Del terror al exterminio. Un apunte sobre las matanzas de civiles en El Salvador y Guatemala durante la década de 1980 Segunda parte y final

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Créditos: Juan José Guillen
Tiempo de lectura: 19 minutos

Por Mario Vázquez Olivera* 

Guatemala, contrainsurgencia y genocidio 

La implementación de la campaña de exterminio en Guatemala siguió básicamente la misma ruta que en El Salvador, aunque con algunas variantes significativas. Al igual que en el vecino país, también en este caso la actividad guerrillera y la movilización popular se potenciaron tras la victoria sandinista en Nicaragua. Los grupos insurgentes iniciaron un acercamiento político e impulsaron la creación de un organismo unitario de masas, el Frente Democrático contra la Represión (FDCR), que aglutinaba a diversas organizaciones sociales, incluidas algunas de orientación cristiana y socialdemócrata. En febrero de 1980 miles de trabajadores agrícolas agrupados en el Comité de Unidad Campesina (CUC) pararon labores en la Costa Sur en demanda de mejores condiciones laborales. La exitosa “huelga de los machetes en alto” y el combativo desfile sindical del 1º de mayo constituyeron episodios culminantes de la lucha popular, como lo había sido en El Salvador la manifestación multitudinaria del 22 de enero.

Según la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, la masividad, la beligerancia y el “ambiente insurreccional” de aquellas movilizaciones señalaban la dirección convergente hacia la cual se encaminaban “tanto el movimiento social como la insurgencia”, y esto lo interpretaron el Ejército, el gobierno y la cúpula empresarial “como una grave amenaza” (CEH, 1999 vol.1:190). El régimen encabezado por el general Romeo Lucas García enfrentó la situación intensificando la guerra sucia. Ciertamente, a esas alturas la violencia represiva en el campo y las ciudades ya había alcanzado niveles extremos —basta recordar la matanza de manifestantes en la embajada de España a principios del año—, pero después del 1º de mayo el gobierno desató una ofensiva total contra las organizaciones que integraban el FDCR. Miles de activistas sociales fueron asesinados durante 1980 y 1981 en esta oleada represiva que bien podría considerarse como el inicio de la campaña de exterminio en Guatemala. Consecuencia de ello, el movimiento popular entró en un profundo repliegue del cual no habría de recuperarse sino hasta después de varios años (CEH, 1999 vol. 1:191).

De manera contrastante, mientras las fuerzas represivas se ensañaban con las organizaciones sociales guatemaltecas, en lo profundo del país las bases sociales de la insurgencia experimentaron un crecimiento extraordinario. En algunos lugares el apoyo de la población campesina al movimiento armado se fue ampliando poco a poco de manera clandestina, pero en numerosas comunidades mayas de distintos departamentos —Quiché, Chimaltenango, Sololá, Huehuetenango y Alta Verapaz— se produjo una adhesión colectiva al movimiento armado de tan grandes proporciones que era difícil mantenerla en secreto. Antiguos dirigentes de la guerrilla aseguran que en ese momento sus redes de apoyo involucraban a cientos de miles de personas,[1] información que no pasó inadvertida para la inteligencia militar (CEH, vol. 1:193).

Durante 1981 los grupos guerrilleros multiplicaron sus acciones militares. La cantidad de ataques realizados y el alto número de bajas infligidas al gobierno generaban la impresión de que la insurgencia contaba con fuerzas superiores a las que realmente tenía. Para entonces sus unidades de combate sumaban cuando mucho 2 000 personas/arma, distribuidas a lo largo de todo el territorio nacional.[2] Miles de nuevos reclutas esperaban el momento de incorporarse a las unidades guerrilleras, pero no había fusiles suficientes para armarlos. Un alto jefe insurgente de aquella época explicó esta situación señalando que las rivalidades y desacuerdos en el interior del liderazgo rebelde descarrilaron las negociaciones para obtener el apoyo logístico de sus aliados en el extranjero, lo cual tuvo consecuencias desastrosas para el movimiento revolucionario (Monsanto, 2022:219).

