Créditos: Portada Juan José Guillén
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Por Sergio Tischler*

El proceso político en Guatemala está marcado por una crisis que se expresa en dos aspectos centrales: la trama golpista del poder instituido y la resistencia a esa voluntad perversa por parte de una sociedad civil articulada en torno a las organizaciones indígenas y campesinas.  Es decir, a una forma comunitaria de resistencia, que aparece hoy, de forma inédita, como fuerza material y ético-moral de un campo articulador de las demandas generales de la ciudadanía.

Este hecho, no solamente expresa una profunda mutación histórica de las relaciones sociales y política de la sociedad, sino que ha generado uno de los ejes centrales de la esperanza en torno a un cambio democrático (material y simbólico) en la vida política del país.

Como es sabido, los resultados de las recientes elecciones, que dieron por ganador a Bernardo Arévalo, han derivado en una situación de gran turbulencia política, que desnuda y compromete al poder instituido. Lejos de ser procesados según la normatividad de la ley, se ha creado un escenario de abierta conspiración golpista, en la cual está comprometido el aparato judicial y sus figuras más visibles, como la Fiscal General, Consuelo Porras, personificación del cinismo y la corrupción institucionales.

Sin embargo, Porras y sus compinches son apenas rostros públicos de un fenómeno más profundo de descomposición institucional relacionado con la trama de la dominación en el país. Ese fenómeno tiene una temporalidad que se remonta, por lo menos, a los acontecimientos que culminaron con el golpe de Estado a Árbenz, cuyo proyecto de modernización capitalista estaba ligado al de la democratización social. Palabras más, palabras menos, el proyecto arbencista de transformación se podría sintetizar en la idea de la superación de un capitalismo de traza histórica oligárquica, racista y servil, como condición de un Estado donde el poder fuera mediado por relaciones democráticas en los planos sociales y políticos.

El pacto reaccionario que lo sustituyó fue, en los hechos, la negación de la democracia en nombre de la democracia; es decir, un hecho que marcaba desde su origen una forma política reaccionaria y represiva del poder, así como una institucionalidad formalmente democrática pero plegada a dicha forma. De allí, entre otras cosas, la inconsistencia y descomposición institucionales.

El deterioro de la democracia y sus instituciones no es un hecho casual y coyuntural, sino que obedece a un proceso de largo plazo donde la dominación y la descomposición institucional se entrecruzan y median.

Si bien lo señalado es cierto, sería un error reducir la crisis a esa dimensión. En términos generales, porque el antagonismo, que es constitutivo de dicho poder, ha generado y genera múltiples formas de resistencia que tienden a desbordarlo, como lo registra la historia nacional.

En ese sentido, es de subrayar que, en el caso particular, lo más significativo de la crisis es que es resultado de las luchas de resistencia contra la corrupción institucional y los intentos golpistas. En un primer momento, esto se manifestó en las recientes elecciones como hartazgo ciudadano; y, en el momento actual, como resistencia de sectores populares organizados en torno al liderazgo indígena, un fenómeno inédito de primordial importancia. Por primera vez en la historia del país, la forma comunitaria-indígena ha devenido en el núcleo organizado más importante de la resistencia ciudadana, dándole su propia coloración a la crisis política de carácter nacional.

De una parte, esto habla de una modificación de relaciones de fuerza entre los actores en ese espacio material y simbólico llamado sociedad civil, así como un posible cambio histórico de su morfología. Por otra parte, habla también de la capacidad de recuperación del sujeto comunitario frente a los periodos de intensa represión (incluido el genocidio), de los cuales ha estado cargada la temporalidad de la dominación.

Pero, sobre todo, habla de que en la actual crisis la forma comunal indígena ha adquirido una proyección política nacional y un carácter protagónico. Esto se expresa en su capacidad de organizar las tomas de carreteras en una suerte de cerco pacífico a la urbe capitalina, lugar donde se encuentran concentrados los órganos de poder. Entre otras cosas, esas tomas pacíficas han permitido que se desarrollen manifestaciones colectivas en barrios populares y otros espacios, enarbolando sus propias reivindicaciones; lo cual habla de la posible emergencia de un campo de confluencia de luchas rurales y urbanas.

El sujeto comunitario indígena reclama que se cumpla la voluntad ciudadana expresada en las urnas. Lo hace apropiándose del código liberal. Pero lo hace desde su autonomía, desde sus propios códigos comunitarios, que implican relaciones horizontales; es decir, lo hacen desde una manera muy diferente de entender la democracia.

Estos son días marcados por la lucha y la incertidumbre. Sin embargo, se puede plantear con certeza que la esperanza de un cambio político de profundidad en el país en mucho depende del despliegue de la potencia de esa otra forma de democracia enraizada en formas comunitarias de relaciones sociales.

*Sergio Tischler Visquerra nació en Guatemala. Es licenciado en Historia y doctor en Estudios Latinoamericanos. Es investigador-profesor asociado en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”, de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México.

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