Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

Una mañana de invierno, bastante gris y plomiza, de unánime y desabrido frío, encontré, en el buzón del oscuro pasillo de la casa que habitaba entonces, un sobre de papel finísimo, orlado por una cinta de alternativo azul y rojo: era una carta del extranjero. Era la época en que se escribían cartas, era la época en que uno esperaba el correo, era la época en que uno podía abrir un sobre con manos temblorosas. Todo era más lento, más contundente, paquidérmico. No me sorprendió ver quién me escribía: era Tito Monterroso. Por esa época, nos habíamos carteado bastante, porque yo le había pedido, en nombre de Rigoberta Menchú, las señas de una agencia literaria. Tito nos había sugerido International Editor’s, que era dirigida, entonces, por la brillante y enérgica Isabel Monteagudo. En la carta que estaba abriendo, Tito me iba a pedir que lo ayudara a encontrar una casa en Florencia, en donde pensaba pasar un par de meses. Tenía en mente una nueva obra, que se convertiría en esa especie de diario intelectual y miscelánea de reflexiones que es La letra “e”. 

Le encontramos una casa ideal. Florencia tiene un magnífico jardín renacentista, atrás del Palacio Pitti, que recibe el italiano nombre de Bóboli. Para un oído hispánico, grave y solemne, suena gracioso. El jardín es muy amplio, simétrico, reposado, con fuentes y estatuas y alamedas que disciplinan con rigor de geometría especular a los numerosos árboles y plantas que lo pueblan. En cualquier rincón de Bóboli uno se puede reposar y reflexionar: un paseo por ese jardín no es exaltante, sino meditativo. Pues bien, muy cerca de Bóboli, los florentinos han construido una réplica con casas de habitación, y, por ser réplica, la llaman “el Bobolino”. Nadie en el mundo puede estar mejor que en una cálida casa sumergida en un jardín de fábula. Allí demoró Tito Monterroso, con Barbarita Jacobs, por dos meses. Allí escribió su libro.

Fuimos a esperarlos a la estación de trenes. Ellos tomaron un taxi, nosotros los seguimos en una pequeña moto, que por dimensiones y cilindraje, los italianos llaman “motorino”. O llamaban. Ahora, para estar al día, lo llaman “scooter”. Nuestro motorino era un Garelli de 50 cc. y en esa época podían viajar dos en ese artefacto. Yo prefería estar al timón, porque mi esposa, conocida por amabilidad y gentileza, era aventurosa y temeraria a la guía de la moto. A Tito y Barbarita les pareció divertido, por no decir pintoresco, que no tuviéramos automóvil sino que nos moviéramos en la precaria moto. Los dejamos en su casa de mil y una noches, sin saber que con esos sencillos actos cotidianos comenzaba una amistad larga y suntuosa. A veces, uno puede presumir de algunas amistades, como si ser amigo de una persona lo contagiara a uno de su grandeza. Es un espejismo, pero vale para todos. Sé de un escritor cuyo apodo era “Cené-con-él”, porque a cada personaje famoso que se mencionaba, Picasso, Breton, Artaud, Neruda, el escritor saltaba y exclamaba: “¡Cené con él!”.

(Pocos años después, compré, por doscientas mil liras –cantidad risible en esa época y aún ahora: equivale a 117 euros-, una destartalada Fiat 500, aquella maravillosa máquina invencible que caminaba contra viento y marea, tanto que primero se le caía la carrocería antes que se le arruinara el motor. En ese cochecito nos paró la policía, una vez que quise llevar al centro a toda la familia Albizúrez, don Pancho, su esposa y dos hijas, apuñuscados en el asiento de atrás. Asombrados de cómo habíamos cabido, los policías ni multa nos pusieron, muertos de la risa).

Uno podría imaginar largas conversaciones literarias de alto nivel, en compañía de Tito. En realidad, fue todo más prosaico. Cierto, la mayor parte se hablaba de literatura, o hablaba él y yo, alumno atento y encandilado, admiraba sus vastas lecturas y sus observaciones ingeniosas. Recuerdo el tirón de orejas que me reservó por haber seguido el ataque de Luis Cardoza contra Gómez Carrillo. El poeta reclamaba al cronista no haber mencionado a Guatemala en sus innumerables relatos de viajes fabulosos. Le criticaba la falta de raíces. También le enrostraba haber servido a un dictador. Tito me miró, sonriente y sonrosado: “Hasta los peores crímenes caen en prescripción”, observó. “Hay que fijarse en la calidad de la prosa, no en la biografía”. Su observación me sirvió para cambiar el juicio sobre el Príncipe de la Prosa Modernista, en la siguiente edición de mi libro. No ignoro haber acertado con una estocada involuntaria, cuando le comenté mi impresión sobre Lo demás es silencio. “Me parece un exorcismo”, le dije. “Todo escritor es Eduardo Torres, todos tememos ser malos, y que los amigos y la crítica nos engañen por afecto o cortesía”. Tito respingó imperceptiblemente. “¿Tú crees?”, murmuró.

Cuando íbamos al supermercado o paseábamos por las estrechas aceras de Florencia, las dos mujeres se adelantaban, jóvenes y arrebatadas por la conversación, mientras yo acompañaba a Tito, que se retrasaba, la edad que se hacía sentir en sus cortas piernas de osito de animación, y, cuando ellas se volteaban, se paraban, pacientes, comprensivas, protectoras, esperando a los retrasados equilibristas en la angostura de la vereda.

Tito y Barbarita preparaban sus viajes con la precisión microscópica de un orfebre de colgantes o anillos de jade y oro. Viajaron a Sirmione, no por los atributos turísticos de la ciudad, sino para honrar a Catullo; a Ravenna, para visitar la tumba de Dante; largas horas en la Basílica de la Santa Croce, en Florencia, bajo los frescos de Giotto y delante de la tumba de Hugo Fóscolo. Con el horario de los trenes en una mano, y un mapa como una sábana en la otra, iban señalando su morosa ruta literaria, peregrinos de un arte que ya desapareció: el vagabundeo imaginario por todas partes, la vuelta al mundo en un sofá, trazando migraciones, coincidencias, conexiones, siguiendo con el índice los caminos principales y los secundarios, envolviendo en lápiz rojo las ciudades añoradas, haciendo cuentas de costos de billetes y hoteles. Los veo, arrobados y soñadores, concentrados en su viaje perpetuo, e imagino que esa era una de las formas de la felicidad.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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