El desfase entre el éxito organizativo de la insurgencia y su pobre desarrollo en el aspecto militar fue tomado en cuenta por el Alto Mando para planificar sus operaciones ofensivas. Estas dieron inicio a mediados de 1981 con ataques fulminantes a las estructuras rebeldes en la capital y la Costa Sur. Durante el año siguiente el Ejército concentró sus operaciones en Chimaltenango, Huehuetenango y el norte del Quiché, para después, a lo largo de 1983, abarcar también Alta Verapaz, el cordón montañoso de la Sierra Madre y las selvas del Petén.[3] Antes de esta ofensiva, los operativos antiguerrilleros “convencionales” que se solían llevar a cabo no habían impedido la expansión de la insurgencia, si bien cada vez con más frecuencia contemplaban el ataque directo a comunidades sospechosas de colaborar con los rebeldes. En cambio, esta otra campaña obedecía a un plan integral que buscaba aniquilar a las fuerzas insurgentes y revertir el respaldo popular a la causa revolucionaria.

En este plan ocupaban un lugar preponderante las operaciones de exterminio. Es verdad que las acciones militares de la insurgencia representaban una preocupación para el Ejército. No obstante, la principal amenaza que enfrentaba el régimen era el creciente “alzamiento” de las comunidades, que en un momento dado podría dar lugar a un levantamiento masivo de carácter insurreccional (CEH, 1999 vol. 1:193). Para impedir este desenlace el Ejército se planteó como objetivo prioritario retomar violentamente el control de territorios y comunidades donde había arraigado la organización insurgente, aniquilar a una parte de la población y someter a los sobrevivientes a un estricto control tanto militar como político.

La ofensiva del Ejército tomó por sorpresa a las organizaciones rebeldes y logró infligirles fuertes golpes. Pero el factor que decidió esta campaña no fue el enfrentamiento militar contra las fuerzas guerrilleras, sino el impacto devastador de las masacres cometidas por las tropas del gobierno en comunidades rurales, tanto en aquellas que estaban vinculadas de cierta manera con la guerrilla como en muchas otras donde la población no tenía relación alguna con la insurgencia. Tal fue el caso del parcelamiento Las Dos Erres —Petén, diciembre de 1982—, donde las tropas del gobierno asesinaron a más de 200 personas (Vela, 2014:365), evento muy semejante, por las circunstancias en que ocurrió y el modus operandi de los perpetradores, al caso del Mozote en El Salvador.

Según la CEH (1999 vol. 3:298), durante la ofensiva del Ejército se cometieron más de 400 masacres, si bien recuentos posteriores han ampliado esa cifra a cerca de 800 (Sichar, 2000:61). Los departamentos más afectados por los operativos de tierra arrasada fueron sobre todo Quiché, Huehuetenango y Chimaltenango. En cuanto al número de personas que perecieron, en algún momento el general H. Gramajo, ministro de Defensa entre 1987 y 1990, reconoció que estas pudieron haber sido entre 30 000 y 35 000; sin embargo, se estima que fueron más del doble (Schirmer, 2001:103; CEH, 1999 vol. 3:262). Además, las acciones de exterminio también propiciaron el desplazamiento temporal o definitivo de cientos de miles de personas, incluidas aquellas que buscaron refugio en selvas y montañas, y alrededor de 150 000 que cruzaron las fronteras de México y Belice para salvar la vida (CEH, 1999 vol. 3:263). Las proporciones de la matanza en los territorios indígenas, la destrucción de aldeas y campos de cultivo, la persecución militar y actos atroces cometidos contra población civil no combatiente, así como la reubicación forzada de comunidades enteras, fueron elementos que consideró la CEH (1999 vol. 3:442) para concluir que el Estado guatemalteco había ejecutado “actos de genocidio en contra del pueblo maya” en distintas regiones del país.

