Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Nicholas Copeland*

Las percepciones de la democracia guatemalteca se han vuelto decididamente pesimistas. Este capítulo de la historia guatemalteca es la venganza de los corruptos: redes criminales que pactaron y, han doblegado el Estado a su antojo. Muchos han denunciado el cierre del espacio democrático.

El periodista español Enrique Naveda -actualmente becario de la Universidad de Stanford-brindó una charla con el título “¿Ha terminado la democracia en Guatemala?”, y formula una pregunta que muchos se han hecho y que respondió afirmativamente.

Para empeorar las cosas, encuestas electorales indican que Zury Ríos, hija del infame genocida Efraín Ríos Montt, podría ganar las elecciones nacionales a pesar de una clara prohibición constitucional que impide a los hijos de dictadores se postulen para cargos públicos. Si esto sucede, la eliminación ilegal de sus competidores más populares no detendrá la publicación de artículos que declaran que los indígenas siempre han amado a su padre y rechazado la izquierda. El panorama se ve sombrío.

Comparto las preocupaciones e indignación de quienes lamentan la toma autoritaria de la democracia guatemalteca. Sin embargo, mi lectura de la situación política tiene motivos para un optimismo cauteloso y quizás una forma de avanzar en el peor de los casos. Veo el cierre de espacios democráticos como una reacción desesperada de una élite cada vez más ilegítima a la constante acumulación de fuerzas populares fuera de la política electoral, así como una serie de victorias impresionantes en espacios democráticos limitados.

Posibilidades, y algunas condiciones, existen en Guatemala para una gran transformación política, lo que los pueblos indígenas andinos llaman un pachakuti, una conmoción del tiempo, el espacio y la sociedad, que la élite cleptocrática ve como posible, lo que la lleva a intentar contenerla con tácticas que recuerdan a las dictaduras militares. Merecen fallar y creo que lo harán.

¿Ha terminado la democracia guatemalteca? Muchos observadores, incluido Naveda, sostienen que Guatemala no es verdaderamente una democracia, que nunca lo fue, incluso después de la firma de los acuerdos de paz, en el 96, con la que se lograron moderadas concesiones a las demandas abrumadoramente populares de los movimientos revolucionarios, medidas parciales que fueron abandonadas en gran medida por los partidos conservadores que llegaron al poder, por la fuerza de procesos electorales clientelistas y antidemocráticos en comunidades pobres.

Durante mi investigación etnográfica en San Pedro Necta, Huehuetenango, entre 2003-2014, aprendí que la mayoría de la población Mam votó por partidos corruptos de extrema derecha a quienes despreciaban en gran medida, incluso a Ríos Montt en 2003, porque necesitaban desesperadamente los recursos que solo la participación en partidos políticos podía brindar y porque, después de décadas de violencia espantosa, vieron pocas alternativas.

Llamaban a los partidos “símbolos”, vacíos de significativo más profundo, y los cambiaban con frecuencia sin lealdad a una ideología. Personas y comunidades buscan candidatos locales en quienes confían que les va a ganar y darles un proyecto o trabajo, sin darle tanta importancia al liderazgo del partido a nivel nacional.

Los proyectos nunca alcanzan para todos y las promesas se rompen. Pensaban que todos los partidos políticos eran malos, aunque a veces miran algunos de los partidos como especialmente nefastos.

Muchos no votaron por Ríos Montt, aunque apoyaban el candidato local de su partido. Los partidos dividen a las comunidades marginadas, socavando gravemente sus capacidades organizativas, a pesar de que en gran medida la gente comparte demandas por políticas públicas redistributivas.

Su participación en la política partidista, impulsada por la corrupción y el interés propio, está muy mal vista, y muchas personas los evitaron para mantener su reputación, pero la mayoría no puede darse ese lujo. Sin embargo, evitaron los movimientos sociales porque pensaron que siempre iban a perder, aunque si atendieron sus críticas a la oligarquía corrupta y al modelo económico.

La derrota electoral de Rigoberta Menchú, en la década de 2000, símbolo de los derechos indígenas y de la revolución, reflejó, en buena medida, la descalificación de la izquierda por décadas de contrainsurgencia. Las demandas políticas indígenas no cabían dentro de los estrechos confines de la democracia clientelista y orientada al mercado basada en el terror de Estado. Sin embargo, esta dinámica pesimista comenzó a cambiar en 2005 con la resistencia a la mina Marlín, en el departamento de San Marcos.

