeo, Match.com, The Daily Beast y otros. Por la naturaleza de su trabajo, Justine viajaba con frecuencia desde Londres, donde habitaba, hasta diferentes lugares del mundo implicados en las empresas de información. Como casi toda la gente, Sacco tenía una cuenta en Twitter (todavía no se llamaba, enigmáticamente, “X”) y también posteaba sus ocurrencias en Facebook e Instagram. Nada singular, un simple entretenimiento.

Un día cualquiera, Justine subió al avión que la llevaría a Nueva York. Puso el móvil en modo avión y eso la aisló completamente de las comunicaciones vía Internet. Durante el viaje, comió la abundante cena que le sirvieron, alargó el sillón hasta convertirlo en cama y durmió un par de horas. Luego, leyó una novela de intriga, comprada en la librería del aeropuerto y cuando sintió ya estaban aterrizando. Al llegar, recuperó la señal de Internet y quiso escribir algo chistoso en Twitter. No se le ocurría nada brillante, por lo que, en breves líneas, se burló de que delante de ella iba un alemán con mal olor. “Tanto pagar la primera clase y, sin embargo, no se bañan”. Horas después, constató que su brillante humorada no había tenido seguidores. Los 175 amigos digitales seguían allí, impasibles. Pensó que la próxima vez sería más chistosa. Hizo, en Nueva York, lo que tenía que hacer y regresó a Londres. Allí la esperaban sus tareas cotidianas. Una semana después tenía que partir para Sudáfrica, a más reuniones, balances y programaciones. Menos mal que la compañía le pagaba el vuelo en business. Esos viajes largos, en clase económica, con las piernas encogidas como loro en su pértiga, necesitaban mucho tiempo de recuperación. Al menos uno llegaba más reposado.

Cuando subió al avión, todavía tenía señal. Pensó en postear algo gracioso en su cuenta de Twitter. Total, nadie la leía. Esperó a acomodarse bien en su butaca, se ajustó el cinturón de seguridad, alargó un poco el sillón para estirar las piernas y descansarlas en el apoyapiés delante suyo y abrió su tablet, antes de que la voz en los altoparlantes la conminara a apagarlo. ¿Qué podía decir, de ocurrente, de su viaje a Sudáfrica? Envidió a los creadores de boutades, que espontáneamente dicen cosas que hacen reír. Pensó en Groucho Marx y su irresistible “Jamás ingresaría a un club que admite personas como yo”; o a la feliz idea de Woody Allen: “Dios no existe y yo hoy no me siento muy bien”, o al mejor de todos, Oscar Wilde: “La única manera de librarse de la tentación es ceder ante ella”. Justine pensó que nunca llegaría tan alto. Los otros pasajeros entraban al avión, y, con mal gusto, la compañía aérea hizo ingresar a los de clase económica por el pasillo de business. No era muy simpático ver el desfile de los condenados a la clase económica desde la comodidad de su asiento. Esa distracción le hizo venir la inspiración. Casi sin pensarlo, escribió la siguiente frase: Going to Africa. Hope I don’t get AIDS. Just kidding. I’m white! (Estoy saliendo para África. Espero no pescarme el SIDA. ¡Broma: soy blanca!). Por muchos años, iba a recordar esa frase. En ese momento, no pensó mucho, apagó el tablet, apagó el celular y sacó, de su cartera, algunos apuntes que había llevado para estudiar. A su llegada, le esperaba un intenso trabajo. Cuando el avión despegó, era ya noche. En los Estados Unidos, en cambio, comenzaba la tarde.