En cuanto al desarrollo del conflicto armado, la campaña de exterminio fue un parteaguas decisivo. A diferencia de El Salvador, donde los operativos de tierra arrasada no impidieron a la insurgencia desarrollar una fuerza militar considerable y extender sus acciones a gran parte del territorio nacional, en Guatemala sucedió lo contrario. Por un lado, la matanza quebró gran parte de las estructuras organizativas y las redes de colaboración de la insurgencia. Pero lo más importante desde el punto de vista estratégico fue que el Ejército logró establecer un control efectivo sobre vastos territorios, aisló a la guerrilla de su base social e incluso logró encuadrar a decenas de miles de campesinos indígenas en sus fuerzas auxiliares. Para ello se impuso a las comunidades indígenas un riguroso sistema de vigilancia y coerción. Siguiendo el modelo aplicado en Vietnam del Sur por Estados Unidos, numerosas aldeas fueron reubicadas en los llamados “polos de desarrollo”. Asimismo, todos los varones adultos de las comunidades campesinas fueron obligados a servir en las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) so pena de sufrir severos castigos. Cuando menos de manera nominal, esta fuerza auxiliar llegó a contar con un millón de integrantes (CEH, 1999 vol. 2:190). A lo largo del conflicto las PAC jugaron un papel fundamental en el control del territorio y de la población, así como en el combate a la guerrilla.

Así como sucedió en El Salvador, también en Guatemala la influencia norteamericana fue determinante para que hacia mediados de los años ochenta, una vez que la campaña de exterminio hubo cumplido con su propósito, se diera paso a una reforma del Estado y asumiera el gobierno un presidente civil. No obstante, el Ejército conservó un poder desmesurado y se mantuvo la militarización de las comunidades rurales hasta la finalización definitiva del conflicto con la insurgencia en 1996. Todos esos años la guerrilla sobrevivió en sus bastiones rurales, sin embargo, nunca logró recuperar la incidencia política que alguna vez tuvo entre amplios sectores de la sociedad. En este caso la campaña de exterminio no solamente dio lugar a la derrota estratégica del proyecto revolucionario, sino que dejó un profundo trauma en la sociedad guatemalteca e inhibió por mucho tiempo su voluntad de movilización transformadora.

“Allá en Guatemala sí hubo genocidio. Aquí no”

Al buscar información sobre los crímenes de lesa humanidad que fueron cometidos en El Salvador y Guatemala durante la década de 1980, de inmediato salta a la vista un peculiar contraste. No solo se observa una diferencia notoria respecto a la abundancia y el detalle de los registros existentes, sino también en cuanto a la importancia que reviste esta temática en un país y en otro. En Guatemala las violaciones graves a los derechos humanos ocupan un lugar central en la memoria social y en los recuentos históricos del conflicto armado. Gracias al empeño de la sociedad civil, a la obstinada resiliencia de las víctimas y al acompañamiento solidario de activistas y académicos, se ha logrado reunir y sistematizar abundante información sobre las masacres y violaciones graves a los derechos humanos ocurridas a lo largo del conflicto. Como resultado de este esfuerzo colectivo, que se ha sostenido de manera continuada durante al menos cuatro décadas, hoy se cuenta con una vasta bibliografía testimonial, historiográfica, jurídica, sociológica y antropológica sobre la violencia represiva, los crímenes de lesa humanidad y los actos de genocidio.[4]

La perspectiva es muy distinta en lo que concierne a El Salvador, donde no existe un registro sistemático y confiable de las masacres ocurridas a lo largo de la guerra.[5] La información con que se cuenta es incompleta y se halla dispersa en testimonios y denuncias de aquella época, así como en reportes de organizaciones nacionales e internacionales dedicadas a la defensa de los derechos humanos, que en tiempos del conflicto se esforzaron en dar seguimiento a los crímenes cometidos por las fuerzas gubernamentales, pero que en su mayoría cesaron en este empeño tras la firma de los Acuerdos de Paz (Orduña y Palencia, 2021:163-164).