La oposición comunitaria a esta mina de oro canadiense, implementada ilegalmente, se convirtió en un movimiento de consulta comunitaria que se extendió por el campo, llamando la atención sobre la destrucción ambiental de las industrias extractivas y del modelo extractivo, elevando el perfil de los gobiernos indígenas y dando forma a las perspectivas de una generación de defensores ambientales.

Las comunidades aprendieron nuevamente a gobernarse a sí mismas. A medida que los hombres y mujeres reconstruían sus capacidades, defendían sus derechos, reivindicaban su cultura y reimaginaban sus territorios y el desarrollo, mantenían bloqueos no violentos y resistían olas de criminalización.

En ese contexto, las autoridades ancestrales rechazaron la trampa del “indio permitido” y aprenden a trabajar juntas para defender la autonomía territorial frente al extractivismo neoliberal y desafiar el pacto de los corruptos.

Las organizaciones de base desafiaron las narrativas oficiales después de una masacre de manifestantes K’iche’de Totonicapán, en octubre de 2012, que habían bloqueado la Carretera Panamericana para denunciar el aumento del costo de la electricidad y la corrupción.

La respuesta de las fuerzas policiales y militares combinadas fue abrir fuego contra una multitud de civiles desarmados, los 48 Cantones utilizaron los medios digitales para desmentir los informes oficiales de que los manifestantes dispararon primero y narraron los hechos desde su perspectiva.

La contramovilización demostró que la violencia estatal, más que provocar miedo y silencio, provocó el repudio de la sociedad organizada. Ese contramovimiento dio origen al colectivo de periodismo independiente, Prensa Comunitaria, cuyos miembros desde entonces han documentado miles de abusos contra los derechos humanos, posibilitando a cientos de periodistas comunitarios ofrecer noticias desde la perspectiva de las comunidades y en apoyo a los movimientos de defensa territorial.

Operan en un vibrante entorno de medios independientes junto con varias revistas de alta calidad, cuyas intrépidas investigaciones, análisis y cobertura son referente de las luchas locales, las redes corruptas, la destrucción ambiental y la hipocresía oficial para millones de lectores a pesar de los ataques dirigidos en su contra.

Mientras tanto, el Comité de Desarrollo Campesino (CODECA) arrebató el control de parte de la red eléctrica al monopolio de Energuate, denunciando el aumento de los costos de la electricidad, llamando a la nacionalización y convirtiéndose en un poderoso movimiento.

En 2013, sobrevivientes del pueblo Ixil brindaron testimonios que llevaron a la condena de Efraín Ríos Montt por el delito de genocidio. Aunque fue anulada, la sentencia reforzó la conclusión más controvertida y la narrativa histórica de las comisiones de la verdad y asestó un golpe contra el miedo y el silencio.

Los procesos posteriores contra Benedicto Lucas García y otros oficiales militares de alto rango por esclavitud sexual, en el caso de Sepur Zarco, han tenido un efecto similar. Los movimientos sociales han utilizado los tribunales para presentar reclamos legítimos contra asesinos que antes eran intocables.

En 2014, miles de campesinos, hombres y mujeres, marcharon para defender sus semillas nativas contra las patentes permitidas por “la Ley Monsanto”, que vieron como una piratería empresarial y una amenaza a su patrimonio cultural y soberanía alimentaria. La ley fue revocada.

Miles de agricultores también han aprendido a practicar la agroecología, liberándolos de insumos químicos costosos y peligrosos, cultivando productos para alimentar a sus familias y vender en mercados locales.

Otro hito crítico que marcó los límites del poder de las élites fueron los levantamientos de 2015, desencadenados por las revelaciones de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) sobre redes corruptas que defraudaron al país con cientos de millones de quetzales.

Las escuchas telefónicas de la CICIG expusieron un sistema político que operaba como imaginaban los guatemaltecos: una cleptocracia, donde los delincuentes asumen el poder solo para robar fondos públicos. Los levantamientos masivos unieron los movimientos urbanos y rurales y enviaron al presidente y al vicepresidente a la cárcel, junto con otros, expresidentes, funcionarios de alto rango, candidatos y líderes de partidos.

