Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano

En un raro video, Nicola Badalucco revela una de las fuentes secretas de Muerte en Venecia, ­­­­­­de Lucchino Visconti. Como se sabe, Visconti se basó en una novela corta de Thomas Mann, en la que el protagonista era un anciano escritor, Gustav von Aschenbach, agobiado por una crisis senil y estética. La crisis existencial lo lleva a enamorarse de un joven adolescente; la crisis estética, a discurrir largos monólogos sobre el arte y la literatura. Visconti respetó la trama existencial; en cambio, puesto que una película no puede basarse en monólogos, transformó a Aschenbach en músico (inspirado en Gustav Mahler), y puso en las largas discusiones con un colega las teorías estéticas de la época. Una de ellas resulta muy interesante: declara que una de las principales fuentes del arte es el dolor. Con base en ello, muchos artistas, como algunos de nuestra época, buscaban la experiencia del sufrimiento. En el Doctor Fausto, última novela de Mann, un personaje se hace infectar de sífilis, con tal de que el padecimiento sea fuente de inspiración.

No debe extrañar, entonces, que un novelista contemporáneo de Mahler, Italo Svevo, pusiera como epígrafe a La conciencia de Zeno, la siguiente frase: “El arte, esto es, vida y dolor”. Existe una figura literaria más usada de lo que se puede imaginar. Tiene el singular nombre de endíadis, y consiste en que, a veces, la conjunción “y” equivale al copulativo “es”. O sea, lo que parece el emparejamiento de dos nombres: “vida” y “dolor”, resulta en realidad, la identificación de ambos: “la vida es dolor”. Podríamos conjeturar que ese es el sentido del epígrafe de Svevo.  Se trata de la misma teoría que un joven músico discute con Malher, en Muerte en Venecia, y refleja, en cierta medida, las divergencias entre ambos compositores. En la película, el personaje de Malher prueba el dolor y sus consecuencias extremas: la humillación, el ridículo, el rebajamiento, hasta morir derrengado y solo en una silla de playa en el Lido de Venecia. Un equilibrista sobre la cuerda floja, frente al abismo de la vergüenza o lo sublime. Y muere antes de percibir la diferencia.

Tales consideraciones vienen a la mente al leer la última novela de Daniele Mencarelli, Fame d’aria  (Hambre de aire), toda ella impregnada de un profundo dolor y, por tanto, de una profunda humanidad. Después de una trilogía aparentemente autobiográfica, el autor romano cuenta, por primera vez, una historia en tercera persona, en donde Pietro, el protagonista, se queda varado en un pueblecito de la provincia italiana, porque su automóvil se arruina. Con Pietro, viaja Jacopo, su hijo, un muchacho de 18 años que padece de un autismo a bajo funcionamiento. Puesto que a cada rato tiene que explicar en qué consiste ese autismo, Pietro ha encontrado una fórmula brutal y agresiva para espantar a los curiosos: “Significa que se orina y se caga encima”, dice, escueto. Explica que viaja a una localidad marítima, en donde lo espera su esposa, con quien celebrará un aniversario de matrimonio. Está desesperado, pues le queda muy poco dinero y la tarjeta de crédito no le funciona, bloqueada por falta de fondos. Es viernes y tiene que esperar a que sea lunes, para que le acrediten el sueldo y también para que el mecánico del pueblo le repare el viejo cacharro en que se desplaza.

Tal incidente narrativo resulta imprescindible para la economía de la historia. Pietro y su hijo tienen que buscar alojamiento, y lo encuentran en la taberna de Ágata, el único lugar en donde hubo una vez una pensión. Ella también se encargará de las comidas. La taberna es el centro del pueblo y ello le sirve a Mencarelli para pintar un cuadro para nada pintoresco de la infinidad de pueblecitos europeos que se han ido vaciando de habitantes, llenos de casas abandonadas y de ancianos que solo esperan el paso del tiempo, en donde nunca pasa nada y que cuentan, a veces, con una farmacia y una abarrotería y allí muere la cosa. Por milagro, hay un mecánico jubilado, que le reparará el automóvil por compasión, pero que hace tiempo no ejerce su oficio.

De viernes a lunes, la novela sigue con detalle las mínimas peripecias de padre e hijo, que atraviesan un bizarro fin de semana. En modo particular, describe hora por hora el calvario del padre que lleva a cuestas un hijo muy cerca del estado vegetal. La vida de Pietro es un abismo de espinas, una cuesta empinada interminable, un círculo de fuego eterno. Mencarelli no esconde los sentimientos encontrados de su protagonista: a veces tiene gestos de amor delicado hacia su hijo; otras veces, en privado, lo escarnece, lo insulta, maldice la enfermedad que ha destrozado a su familia. Su actitud ante la vida y ante los demás es de rabia al rojo vivo, como si buscara al responsable de su tragedia.

La maestría de Mencarelli, uno de los narradores más interesantes de la Italia contemporánea, nos hace seguir ese fin de semana con el mismo interés que si leyéramos una novela de acción y de suspenso. Esperamos la reparación del auto con la intensidad con que, en un thriller, esperamos la revelación del misterio final. Su prosa directa, descarnada y, al mismo tiempo, lírica (Mencarelli es, también, un poeta) nos participa el dolor del protagonista, con una intensidad tan grande que nos hace recordar nuestra propia naturaleza humana, y cómo lo humano, muchas veces, tiene que medirse con el dolor de la existencia. También: cómo nos las arreglamos para sobrevivir a esas injurias.

La novela termina con una clásica vuelta de tuerca que sorprende al lector. También, en esto, Mencarelli demuestra su dominio de la narrativa. Creo necesario añadir que, si bien la exploración del dolor sea uno de los puntos más sólidos en que se basa Fame d’aria, otro fundamento sólido que hace de esa ficción una lectura indispensable es la descripción de la unánime solidaridad de los pocos habitantes del pueblo ante ese desconocido que se presenta ante ellos con su desgracia a cuestas. Quien conoce a la gente de Italia sabe que, en la necesidad, es un pueblo que no se echa para atrás cuando es necesario dar una mano, no importa si se trata de un paisano o de un extranjero. Esa compasión, que es etimológicamente “padecer con los otros”, identificarse en el dolor ajeno, satura a los coprotagonistas del relato, y da sentido a toda la historia, también a la pequeña historia del lector, que se siente llamado sea por el dolor de uno que por la solidaridad de todos.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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