Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

“En un lugar de la Mancha…” Ejercicio común el de oír una cantinela, soportable o insoportable, y que esa cantinela se meta en la cabeza y no se vaya a lo largo de la jornada. Una publicidad insistida, una vieja canción de juventud, una poesía aprendida en la infancia, y la maldición está echada. Todo el día, todo el día, todo el día, el sonsonete se repite y se repite, aunque sacudamos la cabeza como para sacarlo con fuerza del cerebro. “Juventud, divino tesoro” y tesoro habrá hasta el anochecer. “Y que yo me la llevé al río…”, otro ritornelo. Por no decir del “Verde que te quiero verde” o del denostado “Me gustas cuando callas” y el más feliz “La noche está estrellada…”. Creadores de frases recurrentes, los poetas sonríen, a lo lejos. Algo así habrá pasado a don Miguel de Cervantes con un verso del Romancero General, que, para ser exactos, sonaba así: “Un lencero portugués / recién venido a Castilla / más valiente que Roldán / y más galán que Macías / en un lugar de la Mancha…” He aquí el octosílabo traidor, que de tanto repetirse se vuelve el famoso inicio de la novela que debía escribir Cervantes. Casi nadie repara en que las primeras palabras del Quijote son un verso en el metro popular castellano. “En un lugar de la Mancha”, habrá resonado en la mente de Cervantes. El resto, escribir la novela.

Don Quixote, 1955 por Pablo Picasso

Cervantes estaba muy seguro de haber escogido el sitio exacto para colocar a su caballero de varia invención. Los héroes de las novelas de caballerías provenían de lugares prestigiosos, reales o míticos: de Constantinopla, de Gaula, de Bretaña, de Inglaterra, de Trapisonda, de Grecia. Un poco al estilo de los super héroes actuales: Batman, de Gotham City; Superman, de Nueva York; James Bond, de Londres. Cuando Cervantes sitúa a Don Quijote en la Mancha, el público de la época (los relatos se leían en voz alta para una asamblea analfabeta) habrá reído con gusto. No era esa región de la estepa castellana la más gloriosa de España. Hoy haría reír si se dijera “Don Quijote de San Martín Chile Verde”, o “de La Pedrera”. Porque, paradójicamente, La Mancha ha adquirido celebridad gracias a Don Quijote. Magia y maravilla de la literatura: desprestigiar a un lugar para darle prestigio. Lo supo ya don Miguel de Cervantes, cuando escribe, al final de la Segunda Parte: “Este fin tuvo el ingenioso hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero”. La literatura, mágica y profética, pues así sucedió, y hoy existe controversia entre Argamasilla de Alba, Esquivias, Quintanar de la Orden y otros poblados por don Quijote, como si hubiera sido un personaje histórico.

Sitio exacto y ambiguo, como la literatura ordena. Porque la exactitud de la Mancha oculta el verdadero lugar en donde vivía el ilustre caballero. “De cuyo nombre no quiero acordarme”, dice, Cervantes, pero ese “no quiero”, significa “no puedo”, “no importa cuál sea”, una fórmula usada en los relatos populares. Tal desaliño abre las puertas de la imaginación y se puede apostar lo que se quiera que el escritor lo ha hecho deliberadamente. “No quiero o no puedo”, da lo mismo; no da lo mismo para los lectores, cuya fantasía se enciende y atribuye el lugar de nacimiento de Alonso Quijano o Quijana o Quesada (otra fantástica ambigüedad) a donde mejor se le acomode. Por otro lado, era frecuente, en los cuentos populares, no dar un nombre exacto al lugar de la acción, para acentuar la universalidad del mito. Si la acción ocurre en ninguna parte, podría haber ocurrido en todas partes. ¿No es la misma estrategia que usan tantos novelistas contemporáneos, para crear la sugerencia de muchos lugares y ninguno? ¿No se llama a esto “distopía”, con prestigiosa etimología griega? ¿Dónde está Macondo? Gerald Martin, desconsolado, cuenta haber viajado a Aracataca, lugar de nacimiento de García Márquez, y de haber encontrado un desierto polvoriento con cuatro casas desvencijadas en lugar del sitio mítico inventado por el autor de Cien años de soledad. 

Lo que vale para el espacio (la Mancha mítica) vale para el tiempo. ¿Cuándo ocurrieron los hechos de Don Quijote? “No ha mucho tiempo…” responde, maligno, Cervantes. Un perfecto equivalente del “Han de estar y estarán”, o del “Érase que se era”, inicios tópicos de los cuentos populares. La física contemporánea nos enseña que el tiempo es sólido y cambiante, impreciso y relativo. Trascurre más rápido en la montaña que en la costa. Que hay dimensiones del tiempo que no conocemos pero que podemos intuir. Don Quijote estaba destinado para el mito, una de las formas de la eternidad (hay otras, que no tiene que ver con la extensión, sino con la intensidad: ¿acaso no es eterno el éxtasis del amor, en su duración efímera?). En el tiempo del mito, las horas y los minutos se alargan y se encogen, como los relojes desmayados de Salvador Dalí. Como el espacio de la novela, también el tiempo relatado es ancho y es ninguno. El soldado Miguel de Cervantes, héroe de guerra, se encuentra de regreso de Lepanto y no halla trabajo en su patria. Pide a Felipe II un puesto en Indias, más precisamente, en Soconusco, por esa época parte de la Capitanía General de Guatemala. Felipe le niega el permiso. ¿Qué hubiera pasado si Cervantes se afinca, como Bernal, en esa parte de América Central? Esas son las preguntas que alimentan a la literatura.

El párrafo con que se describe a don Alonso Quijano es un ejemplo de síntesis y precisión. El autor nos hace saber que estamos hablando de un hidalgo de aldea, seguramente pobre, pero no lo dice con estos términos. Deja que sea la descripción la que nos lo denuncie. Que sea un hidalgo habla de su estatus. “Hidalgo” era el grado mínimo para poder formar parte de la nobleza; el hidalgo era el soldado raso de la aristocracia. Para obtener esa condición era necesario haber probado la imposible limpieza de sangre: cuatro generaciones sin mezcla con judíos o musulmanes. Pura sangre visigoda en las venas. Si se piensa que España estuvo habitada por 800 años precisamente por cristianos, judíos y musulmanes, y que la mezcla entre ellos era parte de la vida cotidiana, puede deducirse la insensatez de la idea de “sangre limpia”. No es de extrañar el florecimiento de la falsificación de documentos para las probanzas que daban la calidad de “cristiano viejo”. Una vez obtenido el rango de hidalgo, las dificultades comenzaban, porque tenía que vivir de rentas, poseer un caballo y no trabajar en oficios manuales, sino en las artes de la cacería y la caballería. Muchos cayeron en la pobreza y era dura la vida del que, no pudiendo mancharse la manos con el trabajo ruin, tenía que mantener mujer, hijos, personal doméstico y caballos con la renta de sus campos, que a veces eran parcelas. A ese grupo de aristócratas pobres pertenecía don Alonso Quijano, o Quesada, o Quijana, y en lugar de la caza, se dio a la locura de leer libros, cosa por demás extravagante para los semi analfabetos caballeros de la época. No se volvió loco por leer libros; estaba ya loco por los libros. Y allí comienza su aventura.

Publicado originalmente en Dante Liano Blog.

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