Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

Esa tarde, ligeramente gris como las tardes de diciembre, en que el invierno pone fríos los pies y hace urgir una taza de chocolate a la hora en que la densa claridad se convierte en una penumbra o algo parecido a la penumbra, el peluquero notó, con tristeza, que no habría más clientes por el resto del día. Depositó las tijeras en un recipiente de porcelana, heredado de su abuelo, miró su imagen en el espejo que ocupaba una pared de la barbería, comprobó que, como toda la gente, no se gustaba y decidió salirle al paso al seguro aburrimiento. Cerró la puerta de su tienda y vio cómo la barrita de colores, azul y roja, seguía girando en lo alto de la pared, igual a un dulce que los niños llamaban ‘pizarrín’ y que solo se encontraba en las dulcerías de los pueblos del altiplano. ¿Cuántos pasos había hacia la botica? Quizá diez. El farmacéutico estaba despachando una bolsita de bicarbonato a un parroquiano gordo, y lo estaba regañando por comer demasiado. El peluquero sonrió. Es decir, sonrió para adentro, no fuera a ser que el gordo se enfadara, antes de salir de la farmacia con la bolsita escondida, como si llevara consigo una medicina prohibida.

-Buenas, don Armando- saludó al doctor en Farmacia y Ciencias Químicas. Lo decía el título colgado entre las cerámicas de esotéricos remedios, en un estante de madera de sólida caoba de otros tiempos.

-Buenas- contestó el otro, ocupado en cerrar el pote de bicarbonato de sodio.

-Lindo oficio el nuestro- comentó el peluquero.

-Interesante y lleno de aventuras- apostilló el boticario.

Y entonces, el peluquero soltó la pregunta:

-¿Qué me cuenta de nuevo, de bueno y extraordinario?

Decía siempre así, un poco por ceremonia y otro poco por fastidiar al prójimo.

-Qué quiere que le cuente, en un pueblo donde nunca pasa nada- afirmó o preguntó el farmacéutico.

-¿Ya vio al Miguelito?

– La pregunta sobra -respondió el hombre, ya desocupado del quehacer ínfimo que lo ocupaba. -Cómo cambia la gente.

Ambos conocían a Miguelito y conocían casi todo de él. Siempre hay algo, en la vida de la gente, que se oculta a los demás. En el caso de Miguelito, grandes oscuridades se expandían en el relato de su historia, como manchas de tinta negra en papel secante. ¿Quién se acuerda ahora del papel secante, si ni siquiera hay tinta, ni plumeros, ni plumas? El boticario y el farmacéutico se acordaban de cuando iban a la escuela y rellenaban infinitos cuadernos de caligrafía, que ahora no servían para nada. El boticario había leído un artículo que le había llegado por mensaje electrónico, en donde decían que escribir a mano ejercitaba la mente y la educaba para desarrollar el sentido estético. Por eso, en Suecia estaban prohibiendo las tabletas electrónicas en las escuelas, para recuperar algunas habilidades humanas. Pensó que lo debía comentar con su vecino de tienda. Ahora no, ahora estaban hablando del Miguelito, que había sido su cliente hasta que se fue a Santa Ana y de Santa Ana a la capital.

– ¿Qué dirá ahora don Inocencio, su señor padre? -aludió el peluquero. Era una pregunta con respuesta, porque todos conocían, en San Andrés, al campesino enriquecido que poseía amplias parcelas en las afueras del pueblo. Además, era el Principal de la Cofradía del Señor Sepultado, y por él pasaban todos los que querían cargar el anda en la Semana Santa. El señor Inocencio parecía salido de una estela maya, de esas que aparecen en los libros sobre la gran civilización que hubo antes de nosotros. Tenía ese rostro. La diferencia era que las estelas eran de piedra, y las caras de los señores aparecían blanquizas, casi sepulcrales, mientras el rostro de don Inocencio parecía hoja de tabaco tostada por el sol. Para decir la verdad, todos en el pueblo eran morenos, de esa tonalidad que el sol de la montaña regala a los que se exponen a sus mediodías a pico, que solo después uno se da cuenta que se quemó. Don Inocencio eran un cakchiquel orgulloso, por el dinero acumulado y por los cargos que ocupaba. Los ladinos del pueblo le tenían entre reverencia y temor, porque don Inocencio, con un movimiento de la mano, podía hacer que se levantara el pueblo.