También existe un fuerte contraste con respecto a Guatemala en cuanto a las investigaciones de violaciones graves a los derechos humanos realizadas por mandato de los Acuerdos de Paz. Basta comparar el magro informe de la Comisión de la Verdad de El Salvador, elaborado a toda prisa al finalizar el conflicto y publicado en 1993, solo un año después de terminada la guerra, con los extensos y minuciosos informes elaborados en Guatemala por el Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI, 1996) y la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH, 1999). Aunado a ello, como resultado de la acción judicial se ha dado acceso público al Archivo Histórico de la Policía Nacional y a documentos del Estado Mayor del Ejército. En El Salvador no existen recursos equivalentes para profundizar en la investigación sobre la guerra sucia y las operaciones de exterminio.

En el ámbito de la justicia transicional las diferencias entre un país y otro resultan abismales. En Guatemala, la lucha por llevar ante la justicia a los perpetradores de crímenes de lesa humanidad ha sido impulsada con vigor y valentía por organizaciones sociales, comunidades indígenas y colectivos de víctimas. Asimismo, como explica Maira Benítez (2023:360-370), esta causa se vio favorecida por los cambios en el sistema de judicial que impulsó la Comisión Internacional contra la Impunidad (CICIG), que estuvo activa entre 2007 y 2019. Gracias a ello se pudo procesar a decenas de militares y agentes policiacos, incluso de alto rango, como los generales Benedicto Lucas, exjefe del Estado Mayor, y Efraín Ríos Montt, expresidente de la República. Esto no sucedió en El Salvador, donde ni las instancias del Estado, ni los partidos políticos ni las organizaciones sociales (salvo contadas excepciones) manifestaron interés y compromiso en investigar los crímenes atroces perpetrados a lo largo de la guerra, en procesar a los responsables y en buscar reparación para las víctimas (Orduña y Palencia, 2021:167-168). Dicha circunstancia no varió durante los diez años (2009-2019) en que el gobierno del país estuvo encabezado por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), partido formado por la antigua insurgencia. Por el contrario, en 2016 el presidente Salvador Sánchez Cerén, excomandante de la guerrilla, criticó la decisión de la Corte Suprema de Justicia de declarar inconstitucional la Ley de Amnistía decretada al finalizar el conflicto, y que era considerada como “un monumento a la impunidad” (Dolliver, Kanavel y Robeck, 2013; Reuters, 2016).

“En El Salvador hemos tenido uno de los sistemas de impunidad más férreos del continente”, se lamenta David Morales, exprocurador de los Derechos Humanos (citado en Orduña y Palencia, 2021:166). En efecto, después de largos años de estancamiento judicial siguen sin resolverse casos emblemáticos documentados por la Comisión de la Verdad (1993), como la masacre de El Mozote o la ejecución de los jesuitas de la UCA. Monseñor Romero fue canonizado, pero también su asesinato permanece impune. Ninguno de los pocos procesos que se iniciaron por estos y otros crímenes ha derivado en el esclarecimiento de los hechos ni en sentencias condenatorias por parte de jueces salvadoreños. Cabe agregar que tampoco han prosperado las denuncias por masacres cometidas en el tiempo de la guerra por fuerzas insurgentes (Ayala y Galeas, 2008).

