La crisis política que atraviesa Guatemala, nos permite constatar que los sueños de democracia que tuvimos en los 90 se convirtieron en una larga pesadilla: el autoritarismo está de vuelta (o nunca se fue) y está respaldado y financiado por los de siempre: la oligarquía.
Esta es parte del bloque dominante que en este momento busca un rompimiento constitucional y el cierre de los espacios democráticos, utilizando el terror como herramienta de control y represión. Es la primera forma que conocen para garantizar que todo se mantenga como siempre, para su propio beneficio. Los avances en la lucha contra la corrupción, la justicia y la impunidad —también de los crímenes cometidos durante la guerra—, la restitución de tierras ancestrales y la defensa de los bienes naturales, la tierra y el territorio, no les conviene en absoluto.
Desde esta lógica, los medios de comunicación corporativos han promovido desde hace años, la falsa idea de que la población está enfrentada, reconstruyendo la figura de un enemigo interno, que es manipulado y financiado por otro externo (encarnado en la Cicig), en este caso, el comisionado Iván Velásquez y la cooperación internacional. Acuden a la doble moral, al exacerbar el conservadurismo, la religión, la misoginia, la homofobia, el racismo y el nacionalismo para esconder sus intenciones y lograr que el común de la gente les apoye.
¿Qué pretende el Pacto de Corruptos?
Con todo esto buscan reacomodar el tablero para seguir controlando el Estado y seguir con sus negocios, que transitan entre lo legal y lo ilegal. Para ello necesitan revertir los avances en la lucha contra la corrupción y la impunidad, debilitando la incipiente democracia luego de 36 años de guerra, pactada en los Acuerdos de Paz. El ataque frontal a las cortes, a jueces, magistrados y fiscales en este momento, es un claro ejemplo de esa estrategia. El desacato a las resoluciones emitidas por la máxima corte en materia constitucional y el rompimiento unilateral del acuerdo que da vida a la Cicig con las Naciones Unidas son otra muestra de su nulo respeto a los convenios internacionales, incluso de las normas y leyes internas del país.
Las acciones del Ejecutivo, acompañadas por el Legislativo (ente gobernado por el mayoritario “Pacto de Corruptos”) son una muestra de cómo son instrumento de grupos situados por encima del Estado. El respaldo que el sector empresarial organizado ha demostrado al regocijo de impunidad del Estado, confirma quiénes son los títeres y quiénes los titiriteros.
Dentro de esta disputa de poder, ¿qué papel juega la población?
Desde la caída del gobierno de Otto Pérez Molina quedó muy clara la disputa dentro del bloque dominante, que está conformado por los ricos y “dueños” de este país, poderes paralelos, militares, industria extractiva, iglesias, así como parte de los intereses de los Estados Unidos y otros países. Se establece una división ficticia entre el enriquecimiento legal e ilegal. Ficticia porque si los ricos “lícitos” no se vieran beneficiados indirectamente —o directamente, en ciertos casos…— por las formas ilegales, ya se hubiera emprendido una guerra en contra de estas. Algunos de estos sectores apuestan por fortalecer la democracia y el Estado (principalmente Estados Unidos, por cuestión de control geoestratégico, en la llamada contención migratoria), pero nunca en beneficio de la mayoría de la gente, o siempre de forma adrede insuficiente.
La disputa que presenciamos pone en riesgo la vida, por no ser parte únicamente de una lucha contra la Cicig, sino por ser una ofensiva extractivista frente a la resistencia de las comunidades a lo largo y ancho del país —en su mayoría ajenas a esta disputa—. La gran mayoría de la población quedamos en medio de esta disputa y, de alguna manera, siendo víctimas de manipulación.
El caos que buscan provocar con el desacato a las resoluciones de la Corte de Constitucionalidad —mediante los antejuicios a los magistrados—, los ataques en contra del Procurador de los Derechos Humanos y la posible pérdida de las garantías constitucionales, pone en riesgo los derechos humanos de toda la población y, dentro de ellos, la libertad de expresión, en particular la de muchos de los periodistas comunitarios e indígenas.
El papel de la comunidad internacional
La actuación del presidente es sólo la mínima expresión de la podredumbre detrás de quienes jalan los hilos de la corrupción. Durante el 2015 presenciamos una embajada norteamericana activa para la caída del gobierno de Otto Pérez Molina. Pero el escenario actual parece importarle poco a la administración Trump, no así a los congresistas de los Estados Unidos. Demócratas y republicanos repudiaron las acciones del gobierno de Guatemala, un claro ejemplo es la congresista Norma Torres y otros. Pero para los intereses de Trump y los capitales israelíes, bien parece beneficiarles esta crisis, como en Honduras, en donde sostienen una dictadura criminal con fuertes vínculos con los grupos dominantes en Guatemala y el resto de Centroamérica. Quizás esa sea la nueva etapa del Plan Alianza para la Prosperidad.
