Por Ramón Cadena
La invitación finalmente alcanzó su destino. El invitado especial era un funcionario con un puesto privilegiado, que le permitía tomar decisiones importantes; incluso, influir en la administración de justicia. Era fácil darse cuenta que no se le invitaba por sus méritos personales, sino para aprovecharse posteriormente de él. De la posición que tenía, probablemente para pedirle un favor. Él no tenía los méritos personales suficientes como para ser un invitado especial.
Su vida había transcurrido entre la mediocridad y el miedo; nunca antes había tomado una decisión difícil que pudiera comprometerlo, ni había realizado un acto significativo que ameritara reconocerle su valentía, su sabiduría o su integridad. Había llegado, como se llega en Guatemala a esos puestos: por cuello, por arreglos entre mafias o por falta de méritos; por ser deshonesto, cruel y ambicioso. El anfitrión tenía interés en manipular la justicia y el invitado especial, sería su aliado perfecto para lograrlo.
Su esposa era muy diferente. Su vida había estado rodeada por el anonimato y el silencio. Pero en esta ocasión, no iba a permitir que su esposo la obligara a actuar en contra de sus principios. Aunque la amenazara como siempre lo hacía, le diría lo que realmente pensaba. Y para ello, decidió que los próximos días se dedicaría a analizar al anfitrión. Pasado el tiempo, concluyó que éste era alguien que había perseguido a la población; que había implementado la desaparición forzada; que, a pesar de existir pruebas irrefutables, siempre había negado haber cometido crímenes graves; que se trataba de alguien que había puesto obstáculos a la justicia y que había provocado impunidad de forma constante. Concluyó que no era alguien con principios sólidos o que generara confianza en la gente.
“Antes de aceptar cualquier invitación, primero hay que analizar de quien es la fiesta”, pensó en voz alta. “Hay que tener claro porqué y para qué quieren que esa persona asista. Si su presencia en la ceremonia es un insulto para el pueblo, es mejor abstenerse y no asistir.” Estaba segura que no había que ir, ya que la presencia de su esposo en el acto no añadía honores a nadie; todo lo contrario, existían indicios bien fundamentados, de que quien invitaba había violado los derechos humanos y estaba vinculado al tráfico de drogas. Si acudía a la ceremonia, ella confirmaría lo que muchos afirmaban y creían: que su esposo era una mala persona, poco confiable y corrupta.
Cuando la obscuridad, preñada por su sombra desde hacía siglos, por fin parió una noche espléndida, llena de estrellas brillantes, ella trató de aclarar porqué el anfitrión quería que su esposo fuese el invitado especial. Viendo hacia el cielo, encontró dos posibilidades: o era para honrar su trayectoria o bien para comprometer su futuro. La primera opción estaba descartada. Nunca había existido ni trayectoria, ni méritos. “Si es para comprometer su futuro, es mejor declinar la invitación. Porque al comprometerlo, perderá su libertad. Se convertirá en un prisionero más del tiempo”, dijo con firmeza.
La invitación llegó un mediodía. Cuando el sol se derretía de tanto calor y se convertía en mantequilla. Él secaba el sudor de su frente, con un pañuelo de seda blanco. Su esposa aclaró: “A la misma hora es la fiesta de cumpleaños de tu hermano y habremos de visitarlo. Además, ese anfitrión no vale la pena: recuérdate que torturó y mató y nunca aceptó su culpa, ni se arrepintió. Al contrario, siempre obstruyó la justicia y provocó más y más impunidad.” Él, no respondió. No pudo disimular su enfado, ni su vergüenza; muy contrariado, siguió secando el sudor de su frente.
Pasaron los días. Sentado en la silla de madera estilo colonial que tenía en su despacho, abrió la página tercera de su Código de Ética y leyó: no pongas en peligro tu credibilidad. Si ejerces una función pública, que demanda que seas independiente, nunca aceptes ser el invitado especial de un ladrón; un funcionario debe asegurarse que su conducta esté por encima de cualquier reproche; si el anfitrión es de dudosa reputación, es
mejor alejarse de él.
A pesar que este Código era muy claro, su conclusión fue siempre que debía y quería ir; de lo contrario, no recibiría su regalo navideño. Necesitaba dinero extra para pasar el año nuevo en Londres, lleno de placeres y rodeado de lujos superfluos. A él, su hermano no le importaba nada. Siguieron deshaciéndose los días. Hasta que llegó la hora de partir hacia la ceremonia o hacia la casa del hermano. Cuando su esposa vio que él se vestía apropiadamente para cualquiera de las dos ocasiones, ella también empezó a arreglarse. Con voz pausada, preguntó: ¿ya nos vamos a la casa de tu hermano? Él guardó silencio. Era el momento de elegir. Con voz entrecortada dijo: “Me voy”. “Tú, me esperas en casa y si regreso a tiempo, vamos a felicitar a mi hermano. ¡Debo asistir a una ceremonia muy especia!”
“¿Vas a permitir que esa ceremonia pase por encima de tu independencia?”, preguntó ella helada por la respuesta de su esposo. Él, sin decir nada más, abrió la puerta y partió. No podía declinar aquella invitación y debía llegar muy puntual. Había preparado su discurso toda la mañana. Lo había corregido y leído y releído varias veces. No podía esperar más. Quería que el momento llegara rápido, para sembrar sus palabras sobre la tierra y luego cosechar aplausos, aplausos y más aplausos. Aunque fuesen aplausos oxidados, maltrechos o podridos, que comprometieran su futuro o le robaran su libertad. Él era el invitado especial y llevaba ese título con orgullo. Representaba su hipocresía; la prueba de su falta de principios y el sello de su impunidad.
29 de diciembre 2021