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Por Héctor Silva Ávalos

Entrevisté a Juan Francisco Solórzano Foppa para un especial en Prensa Comunitaria unas semanas después de que lo arrestaron en mayo de 2021. En la plática, el exsuperintendente tributario de Guatemala me reveló algo importante: La DIGICI, que es la inteligencia civil del Estado, participó en el operativo de captura que dirigió el Ministerio Público de Consuelo Porras. No era un dato menor: confirmaba que el Ejecutivo de Alejandro Giammattei empezaba a actuar en coordinación con la Fiscalía para iniciar la venganza contra los operadores de justicia que acompañaron las gestiones de las fiscales generales Thelma Aldana y Claudia Paz y Paz en su persecución a políticos corruptos, como los que rodean al presidente de Guatemala.

Lo de Solórzano Foppa, en mayo de 2021, fue el primer capítulo del libro nefasto de persecución que Giammattei, la fiscal general Porras y su corte de matones -incluida la Fundación contra el Terrorismo (FCT)- desataron en contra de quienes habían enderezado un poco, con el apoyo de la extinta CICIG, la nave de la justicia guatemalteca.

A la primera captura de Foppa siguieron el exilio de Juan Francisco Sandoval, el jefe de la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI), en julio de 2021, las capturas de Virginia Laparra, Leily Santizo y Siomara Sosa en febrero de 2022, y la del periodista Jose Rubén Zamora en julio del 2022, entre otros. Además, desde que la DIGICI ayudó a arrestar al exsuperintendente tributario, se sucedieron también los exilios de la jueza Erika Aifán y el del juez Miguel Ángel Gálvez, ambos de juzgados de Mayor de Riesgo.

Los protagonistas de esta arremetida son tres: el presidente Giammattei, la fiscal Porras y la FCT. La tríada puso en marcha una regresión democrática y del sistema de justicia que ya es considerada, desde el Departamento de Estado en Washington hasta el Parlamento Europeo, pasando por las organizaciones más reputadas de derechos humanos en el mundo, una de las más brutales en la historia reciente del continente.

El asunto ha funcionado así: Giammattei, investigado por su participación directa en grandes casos de corrupción local (los billetes del exministro Benito) e internacional (el soborno de los mineros rusos), soltó la rienda a la Fiscalía de Porras para perseguir a quienes osaron investigarlo; a la par, la organización de Ricardo Méndez Ruiz ha oficiado como querellante adhesivo y alimentador de netcenters para facilitar la embestida y, en el camino, consumar sus propias venganzas, sobre todo en los casos que involucran a militares asesinos y genocidas durante el conflicto armado interno.

Antes incluso de la salida de Sandoval, Porras había ya movido todas las piezas para empoderar, en el MP y en la FECI, a lacayos fieles, como Rafael Curruchiche y Cinthia Monterroso, y hacerlos ejecutores de la persecución. Intentaron darle a toda una fachada de simulación de justicia, se inventaron casos cuya inviabilidad escondieron decretando reservas con la complicidad de jueces del mismo tinglado y, en no pocas ocasiones, hicieron el ridículo internacional al intentar perseguir a dos excomisionados de la CICIG.

La desvergüenza de los perpetradores, su impunidad, es tal que ha permitido a Giammattei ir por el mundo diciendo que quienes lo acusan de corrupto lo hacen porque él es un cristiano defensor de la vida, mientras Porras y Curruchiche se ríen cada vez que la emprenden contra sus adversarios de las sanciones que les impuso el Departamento de Estado en Washington DC, y Méndez Ruiz y los netcenters que se mueven a su ritmo tuitean sin pudor que el MP hace lo que ellos dicen.

En esta Guatemala no son raros titulares como este que Prensa Comunitaria acaba de publicar: “Un juez favorece a militar vinculado al narco y aprisiona a periodistas y exfiscales”. Ese juez se llama Freddy Orellana y es uno de tantos que hoy, aupados por la máquina de impunidad, no se arrugan al hacer cosas como mandar a casa a un teniente acusado de trabajar para el Cartel Jalisco Nueva Generación mientras mantienen bajo doble llave a uno de los periodistas más influyentes del país.

La infamia que empezó cuando vehículos todoterreno de la DICIGI orillaron a Foppa en una avenida de Ciudad de Guatemala da vueltas sobre sí misma, movida por las élites económicas a las que desnudaron quienes hoy están presos o exiliados. Ellos y ellas, personas perseguidas, hicieron lo indecible; arrebataron, con fuerza de ley, la fachada de decencia, patriotismo, desarrollismo y otros bulos con que se habían vestido los más poderosos empresarios y políticos guatemaltecos para exponerlos como lo que fueron tantas veces: ladrones de lo público.

Hay una película estadounidense en la que el villano aparece ante los ojos del espectador como un sofisticado terrorista cuando, en realidad, no es más que un ladronzuelo. Cuando lo descubre, su antagonista lo encara: “Un vulgar ladrón, no sos más que un vulgar ladrón”, le dice. Así quedaron expuestos los que hoy persiguen en Guatemala una vez que los perseguidos los despojaron de sus ropajes, como vulgares ladrones.

Pero, como me dijo una vez un académico salvadoreño, en Centroamérica a los señores del poder no les gusta que se les metan en la finca. Y esos señores son violentos, vengativos y no entienden de límites, ni de los que impone la democracia en una república, ni los que impone la legalidad.

Los que mandaron a los esbirros de la inteligencia a capturar a Foppa en mayo de 2021 son, en esencia, los mismos que luego se vengaron de Santizo, Sandoval, Laparra, Aifán, Gálvez, Sosa, Zamora y los demás. Y son los mismos que, en el pasado, utilizaron a la inteligencia del Estado, la militar y la civil, para perseguir al enemigo interno. Son los mismos que viven más cómodos cuando nadie los vigila ni los cuestiona. A ellos les resulta mejor, siempre, vivir en el círculo de la infamia que alimenta el autoritarismo.

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