Por Dante Liano
Propongo un par de consideraciones a propósito de Javier Marías. La primera es que, en sus novelas, podría decirse que Marías efectuó una audaz operación literaria: el regreso a los orígenes del género. Es cosa sabida que la novela moderna nace en España, con el Quijote, y que una de las características de la novela tradicional era tomar la anécdota como pretexto para conectar con reflexiones a veces moralistas, a veces filosóficas. De allí que obras como el Guzmán de Alfarache combinen gustosas aventuras con pesadas consideraciones de corte filosófico-moral. La revolución moderna la realiza el Lazarillo, cuyo gusto por la anécdota hace desaparecer la tirada moralizante. Las Novelas ejemplares de Cervantes son “ejemplares” porque siguen el ejemplo del Lazarillo y, claro está, de la novelas italianas. Javier Marías, en cambio, en pleno siglo XX, regresa a la mezcla entre anécdota y ensayo. Sus obras están pobladas de numerosas reflexiones y su arte consiste en que jamás tales reflexiones resultan pesadas al lector. En realidad, logra un equilibrio tan perfecto que la lectura resulta atractiva y es muy difícil dejarla.
En una entrevista, un periodista le dice que tiene fama de “cascarrabias”. Marías se queda un poco desarmado ante la observación, y uno podría venir en su auxilio señalando que hay un malentendido. Lo que distingue a Marías de algunos escritores, sobre todo en la época contemporánea, es su intransigencia ética. La intransigencia comienza con el lector: Marías no sacrifica trama o prosa con tal de responder a las exigencias del mercado. Muchas veces las editoriales sugieren temas, modos de escribir, estrategias para secundar los deseos de los lectores. Marías, en cambio, selecciona a sus lectores, les exige atención y dedicación: son largos sus párrafos, llenos de subordinadas, en una límpida consecución lógica que exige no perder el hilo del razonamiento. Cualquier cosa puede achacarse a Marías, menos la facilonería. Se distingue por una sólida irreverencia hacia los vicios, la corrupción y los negociados del poder político o económico. Nunca aceptó dinero del estado y por ello rechazó conferencias, viajes, premios (el ambicionado Cervantes) y prebendas. Solo aceptó formar parte de la Real Academia de la Lengua Española, después de haber rechazado, una vez, participar en ella. Muy difícil, para un artista cuya actividad recibe, a veces, el único premio del prestigio, no aceptar los homenajes oficiales. Tal intransigencia era hija de una rigurosa ética, basada en los principios de la modernidad liberal: igualdad, democracia, libertad. Como se puede observar, todo muy lejano del arte de la política. Y muy cerca de lo que debería ser un escritor: un representante inamovible de la conciencia de la sociedad.
Una cuestión, no secundaria y derivada de la anterior, es la concepción de la literatura como gesto artístico. Se dice que, en el Renacimiento, todos los grandes artistas que conocemos fueron, primero, aprendices en los talleres de maestros de renombre. Allí conocían, con humildad, los elementos fundamentales de las artes plásticas: durante un largo período, eran artesanos y solo cuando habían adquirido el dominio de los elementos fundamentales de su oficio, pasaban a ser considerados artistas. Marías fue artista en ese sentido: primero, el dominio de la artesanía literaria: originalidad en los sustantivos y adjetivos, propiedad y dominio de la lengua, inteligencia vigilante y lúcida al servicio de la escritura; solo después, la libertad de buscar, en la experimentación y el sondeo artístico, la plena expresión literaria. Esto es, ir más allá de la mera comunicación o del puro interés de la trama para profundizar, en los personajes, aquellos matices y ambigüedades típicas del ser humano. Sus personajes son prismáticos, llenos de aspectos contradictorios y angustiosos, más preguntas que respuestas. Lo mismo sucede con la lengua: Marías sondea en los meandros del lenguaje, para descubrir qué se esconde en las palabras que consideramos banales y repetidas, acostumbradas. Con ello, se trata de desvelar la realidad, hacer de la lectura una experiencia de vida, con relámpagos de genio que iluminan la conciencia y que desnudan la sociedad y sus mentiras.
Publicado originalmente en Dante Liano blog