– Ha de tener una gran vergüenza -reflexionó el boticario, como si él mismo fuera el padre de Miguelito. Luego se volteó hacia el pasado, como hacía con frecuencia ahora que la edad le pesaba en los hombros. -Me acuerdo cuando Miguelito era el mejor alumno de la escuela. Pasaba a la tienda a comprar etíopes y manías. Los etíopes los vendían en una bolsita de plástico; las manías en un cucurucho fabricado con papel periódico. Ahora ya no compran dulces, suspiró con una rara nostalgia, sino recargas para su teléfono móvil

– Don Inocencio lo obligaba a raparse a la francesa, tal vez porque era más económico. Una vez al mes lo traía, y entonces yo le dejaba un flequito en la frente, y el resto pelado como un pollo. Ya va a ver que esa moda regresa: todas las modas se repiten.

Hubo un silencio, pesado como la tarde fría que se estaba volviendo noche gris a toda velocidad.

– Tal vez don Inocencio se equivocó mandándolo a estudiar Derecho.

El boticario no pudo evitar la banalidad:

– Y en cambio le salió torcido.

El peluquero no se rio. Lo vio con severidad imperdonable. Para remediar su tontería, el boticario continuó:

– Quizá don Inocencio pensó que Miguelito iba a regresar al pueblo, y se iba a convertir en un abogado del pueblo. O, simple, en un buen licenciado, aquí donde hacen tanta falta, porque todos se van a la capital, o, al menos, a Santa Ana.

En cambio, una vez que se había graduado, Miguelito había solicitado un préstamo al banco y había abierto un bufete en el centro de la capital. Tenía pocos clientes, porque los ladinos seguían desconfiando de los descendientes de los mayas. Los conocían como jardineros, basureros, albañiles, mozos de cuadra, y no les podían reconocer otra profesión. Siglos de verlos de menos no se podían borrar así nomás. El farmacéutico pensó que los ladinos como él no se daban cuenta que no había diferencias, la edad le había traído esa conciencia: no por un alto pensamiento o por una conciencia límpida, sino porque bastaba verse en el espejo y salían los rasgos heredados de abuelos y abuelas mayas. Ellos se llamaban a sí mismos ladinos como podían haberse llamado marcianos o selenitas. El aspecto no engañaba. La única vez que fue a los Estados Unidos, los gringos lo miraron de menos. Entonces se dio cuenta de que él también era maya, o, como decían algunos estúpidos: “indio”.

La suerte de Miguelito, buena o mala, según, fue haberse topado con un militar, en alguna cantina perdida en una zona de mala muerte de la ciudad. Pocas palabras y el uniformado reconoció lo que habían dentro de esa alma.

– Parece mentira la carrera que ha hecho -dijo, con melancolía, el peluquero.

– Ahora sale en los periódicos todo el día -acotó el boticario.

– Quién sabe cuántos desprecios habrá recibido para volverse así…

– No sabe que, en cuanto deje de servir a los poderosos, le van a dar una patada en salva sea la parte.

– Pobre Miguelito. Como dijo aquél, no hay traidor que no se crea un héroe.

La noche había caído sobre San Andrés. Los focos de la luz se iban encendiendo, débiles y melancólicos. Los dos hombres cerraron sus tiendas. Ambos habían tenido que poner persiana metálica. La conversación se había quedado inconclusa, colgada en el aire, como una esperanza fallida, una neblina difusa, una incertidumbre ligera, llena de melancolía

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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