¿Qué hizo Justine Sacco durante el vuelo? Habrá desempacado la manta y se la habrá extendido sobre las piernas; habrá visto distraídamente sus apuntes para el viaje, sin lograr concentrarse mucho por el ir y venir de aeromozas, stewards y pasajeros, anuncios en el altavoz; el despegue siempre vagamente inquietante; y luego, habrá suspirado, relajándose, cuando el avió alcanzó su velocidad de crucero. Había hojeado el menú, mentalmente había anotado lo que quería comer, seleccionó un buen vino blanco, y se ajustó los auriculares, para escuchar música al principio y ver una película después. Eran las rutinas de siempre. El sonido de las turbinas impregnaba el ambiente y la presión artificial le procuraba un cierto sentido de euforia. Casi dos horas después del despegue, sirvieron la abundante comida y Justine bebió un poco más de la cuenta. Ese módico exceso le procuró un sueño invencible. Oprimió el botón que convertía en cama a su sillón, se encogió como un feto, y se durmió profundamente. Cuando despertó, todavía faltaban tres horas para el aterrizaje. Buscó una película cualquiera, una de acción, para pasar dos horas entretenidas. Al final de las cuales, se sentía cansada, de todos modos. Fue al baño para arreglarse antes de aterrizar, y el choque de las ruedas contra el asfalto del aeropuerto la encontró perfectamente peinada y perfumada. Una vez completado el aterrizaje, encendió su móvil. La sorprendió que hubiera tantos mensajes. Leyó el primero. Era de un amigo muy cercano. “Siento mucho lo que estás pasando. Cuenta conmigo”. Se alarmó. Leyó el segundo: “No sé cómo se te ocurrió decir eso. De todos modos, tienes mi amistad”. Fue al tercero: “Estoy contigo. En estos momentos difíciles se ven los amigos”. Entonces se asustó.

¿Qué había pasado mientras Justine Sacco viajaba de Londres a Ciudad del Capo en la comodidad de un viaje sin conexiones? Sucedió que había escrito un “tuit” sin medir las consecuencias y sin estar consciente de la fragilidad del mundo en que vivimos. La frase “Estoy saliendo para África. Espero no pescarme el SIDA. ¡Broma: soy blanca!” estaba compuesta de una afirmación inocua seguida por dos bombazos de profundidad. La primera bomba era identificar a África con el SIDA, uno de los mitos occidentales que sirvieron para estigmatizar a los africanos todavía más de lo que el pensamiento colonialista había hecho. La segunda bomba era considerarse exenta del contagio por ser de piel blanca, una irrupción de puro racismo que le había salido del alma y que, por eso, empeoraba las cosas. Su frase había sido leída en Estados Unidos por algún afroamericano que la condividió con sus amigos. Comenzó un efecto “bola de nieve” impresionante. Los comentarios indignados y encolerizados ante la frase racista comenzaron a llenar las casillas de Twitter. En el momento en que Justine Sacco aterrizaba, millones de personas habían leído su post. Y muchos millones la estaban llenando con los peores insultos posibles. Aunque parezca increíble, el hashtag más popular en Twiter era “#¿Ya aterrizó Justine?” que superaba con creces el hashtag #Navidad. Y era el 20 de diciembre. Mientras dormía en su butaca de business, los usuarios de Twitter se habían movilizado, en cantidades monstruosas, para solicitar su despido de la compañía. Y la compañía misma, antes que el avión hubiera aterrizado, emitió un duro comunicado tomando las distancias de su empleada. Horas después, ante la presión de los usuarios de las redes sociales, Justine perdió el empleo. Y, al regreso, la vida se le hizo muy difícil. No encontró otro trabajo (con semejante precedente) y entró en una grave crisis depresiva, agobiada por la marea de insultos que la había sumergido. Un auténtico linchamiento digital, en donde una persona es declarada culpable de modo fulminante, sin darle la oportunidad de defenderse ni de esgrimir atenuantes.

La cuestión que plantea el caso de Justine Sacco es la de la libertad de expresión, y sus consecuencias, en nuestros tiempos. También, la de la inutilidad de leyes concebidas cuando la  comunicación era analógica, leyes inservibles para la contemporaneidad. La proliferación de opiniones en las redes sociales ha creado un exceso de información, muy cerca de la saturación: demasiadas opiniones se traducen en ninguna opinión. El rumor proveniente de esta habladuría constante, día y noche, cubre la voz de la verdadera información. No hay filtros y uno puede leer interesantes reflexiones al lado de obscenidades de arte mayor. Ante una declaración cualquiera, vuelan los comentarios llenos de insultos y amenazas, ante los cuales, dado el anonimato de los autores, nadie está protegido. ¿Hay una verdadera libertad de expresión en nuestros tiempos, o, por perversa paradoja, el exceso de opiniones lanzadas libremente ha terminado por acallar la libertad de expresión? Sabemos que el bulismo digital ha causado el suicidio de muchos jóvenes y el sufrimiento de otros. Sabemos, también, que los servicios secretos de muchos gobiernos utilizan las redes sociales para denigrar e insultar a los opositores políticos. Sabemos que algunos jueces encarcelan a los  enemigos del poder acusándolos de publicar su opinión en las redes sociales. Cualquier cosa sea, estamos ante una nueva frontera de la comunicación.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

COMPARTE