La ONU debería —no lo va a hacer— no sólo poner atención en el futuro de la Cicig en Guatemala, sino prestar atención a la inminente ofensiva de empresas nacionales y transnacionales en los territorios en donde están comprometidos los intereses de gobernantes, empresarios y oligarcas, así como de transnacionales y organismos multilaterales, fondos internacionales y banca, que esperan el funcionamiento de los megaproyectos.
La raíz de todos nuestros males
El momento que estamos viviendo es una expresión de la continuidad del uso y abuso del poder que ha acumulado la clase dominante. Los privilegios que gozan desde su propia conformación, han estado construidos a base de violencia extrema, despojo, saqueo, pillaje: impunidad y corrupción. El Estado-nación desde su nacimiento ha estado a su servicio y sido confeccionado para sus intereses.
La clase dominante en su esencia es corrupta, o no sería. Está conformada por un pequeño grupo de familias que controlan el país, encabezada por hombres criollos, que tienen una forma de hacer política y llevar la cosa pública que se ha vuelto tradición. El capital que han acumulado lo han hecho reconfigurando el territorio, usando, abusando y desplazando a poblaciones enteras a quienes consideran inferiores, especialmente a los pueblos indígenas y las mujeres. Utilizan al Estado para controlar y fortalecer su poder económico y político. Se han servido del Ejército y otras fuerzas de seguridad, utilizando incluso la violencia genocida con el fin de perpetuar su acumulación de recursos.
La corrupción, como categoría, ha sido utilizada en la narrativa dominante en los últimos años, para referirse a los funcionarios que en vez de servir al pueblo se han dedicado a robar, defraudar y enriquecerse ilícitamente desde las arcas del Estado. De hecho, en Guatemala, las investigaciones más contundentes se han centrado en el contrabando y defraudación tributaria, la corrupción en el sector público, la financiación de los partidos políticos y de las campañas electorales, la corrupción judicial, el narcotráfico y el lavado de activos.
Por supuesto que la lucha contra la corrupción ha sido importante, pero se ha enfocado solamente al señalamiento y encarcelamiento de algunos de sus ejecutores. Esto tristemente sólo contribuye con una parte superficial del problema, en la medida que no vemos cambios en las estructuras del sistema en su parte política, jurídica, económica e histórica. El problema sigue igual y los corruptos se multiplican y es la de nunca acabar. La corrupción es apenas uno de los síntomas del capitalismo que la origina y la apaña. De alguna forma, la corrupción justifica una disputa entre el bloque dominante tradicional y el bloque emergente, por el acaparamiento y el control de los negocios.
Otras formas de corrupción son menos vistas, menos investigadas y menos perseguidas; ocurren donde hay menos fiscalización: a nivel comunitario, municipal y departamental. La corrupción económica también se ha expresado en la apropiación de bienes ajenos por engaño o violencia, como lo que ocurre en donde los intereses de la industria extractiva meten las manos.
Los pueblos constantemente han denunciado cómo los poderes económicos se articulan a nivel local, regional, nacional y transnacional para despojarles de sus bienes naturales, la tierra y la vida, a base de estructuras eficientes que tienen sus raíces en la guerra. Empresarios, terratenientes y oligarcas le dieron continuidad en complicidad con capitales transnacionales y el Estado para imponer sus proyectos. Esas estructuras criminales siguen pendientes de que el sistema de justicia las investigue. Hay cientos de denuncias sobre estos casos en las fiscalías.
Precisamente han sido los actores comunitarios y campesinos, los indígenas y las mujeres, quienes han interpelado al país desde otros problemas centrales, enfrentando al modelo extractivo capitalista y al conservadurismo extremo.
En los últimos años el descontento social ha aumentado en Guatemala de la mano de las respuestas gubernamentales a las demandas de diversos colectivos, en muchos casos de forma violenta. La captura y la prisión, las amenazas y las desapariciones, las muertes y las masacres, forman parte de una forma de hacer política que no es nueva, pero parecía estar en vías de superación.
Uno de los grupos más golpeados, por ser de los más activos, son los pueblos indígenas, mestizos pobres y comunidades que se han opuesto al despojo de las actividades extractivas y las políticas neoliberales que las apoyan.
La captura del Estado también se ha dado en los servicios de seguridad que éste presta a las empresas, protegiendo con recursos estatales a mineras, cementeras, hidroeléctricas, redes de electrificaciones, torres de telecomunicaciones y fincas, a través de desalojos violentos, Estados de Sitio o militarización de territorios. Vemos cómo funcionarios públicos facilitan el otorgamiento de licencias, la opacidad sobre la carga tributaria a estas empresas y la protección de identidad de los verdaderos dueños o capitales involucrados en estos negocios.
Cuando Jimmy Morales anunció que terminaba con el convenio con la CICIG, dio de manera implícita, un respaldo a las mineras, hidroeléctricas y demás ejes extractivos, sean “legales” e ilegales. Se respaldó, en efecto… la impunidad