El desinterés del Estado y de la clase política salvadoreña por emprender acciones efectivas de justicia y reparación parece tener un correlato en el ámbito de la investigación académica, y en esto también existe un contraste muy marcado con respecto a Guatemala. Son pocos los académicos (salvadoreños o extranjeros) que se han abocado a investigar los crímenes de lesa humanidad cometidos en el marco de la guerra civil. Trabajos pioneros como el de Leigh Binford (1996) sobre El Mozote no tuvieron la continuidad que hubieran merecido, ni dieron lugar al desarrollo de un campo de estudio. Otras obras importantes, como la de Mark Danner (1993) también sobre El Mozote o la de Teresa Whitfield (1994) sobre el asesinato de los jesuitas en la UCA, se ubican más bien en el campo de la investigación periodística. Pero en el ámbito académico, y en particular en el terreno de los estudios históricos, es un hecho que se han publicado más y mejores trabajos acerca de la matanza de campesinos indígenas perpetrada en 1932 en el occidente del país que sobre las masacres que ensangrentaron El Salvador durante la década de 1980. Ejemplo de ello son los estupendos libros de Gould y Lauria (2008), Lara-Martínez (2009), y Lindo-Fuentes, Ching y Lara-Martínez (2007). Algo semejante se puede constatar en el renglón de la literatura testimonial, que floreció admirablemente al terminar la guerra, donde abundan las narrativas de peripecias militares escritas en primera persona (Ching, 2022) y en cambio ocupan un lugar marginal los testimonios y memorias sobre el martirio de las comunidades campesinas.

Ciertamente, el recuerdo de las atrocidades cometidas en la guerra se preserva en numerosas comunidades rurales, donde año con año los sobrevivientes rememoran lo sucedido y llevan a cabo ceremonias religiosas. Incluso en el poblado de El Mozote y las riberas del Sumpul la conmemoración de las masacres convoca a un público más amplio. Sin embargo, ante la inacción del Estado, estos eventos de recordación comunitaria son un testimonio persistente de que en todo este tiempo —1992-2023— la justicia no ha llegado.

La forma contrastante en que la experiencia y el legado de las campañas de exterminio ha sido procesada socialmente en Guatemala y El Salvador amerita ser analizada en profundidad. Como expuse previamente, se trató de un modelo semejante de combate a la insurgencia que fue implementado en ambos países de forma paralela, por lo cual no deja de causar extrañeza esta variación tan marcada. Un estudio comparado de este contrapunto en lo referente a memoria histórica, justicia transicional, narrativa testimonial y literaria, artes plásticas e historiografía ofrecería resultados sumamente interesantes que arrojarían mucha luz sobre los procesos políticos y sociales que caracterizaron la posguerra en cada uno de estos países.

Desde luego, eso sería materia de otro trabajo. Por lo pronto solo quiero destacar un aspecto relevante para el estudio de los procesos revolucionarios en El Salvador y Guatemala que se deriva de dicha diferencia. Me refiero al hecho de que, en el caso salvadoreño, la desmemoria del Estado, de la clase política y de la sociedad civil ha dado lugar a que el conocimiento histórico sobre los crímenes de lesa humanidad cometidos en la guerra esté plagado de vacíos. A la vez puede observarse otra consecuencia desde el punto de vista historiográfico: el hecho de que entre académicos y especialistas en derechos humanos se ha establecido una percepción equivocada sobre el sentido estratégico y la magnitud que tuvieron las masacres de población civil no combatiente en El Salvador, las cuales se han minimizado con relación a las acciones de exterminio perpetradas en territorio guatemalteco.

En Guatemala, colectivos de víctimas, organismos de defensa de derechos humanos y la academia solidaria insistieron en considerar la campaña de exterminio de 1981-1983 como un genocidio. Dicha caracterización ha sido un referente fundamental de posicionamiento no solo con relación a la interpretación histórica de aquellos sucesos, sino sobre todo con respecto a los esfuerzos del presente por llevar a juicio a los perpetradores. En El Salvador, los operativos de exterminio también fueron calificados en un inicio como “prácticas genocidas” (González, 1980:984). Incluso en 1981, atendiendo una denuncia interpuesta por organismos salvadoreños de derechos humanos, el Tribunal Permanente de los Pueblos (1981) concluyó que la actuación del Estado podía considerarse como constitutiva de “genocidio”.[6] No obstante, con el paso del tiempo se produjo una transformación discursiva que condujo al desuso de este término por parte de la izquierda, por razones que no están del todo claras y habría que analizar con detenimiento (Palencia, 2021). Esta transformación ha sido tan profunda que algunos de los pocos autores que en tiempos recientes han escrito sobre la violencia de Estado durante el conflicto salvadoreño como Sprenkels y Melara (2017) prefirieron emplear el término atenuado de “persecución violenta” para referirse en general a la violencia represiva, sin hacer una distinción conceptual (ni reconocer la diferencia estratégica) entre represión selectiva y operaciones de exterminio. Cuando le comenté esta inquietud a un colega salvadoreño, me respondió sin titubeos: “es que en Guatemala sí hubo genocidio. Aquí no”.