Las élites guatemaltecas se apresuraron a contener la brecha en el espacio y el tiempo provocada por estas protestas masivas que fueron más allá de la clase media urbana al precipitar la candidatura de Jimmy Morales contra los llamados populares a suspender las elecciones. Morales ganó la presidencia con una plataforma anticorrupción, pero pronto enfrentó cargos de financiamiento ilícito de campaña y pagó a sus benefactores de la élite al disolver la CICIG con la bendición de la administración Trump, en 2019, preparando el escenario para el actual resurgimiento de una parte de la élite.

Las fuerzas populares dieron un giro proactivo con la Marcha por el Agua, en 2016. Una movilización masiva convocada por la Asamblea Social y Popular, una alianza de movimientos sociales para canalizar el impulso de 2015 y conectar los movimientos anticorrupción de la clase media urbana con las demandas históricas de comunidades rurales y defensas territoriales, una articulación necesaria que raramente pasa.

La marcha de 262 kilómetros marcó un anhelo de democracia que superó con creces los espacios oficiales, los resultados electorales estrechos y representó la evolución a escala de la defensa del territorio y su potencial para convocar una movilización política diversa capaz de desafiar a la élite incrustada en el Estado.

Estaban construyendo hacia la convocatoria de una asamblea constituyente para un Estado plurinacional. Los movimientos para el agua subsiguientes han seguido tejiendo conexiones entre luchas territoriales diversas, las comunidades urbanas y rurales al destacar la violencia que ha provocado el desarrollo extractivo y el abandono económico, y el fracaso estatal para cumplir con la demanda constitucional de aprobar una ley para defender el agua como bien común y público.

El espectro de los levantamientos anticorrupción y el alineamiento de resistencias territoriales detrás de la Marcha por el Agua ensombrecieron la incompetencia fraudulenta y la irresponsabilidad ambiental del gobierno de Morales. Mientras tanto, las organizaciones se reunían, construían alianzas, redactaban pronunciamientos políticos y propuestas para una ley de aguas, animadas por el sentido de que representaban la voluntad de un pueblo ávido de una nueva Guatemala que espera nacer.

La defensa del territorio también anotó victorias institucionales. En 2019, el fallo de la Corte de Constitucionalidad, que resolvió que la Mina el Escobal violaba el derecho a la consulta del pueblo Xinka fue un caso poco común de independencia judicial, que premió la persistencia del uso de protecciones legales limitadas por parte de los movimientos sociales junto con la acción directa no violenta para frenar la marea de desarrollo extractivo.

A pesar de la proscripción y el exilio de la exfiscal del Ministerio Público, Thelma Aldana, la inesperada contundencia de Thelma Cabrera, del Movimiento para la Liberación de los Pueblos (brazo político de CODECA) en las elecciones presidenciales de 2019, conmocionó a las élites que nunca imaginaron que una mujer indígena, ganaría tanto apoyo de los mestizos urbanos.

En 2020, la aparición de la COVID-19 expuso el abandono de las comunidades rurales por parte del Estado y los costos humanos de la corrupción, mientras las comunidades, especialmente las mujeres, hicieron la mayoría del trabajo en el cuidado colectivo.

Organizaciones denunciaron al impopular presidente Giammattei por robar fondos destinados a la compra de vacunas, la construcción de hospitales y aceptar sobornos de una empresa rusa a cambio de declarar estados de sitio para aplastar la oposición Q’eqchi’ a la mina de níquel en El Estor, Izabal.

La indignación por la ineficaz respuesta estatal a los huracanes consecutivos Eta y Iota, en 2020, y las inundaciones agravadas por la deforestación provocada por la expansión de la palma africana, desencadenaron levantamientos masivos que solo fueron sofocados por la violencia policial contra los manifestantes. Justificada por un incendio provocado estratégicamente en la puerta del Congreso y una camioneta en la plaza. Por temor a que se repitieran las movilizaciones de 2015, el gobierno lanzó gases lacrimógenos a cientos de guatemaltecos de clase media que cantaban el himno nacional en el Parque Central, de la capital.

