Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano 

Las fábulas llamadas “infantiles” contienen dos ingredientes, casi siempre indispensables: una gran imaginación y un gran miedo. Quizás habría que mejorar la proposición: esa gran imaginación proviene de un gran miedo. Jacques Le Goff, al describir las ciudades medievales, señala que, cuando se iba el sol, una oscuridad cerrada caía sobre los pequeños burgos europeos, aliviada solo por la luna, si había luna. Tal oscuridad marcaba también las diferencias entre pobres y ricos: estos podían darse el lujo de gastar candelas e iluminar su casa, y eran señaladas las habitaciones que resplandecían, como adornos de navidad, en medio de un océano negro y tenebroso. Los demás se recogían a dormir, a esperar el alba, con su reconocida luz gratuita. La densa negrura nocturna generaba miedo, búsquedas a tientas, palos de ciego, manotadas en el aire. Y esa incerteza hacía nacer la imaginación: sombras con forma de hombres, vestidos oscilantes como fantasmas, ráfagas de viento como aullidos insólitos. La imaginación tomaba forma de historia (todo lo humano se puede convertir en narración) y se podía escuchar a los ancianos que hablaban de aparecidos, de duendes, de gnomos, de almas en pena, de animales hablantes, de brujos y encantadores.

Jacobo y Guillermo Grimm, dos académicos alemanes del siglo XIX, no resistieron a la moda decimonónica de valorizar el patrimonio nacional (y, con ello, reforzar a los nacientes estados) recolectando cuentos y consejas populares. No hay quien no los conozca como los hermanos Grimm y probablemente, sus aventuras a la búsqueda de cuentos de hadas serán tan apasionantes como los cuentos mismos. Esa idea de encontrar los tesoros de la narrativa oral de los pueblos no solamente tenía como finalidad sellar la identidad nacional: algo había de rescate (escribir lo oral antes de que se pierda) y mucho de didáctico (recolectar la sabiduría popular para educar a los niños, con un profundo sentido nacional). No fueron los únicos. Todos conocemos las fábulas de Hans Cristian Andersen, otro de los pobladores de los relatos de nuestras infancias. Y también, en la literatura llamada “culta”, fueron respaldados por la abundante novela histórica, de la cual cada país tiene más de un representante.

Menos feliz la leyenda de la Llorona, que se atribuye al folklore latinoamericano. Sobre ella, sobre el entramado esencial de su historia, se han hecho canciones y películas, novelas y cuentos. Se trata de un relato de pasión, de ingratitud, de abandono y de culpa irredimible. Quiere esta conseja que, en la época de la Colonia española, una mujer indígena, casada y con hijos, se vuelva amante de un español. Loca de amor, con tal de estar junto al hombre que adora, mata a su marido y a sus hijos. El español, después de un cierto período, se aburre y la abandona. Ella se queda sola y se da cuenta de sus crímenes. Entonces, se cuelga de la viga más alta de la casa. Como castigo, su alma vaga por los barrancos, mientras llora a gritos llamando a sus pequeños. Si uno la oye lejos, está cerca; si la oye cerca, está lejos. No me atrevo a especular sobre la enseñanza que contiene este relato. Me atrevo, en cambio, a señalar su modelo: es la misma historia trágica de Medea, que de Grecia viajó a América, por los misteriosos cauces con que viajan las historias.

Feliz, en cambio, la historia del Cadejo, que no puede dejar de ser simpático. Puesto que mucha gente alegra sus días con el vino, que refuerza el corazón, quita inhibiciones y contenta el alma, los hay que abusan (siempre los hay) y beben hasta olvidar quiénes son, de dónde vienen y adónde van. Sobre todo, a dónde tienen que regresar. Existe un protector fantástico de los borrachos. Es una especie de perro coyote, feo y crinudo, que se aparece con sus ojos de brillo colorado ante la vista del destanteado que no recuerda ni dirección ni teléfono, y por las frías noches los guía hasta la puerta de su casa. Al menos, esta leyenda no es de miedo y tiene un final decididamente feliz. Menos feliz, de seguro, la mañana siguiente.

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