Consideraciones finales 

Con base en los elementos que he expuesto de manera sumaria, quiero plantear algunas consideraciones que, lejos de tener un carácter concluyente, apuntan a trazar nuevas rutas de investigación. En primer término, así como en cuanto al caso salvadoreño he señalado la desmemoria y la falta de interés en el estudio de las masacres ocurridas durante la guerra civil, me parece pertinente señalar que usualmente en los estudios sobre las campañas de tierra arrasada en Guatemala se ha tendido a ignorar palmariamente lo que sucedió en el país vecino, posición que se deriva de asumir que el genocidio guatemalteco fue un suceso a tal grado extraordinario que no tiene parangón en América Latina. No obstante, según he mostrado en estas páginas, existen elementos que permiten sostener que los ejércitos de ambos países enfrentaron el desafío de la insurgencia implementando mecanismos semejantes de “contraterror” o guerra sucia y aniquilación en masa. También es posible afirmar que las dimensiones del exterminio en El Salvador y Guatemala son equiparables pues, si tomamos en cuenta el factor demográfico, en ambos casos el número estimado de personas asesinadas fue equivalente al 1.5 % del total de la población. Pero más allá de estas cifras, me parece evidente que se trató de procesos básicamente similares, tanto por su sentido estratégico, como por sus patrones de implementación y sus consecuencias fundamentales.

Por otro lado, la semejanza y sincronía de las campañas de exterminio en El Salvador y Guatemala deben llevar a preguntarnos por las conexiones que pudieron existir entre ambos casos. ¿Se trató de fenómenos paralelos o estuvieron articulados en un plan regional de combate a la insurgencia y la “amenaza comunista”? Diversos estudiosos del genocidio guatemalteco han subrayado la importancia de la doctrina contrasubversiva francesa en la formación de los altos jefes militares que diseñaron la estrategia de exterminio, así como el papel que jugaron los asesores argentinos e israelíes en el área de inteligencia (Drouin, 2011; Vela, 2014; Rostica, 2020). Pero hasta la fecha no se han preguntado por el ejemplo más cercano que tenían a la vista los militares guatemaltecos, el de sus pares salvadoreños, que un año antes que ellos dieron inicio a la campaña de exterminio.

¿Hubo transmisión directa de la experiencia salvadoreña a Guatemala? ¿Militares o agentes de inteligencia guatemaltecos participaron en las acciones de exterminio u observaron de manera cercana la evolución de los acontecimientos en El Salvador? Dados los vínculos históricos entre ambos ejércitos y la afinidad ideológica entre los impulsores de la matanza en uno y otro país, es muy probable que esto haya sucedido.

Tener en cuenta que la campaña de exterminio comenzó en El Salvador desde principios de 1980 también resulta relevante para valorar las determinaciones estratégicas de la insurgencia guatemalteca. Es evidente que los dirigentes revolucionarios estaban al tanto de lo que estaba sucediendo en ese país. ¿Cuál fue su análisis al respecto? ¿En qué medida eso influyó en sus decisiones concretas? Al parecer, aunque contaban con información de primera mano, pues mantenían estrecho contacto con la insurgencia salvadoreña, los jefes guerrilleros no analizaron debidamente la experiencia salvadoreña de 1980 y 1981, cuando las acciones de exterminio desarticularon el movimiento de masas, que era un pilar fundamental del proyecto insurgente. Aunque a pesar de esta debacle la guerrilla logró rehacerse y alcanzó a consolidar sus fuerzas militares, desde finales de 1981 era claro que las acciones de exterminio en combinación con modelos flexibles de contrainsurgencia podían afectar fuertemente o incluso revertir los avances del proceso revolucionario.