Entre los participantes en los movimientos anticorrupción, la Marcha por el Agua y los levantamientos de noviembre de 2020 se destacaron miles de jóvenes urbanos mestizos/ladinos, líderes recientemente politizados de una generación en ascenso que se solidarizó con las luchas indígenas y contra la élite corrupta.

Esto se hizo evidente en el creciente apoyo al partido político progresista urbano Semilla y al movimiento para defender el bosque El Socorro del desarrollo comercial. Un pequeño pero influyente núcleo de jóvenes urbanos radicalizados rechaza la visión de la modernidad altamente mercantilizada, aplastante, abiertamente racista y ambientalmente destructiva representada por los megaproyectos de desarrollo comercial de Cayalá y Pradera Concepción en la carretera a El Salvador.

Organizaciones estudiantiles también han luchado por retomar la Universidad de San Carlos, de la imposición fraudulenta de Walter Mazariegos como rector. Estas organizaciones estudiantiles de nueva generación se inspiran en los movimientos estudiantiles revolucionarios de la década de 1970 y los movimientos indígenas en defensa del territorio.

Estos realineamientos políticos dan el contexto para la prohibición de Thelma Cabrera y Jordán Rodas de la competencia electoral en 2023. Esta farsa ilegal es un acto de cobardía de una élite completamente desacreditada que, a pesar de décadas de contrainsurgencia, clientelismo intensivo y represión continua, todavía teme que un candidato de izquierda podría ganar una elección nacional o al menos hacerlo suficientemente bien como para romper su dominio sobre las instituciones estatales y la garantía de la impunidad.

Una victoria de la izquierda alinearía a Guatemala con la mayoría de los países latinoamericanos y décadas de movimientos populares que han caído bajo la bala y la fosa clandestina. Se le ha caído la máscara al fetiche democrático de Guatemala; sólo queda el autoritarismo desnudo.

Si gana Zury, su presidencia tendrá aún menos legitimidad que la de Giammattei; su rostro será un recordatorio constante del genocidio, el fracaso de la élite guatemalteca para gobernar o promover un desarrollo real, y su temor permanente de lo que inevitablemente traería la más limitada democracia.

Cualquier candidato corrupto que gane se convertirá inmediatamente en un símbolo de la inmoralidad y la impotencia de una élite odiada, o como dijo Giammattei, “un hijo de puta más”. El verdadero espíritu de democracia guatemalteca existe fuera del sistema electoral.

A medida que la élite explotó las fallas de la democracia para consolidar el control y vengarse de los cruzados anticorrupción, los periodistas independientes y los defensores del territorio, una sensación de derrota se ha apoderado de los movimientos sociales que, después de 2016, parecen fragmentados e incapaces de montar un frente unificado y proactivo. Incluso la intrépida y ferozmente independiente CODECA parece incapaz de movilizar una respuesta multisectorial a la prohibición de sus candidatos. ¡Pero basta de ensayar los fracasos!

En lugar de aceptar la derrota después de otra elección fraudulenta, los movimientos sociales guatemaltecos podrían mirar hacia las victorias recientes y los cambios tectónicos menos perceptibles que fuerzan reacciones cada vez más burdas y flagrantes para estrangular la democracia.

En la década del 2000, la élite no tuvo miedo de la candidatura de Rigoberta Menchú, quien sólo obtuvo el tres por ciento de los votos. Los guatemaltecos de hoy tienen menos miedo a la violencia estatal y son más conscientes de su historia y han ganado capacidades para ejercer sus derechos.

Millones conocen, debido a su sed, los hoyos en el camino, el aire contaminado, el sistema médico colapsado y el rugido en los estómagos de la niñez que no pueden permitir que persista el sistema corrupto. La élite puede prohibir a los candidatos, matar y encarcelar a los opositores y comprar votos, pero no puede posponer para siempre los sueños de transformación social y política que nacen de contradicciones fundamentales del Estado criollo.

Con cierta coordinación y, la humildad que requiere, los movimientos guatemaltecos podrían superar la división y la resignación y retomar los objetivos proactivos de la Marcha por el Agua para montar una movilización intersectorial para recuperar la democracia y construir una economía en armonía con la Madre Tierra. Con unidad, pueden hasta desplazar la democracia podrida desde afuera para convocar una asamblea constituyente. Creo que ganarán.

*Virginia Tech

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