Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano 

El discreto oficio de relatar fantasías suele tener, a veces, una tarea que va mas allá del entretenimiento. Aunque la función original haya sido la de divertir y hacer pasar el tiempo, funciones adicionales se confieren al autor de imaginaciones, como ya sucedía en la antigua Grecia con los creadores de tragedias. No es una casualidad que el teatro de Epidauro estuviera en la periferia de un centro médico. La tragedia, al contar historias conocidas, servía también como terapia emotiva. En el mismo sentido, una lectura contemporánea, Cien años de soledad, puede ser visto como un instrumento para enseñarnos a reelaborar los recuerdos en clave fantástica, y, así, observar nuestra experiencia como si fuera la primera vez que la vivimos. Cuando Aureliano Buendía es llevado por su padre para conocer el hielo, también el lector ve el hielo en su forma original. Pareciera que el secreto del éxito mundial de esa novela fuera el arte aprendido de Kafka y Borges: contar, de modo natural, lo extraordinario y, al revés, contar de modo extraordinario lo cotidiano. Con ello, se desactiva la percepción automática de la realidad, y se descubre la maravilla de la vida. No siempre el escritor está en una esquina de la feria para diversión de chicos y mayores. A veces, asume el rol de intérprete de la sociedad, aun cuando no lo quiera. Muchas veces, en América Latina, los intelectuales son llamados a expresarse, por ese papel de vaticinio y profecía que los otros les atribuyen y, a veces, exigen.

Por eso, aventurarse en un panorama de América Latina en este pasaje entre 2023 y 2024 podría no ser una ocurrencia peregrina. Sobre todo, porque el mundo no deja de sorprender con sus catástrofes y barbaries. Asombra lo primitivo de las guerras contemporáneas, que evocan las antiguas contiendas territoriales que uno creía relegadas a los libros de historia. La guerra de Ucrania es territorial; también lo es el conflicto en Medio Oriente. Cientos de miles de muertos por pedazos de terreno. Uno piensa en la frase de Yuval Noah Harari: dentro de cientos de años, la humanidad nos verá como nosotros vemos a los hombres primitivos. Estos, armados de piedras y bastones, se mataban por un bosque, un río, un terreno. Nosotros, armados de misiles de alta precisión, por lo mismo. ¿Cuándo los seres humanos darán el ansiado salto hacia la paz y la armonía? Por estereotipo, América Latina es vista como un continente de violencia continua, como si la paz reinara en el resto del mundo. América Latina puede ser conflictiva y dialéctica, pero, en este momento, es uno de los lugares del globo que se caracterizan por el uso de la política en lugar de las armas.

Dejemos de un lado al país que se arroga el nombre de “América” y cuya declamada democracia vacila con la irrupción de Donald Trump. Parafraseando a Martín Caparrós sobre Argentina, no preocupa la presencia de Trump; preocupan los norteamericanos que votan por él. Significa una alarmante regresión en la mentalidad democrática de un imperio cuyo peso en el mundo no es indiferente. Vayamos a América Latina. Hay una línea común que unifica a algunos líderes autoritarios de la región: Bukele, Ortega, Maduro, Milei. El caso de Bukele, en El Salvador, es clamoroso: su política represiva en contra de la delincuencia le ha ganado casi el 80% del consenso popular. Y, como en democracia, manda la mayoría, Bukele gana, a manos llenas, en su país. Los resultados están a la vista: el Estado salvadoreño ha recuperado el control del territorio y asegura, a sus habitantes, la tranquilidad que habían perdido. Uno puede no estar de acuerdo con esas soluciones temporales y efímeras, pero mientras tanto, rinden en términos electorales. Otros dos líderes autoritarios, Ortega y Maduro, basan la fuerza de sus medidas en contra de la oposición en el consenso de sus compatriotas y en el debilitamiento de sus opositores políticos. En estos casos, hay que recordar que la democracia no es solamente el voto, sino el ejercicio de todas las libertades ciudadanas y el respeto de los derechos humanos. Como autoritario se propone al argentino Javier Milei, un anarcocapitalista de manual cuyas medidas draconianas son el canto del cisne de la escuela económica neoliberalista. Milei pondrá a prueba uno de los pilares de la democracia: el equilibrio de los poderes del Estado. Si le da jaque mate al legislativo y al judicial, se iniciarán días negros para Argentina. A veces, el sistema democrático burgués se abre a la paradoja, pues permite la toma del poder a individuos que detestan ese sistema. Una vez al mando, destruyen el mecanismo que los hizo triunfar. La historia enseña. Como buen anarcocapitalista, Milei no cree en el Estado, por lo que está procediendo a su demolición. En lugar del Estado como regulador de la vida social, se propone al mercado en una aplicación literal de las teorías capitalistas primitivas.

El contrapeso a estos caudillos autosuficientes, que resucitan en clave contemporánea uno de los antiguos vicios de las sociedades hispánicas, lo constituyen algunos presidentes del continente americano. Hay una afinidad insoslayable entre Petros, Lula, Morales y Boric. Aunque la pereza de las clasificaciones los tilda como representantes de la izquierda, en realidad se trata de políticos moderados y reformistas cuyo método es la mediación, el negociado, la consulta popular. Precisamente esa falta de autoritarismo los hace aparecer como frágiles ante una prensa acostumbrada a celebrar los golpes de escena y la espectacularidad. Constituyen el contrapeso ideal a las tendencias autoritarias y arcaicas, no solo del continente americano, sino de muchas partes del mundo. Como ha sucedido tantas veces, Nuestra América se vuelve un laboratorio de experiencias históricas. En ese contexto, resulta de singular importancia la instauración de la democracia en Guatemala, que, con ser un país pequeño, cuenta en la geopolítica del continente. Veamos por qué.

Desde 1954, en Guatemala han reinado una serie de gobiernos en manos de una cúpula dirigente reaccionaria y conservadora hasta lo cavernícola. No tuvieron empacho, en los años 80 del siglo XX, de ejecutar un genocidio para reprimir la insurrección armada en contra de esa cúpula. En seguida, instauraron una dictadura militar serial, con generales que se sucedían en el poder en orden dinástico. Este año, todos esperaban que las elecciones confirmaran esa perezosa y abúlica continuidad de políticos al servicio de ese grupo que había secuestrado al Estado. Un golpe de sueño, un descuido, un parpadeo y el pueblo votó en masa a favor de un político democrático, cuya sola victoria representó el despertar de una nación. De pronto, los guatemaltecos advirtieron que se abría una rendija para respirar la libertad que faltaba desde hace muchos años. De toda una vida. La movilización popular fue espontánea y masiva. Sectores que no se comunicaban nunca se aliaron con tal de alcanzar lo que debería ser normal: un régimen democrático. Sorprendida, la cúpula de reaccionarios movilizó al aparato del Estado para detener esa oleada de entusiasmo popular. Demasiado tarde. El paso había sido dado, y el sabor de la democracia estaba en la boca de todos. La victoria de Arévalo, en Guatemala, crea un polo democrático, al lado de México, en el norte de América Latina, y presenta un contrapeso esencial, en la geopolítica del continente, a los gobiernos autoritarios de la región. Una Guatemala democrática conviene a todos: a los Estados Unidos, el primer imperio interesado, pero también a Rusia y China, los otros dos imperios mundiales. Conviene a la América Latina, para mantener los equilibrios estratégicos de la región. Como en Cien años de soledad, un pequeño país periférico hace ver, con ojos nuevos, la libertad donde no la había, la sociedad civil, donde era reprimida, la solidaridad en el reino del egoísmo.

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