En este sentido, hubo elementos básicos de la experiencia salvadoreña que no se consideraron en Guatemala, por ejemplo, que el armamento popular y las milicias locales eran insuficientes para defender a las comunidades rurales ante los grandes operativos de tierra arrasada, y que el apoyo de auxiliares civiles podría llegar a convertirse en un recurso clave de estrategia gubernamental. La jefatura insurgente tampoco consideró que, al igual que en El Salvador, el gobierno guatemalteco podría estar planeando llevar a cabo una campaña de exterminio, y en consecuencia no se adoptaron las medidas adecuadas para enfrentar dicho escenario. Cuando en 1982 el Ejército atacó los territorios rebeldes en el Altiplano Central (como había hecho la Fuerza Armada de El Salvador más de un año antes), la guerrilla se vio sobrepasada y miles de civiles perdieron la vida. Además, desde muy temprano la experiencia salvadoreña dejó otra lamentable enseñanza: que la denuncia de las atrocidades y la condena internacional no eran un medio eficaz para contener la matanza, en la medida en que el gobierno de Estados Unidos estaba decidido a respaldar directamente a los perpetradores del exterminio, como sucedió en El Salvador, o a guardar un silencio cómplice, como lo hizo ante el caso guatemalteco.

Acerca de esta temática hay mucho más por conocer, por aclarar, por discutir. Espero que estos apuntes motiven el interés de mis colegas en seguir investigando esta faceta de la historia reciente de Centroamérica.

Agradecimientos

Este trabajo se realizó en el marco del proyecto “Guatemala, 1960-1996. El conflicto armado y sus implicaciones para México” CONACYT CB A1-S-39611. Fue publicado originalmente en la revista Pueblos y Fronteras Digital, del Centro de Investigaciones Multidisciplinarias sobre Chiapas y la Frontera Sur de México. Se publica en el portal de Prensa Comunitaria con autorización del autor, con propósitos de divulgación entre el público guatemalteco.

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* Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (CIALC), Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). vazquezo@unam.mx

[1] Alrededor de 300 000, según los excomandantes Manolo y Lola, del Ejército Guerrillero de los Pobres (comunicaciones personales, 2015, 2016).

[2] Este cálculo tiene como base la información proporcionada directamente por antiguos responsables militares de las organizaciones insurgentes guatemaltecas.

[3] En marzo de 1982, en el marco de esta campaña, militares inconformes impulsaron un golpe de Estado que llevó al general Efraín Ríos Montt a ocupar la Presidencia de la República. Además de propiciar ajustes en la cúpula castrense, este recambio sirvió para colocar el aparato gubernamental en su conjunto “al servicio del esfuerzo contrainsurgente” (Thomas, 2013:180). El nuevo gobierno le dio continuidad a la campaña antisubversiva y consolidó sus resultados.

[4] Como obras representativas de esta amplia y variada bibliografía podemos referir, entre muchos otros trabajos, los de Falla (1992, 2011, 2018), Sichar (2000), Schirmer (2001), Grandin (2004), Manz (2004), Garrard-Burnett (2010), SEPAZ (2011), Deprez (2014), Molden (2014), Vela (2014), Casaús (2019), Duyos (2020), Orduña (2020) y Pérez (2023).

[5] El informe de la Comisión de la Verdad (1993) solo consigna casos emblemáticos. Otras referencias útiles, pero siempre limitadas, son las de Alamani (2005) y Morales y Navas (2007).

[6] Dos años después, dicho tribunal emitió una resolución similar para el caso guatemalteco (Tribunal Permanente de los Pueblos, 1983).

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