Echa candado en la puerta y se va sin mirar atrás.
La alcanza Maura, ahogándose por las carreras, le da un abrazo y le entrega una bolsa con jocote rojo de febrero, unos mangos tiernos y cien quetzales que son todos sus ahorros, para que se ayude con el pasaje -le dice, mientras la abraza muerta en llanto, son amigas de toda la vida-, Isaura le encarga su casita de adobe, sus matas de culantro y el tamarindo que se le logró pegar. Son las cuatro de la mañana, aborda el autobús, mientras se aleja de su natal Teculután, Zacapa, va quedando atrás el eco del canto de los gallos y el olor de la leche recién ordeñada, no lo sabe pero jamás regresará, el que volverá es Yeyo, en treinta años, para colocar sus cenizas en el cementerio junto a los restos de sus abuelos y para cuidar la casita de adobe, las matas de culantro y descansar a la sombra del tamarindo junto a los nietos de Papayo.
21 de marzo de 2022