Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

Un singular artículo de uno de los mejores órganos informativos de toda América Latina, “El Faro” (www.elfaro.net) comienza de esta manera:

Ni la Mara Salvatrucha-13, ni las dos facciones del Barrio 18 -Sureños y Revolucionarios-, ni otras pandillas menores, como la Mao-Mao, La Mirada Locos o CODEMAR, operan más en las calles de El Salvador de la forma en que lo hicieron por décadas. Tras diez meses de régimen de excepción, en el que han sido suprimidas garantías constitucionales, el Gobierno del presidente Nayib Bukele ha desestructurado a las pandillas de El Salvador, socavando su control territorial, su principal vía de financiamiento y su estructura jerárquica. El Faro habló con un veterano líder pandillero, ahora en huida fuera del país; visitó 14 comunidades que solían vivir bajo control pandillero en las zonas occidental, central y oriental del territorio; recorrió el Centro capitalino, circulando por las fronteras criminales controladas durante décadas por pandillas; habló con empresarios de distintos niveles sometidos por años al pago de extorsión; con policías, oenegés y políticos de oposición. La conclusión es contundente: las pandillas ya no existen de la manera en que El Salvador las ha padecido.

El artículo nos da cuenta de una realidad que está causando sorpresa en toda América Latina: un gobierno nacional ha logrado desmantelar a un conjunto de organizaciones criminales (las famigeradas “maras”) y ha devuelto la paz a la población del país, después de años de vivir bajo el terror de la delincuencia. En otros países, los habitantes claman por la imitación de las medidas impuestas por el gobierno salvadoreño. En más de un lugar, se escucha la voz de la gente que declara “aquí se necesita un Bukele”.

Según El Faro, el fenómeno de las pandillas juveniles llamadas “maras” nació en la postguerra salvadoreña de los años 80. Miles de salvadoreños se refugiaron en los Estados Unidos, al punto que las remesas de los emigrados se convirtieron en el principal rubro de la economía del país centroamericano. En Los Ángeles, California, los jóvenes debieron enfrentar la discriminación, la explotación y el racismo de los norteamericanos. Además, en los barrios populares había bandas juveniles bien organizadas, de modo que los salvadoreños decidieron crear una pandilla toda suya, la “Mara Salvatrucha” que generó otra rival, el “Barrio 18”. En esos años, “mara” significaba “gente”, en general, y “salvatrucha” es un juego de palabras con “salvadoreño” e, imagino, “astuto”, “listo”. En otras palabras: el nombre de la banda significaba “gente de El Salvador”. Muchos de los “mareros” regresaron espontáneamente a su país, con el cese de la guerra; otros, los más numerosos, fueron deportados por el gobierno de los Estados Unidos. Cuando regresaron a su país, se reorganizaron y, como es clásico en la historia de las mafias, lentamente se apoderaron del territorio. Cualquier gobierno salvadoreño tuvo que enfrentar un escollo de relieve: el control del territorio ya no estaba en manos del Estado, sino en el de las cúpulas de las “maras”.

Puesto que el control del territorio es vital para la sobrevivencia del Estado, los gobiernos que se sucedieron a partir de los Acuerdos de Paz trataron de gobernar el fenómeno de las maras, sea con negociaciones secretas (teóricamente, el Estado no puede hacer acuerdos con organizaciones criminales) sea con fuertes oleadas de represión. En ambos casos, el resultado fue el fracaso. Surge aquí la figura de Nayib Bukele, un joven ingeniero informático de origen palestino. Después de un inicio fracasado en política, su excelente retórica y su indudable carisma lo hicieron convertirse en el más joven alcalde de la capital salvadoreña. El gobierno de la alcaldía le permitió sentar las bases para su lanzamiento a la campaña presidencial. Bukele fue eficiente, pragmático, honesto y populista. Nadie se extrañó que ganara las elecciones para Presidente con el 53% de votos en la primera vuelta electoral. Una vez en el poder, Bukele conquistó a las masas con un resuelto autoritarismo, un nacionalismo orgulloso y desafiante, pragmáticas medidas para beneficio de los sectores más abandonados, y una capacidad oratoria con pocos rivales en la región.

Comenzó, en medio de críticas de la oposición, un negociado abierto con las maras, concediendo beneficios a los jefes en cambio de una cierta paz social. Cuando los pandilleros faltaron a su palabra, Bukele les echó encima la máquina represiva del Estado. Hay que recordar que el Ejército y la Policía de El Salvador son expertos en guerra contrainsurgente. Los resultados superan a la imaginación: en pocos meses, Bukele encarceló a más de 50 mil personas, y descabezó a las organizaciones criminales, con métodos, a veces,  brutales y humillantes. Realizó el sueño de la clase media: meter a la cárcel a los asesinos, y tirar la llave de la celda al desagüe. Trató a los delincuentes con métodos semejantes a los que usaban para robar, extorsionar y asesinar a la gente. La popularidad de Bukele saltó al 90% del consenso nacional. Al mismo tiempo, realizaba medidas típicas del populismo histórico: silenció a la prensa de oposición, destituyó el poder de la magistratura, mientras contaba con todo el organismo legislativo a su favor. Ha comenzado también programas para favorecer a la población pobre, que lo adora. En otras palabras, el poder del Estado se concentró en una sola persona.

¿Cuál es, entonces, el problema de Bukele? Son varios y no pocos. Para poder encarcelar a tanta gente, ha tenido necesidad de construir una cárcel enorme. La cuestión es: ¿por cuánto tiempo va a tener presas a decenas de miles de personas? Si la solución fuera la pura represión, no habría problema. La cuestión es si va a reeducar a toda esa gente. ¿Cómo hacerlo? Y una vez que regresen a sus territorios ¿se van a convertir, de asesinos drogados, en mansos carpinteros, ebanistas, sastres, peluqueros, obreros? Mientras la delincuencia fue una cuestión urgente, la población estuvo con él. Pero una vez pasada la emergencia, ¿hasta cuándo se puede mantener un Estado de excepción, con la suspensión de las garantías constitucionales? ¿Puede mantenerse una sociedad contemporánea sin libertad de expresión?

La historia enseña que, si no se va a la raíz de los problemas, la sola represión no basta a resolverlos. Se vuelven a presentar con otra cara. Las cuestiones urgentes de El Salvador son las mismas de toda América Latina: las desigualdades de todo tipo (sociales, económicas, de género, étnicas), la pobreza generalizada, la falta de oportunidades para ascender en la escala social. Las maras o cualquier tipo de asociaciones criminales no logran sobrevivir en donde hay una población que satisface sus mínimas exigencias materiales: techo, comida, salud y educación. En donde hay bienestar económico y justicia social, la represión es marginal y ancilar. No se vuelve método de gobierno. Contrariamente a lo que se dice en muchos países, no hay necesidad de muchos Bukeles. Hay necesidad de justicia y de redistribución de la riqueza, sin caudillos ni héroes. No necesitamos líderes patriarcales que nos atemoricen para no delinquir; necesitamos honestos dirigentes, servidores del pueblo, mejor si anónimos y disueltos en la gran masa de la gente, cuyo sentido de la justicia haga de la delincuencia una actividad inútil, ociosa, inservible.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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