Por Fabián Campos
Centroamérica tiene una condición especial en América Latina. Por su tamaño reducido, su alta concentración de población y la profundidad de las guerras civiles que tuvieron lugar durante los años ochenta del siglo pasado en Guatemala, El Salvador y Nicaragua. Basta con hablar con cualquier persona mayor de sesenta años para empezar a escuchar historias de la guerra. Todos participaron de una u otra manera en los enfrentamientos. Esa generación persiste dividida frente al pasado y marcada profundamente por los efectos de él.
Como en todos los procesos traumáticos, en las sociedades de estos países existe una mayoría silenciosa que desearía olvidar y enterrar los recuerdos. En contraparte, existen grupos que luchan por la permanencia de la memoria y buscan procesos de verdad y justicia. Algunos de los que estuvieron directamente en el campo de batalla, de uno u otro bando, apuestan por el olvido o por la recuperación fragmentada de un pasado que los persigue. Dentro de ese grupo hay uno más, los que pueden ser imputados por delitos contra la humanidad. Ellos son los más interesados en que la búsqueda de memoria, verdad y justicia encuentre los suficientes retardos para permitirles concluir sus vidas sin pisar la cárcel. En ese marasmo de posiciones se mueven estas sociedades que día a día suman más agravios.
El pasado miércoles concluyó en España un juicio más sobre el asesinato de los sacerdotes jesuitas de la Universidad Centroamérica de El Salvador. En unos días más se conocerá la sentencia que sin duda resultará en la condena de Orlando Montano, de 76 años, un coronel en retiro del Ejército de El Salvador, quien enfrenta un pedido de la fiscalía española de 150 años de cárcel por el asesinato de Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Baro, Segundo Montes, Amando López y Juan Ramón Moreno. Treinta años por cada asesinato. Pero ahí empieza a ser burlada la justicia.
Orlando Montano pertenece a una generación de egresados de las escuelas militares conocida como La Tandona, una grupo grande de graduados. La Tandona fue escalando en puestos en la jerarquía militar hasta apoderarse de todo el alto mando del Ejército. Montano no es ni fue su principal dirigente, tampoco ocupaba el más alto puesto en la estructura militar. Tuvo a su cargo el importante, pero secundario, viceministerio de Seguridad en el momento de la masacre. Entonces ¿por qué se le enjuicia a él? Por una razón muy simple, el juicio en España no podía llevarse a cabo en ausencia y el coronel en retiro fue el único que se encontraba fuera de El Salvador y del que fue posible conseguir su extradición para juzgarlo.
Otra burla a la justicia se constituye porque, como lo fue en su momento el coronel Guillermo Alfredo Benavides -el militar encargado directo de dirigir la masacre-, Montano será el chivo expiatorio para que los demás responsables, incluido el expresidente Alfredo Cristiani, no paguen por sus delitos contra la humanidad. Y todos sus cómplices buscaran que el precio a pagar por él sea el menor posible. A pesar de que la fiscalía pide 150 años de prisión, Montano legalmente tendría que cumplir 30 años, la pena máxima en España. Una vez dictada la sentencia, sus abogados pedirán medidas humanitarias para que pueda cumplir la pena en una casa debido a su avanzada edad. Y lo más probable es que lo que le resta de vida no alcance para cumplir esa condena.
La burla más agraviante es que en ese juicio solamente se están juzgando los asesinatos de ciudadanos españoles. El sacerdote Joaquín López y López así como Julia Elba Ramos y Celina Mariceth Ramos, asesinados esa misma noche pero de nacionalidad salvadoreña no fueron incluidos. Un juicio así, trozado, sesgado e incompleto fue el precio que tuvieron que pagar los que siguen exigiendo verdad y justicia para ver en el banquillo de los acusados a un hombre cuyos delitos fueron muchos más que la muerte de unos sacerdotes extranjeros.
No es que se menosprecie este acto de justicia, tampoco que no se lamente profundamente el asesinado de poderosos intelectuales comprometidos con la realidad salvadoreña, pero el símbolo es muy poderoso. Las autoridades salvadoreñas, incluidas las emanadas de la dirigencia guerrillera, han buscado por todos los medios menoscabar la justicia. No pudieron hacer nada para evitar el juicio a pesar de que lo intentaron. Protegen a los otros responsables de una acción justiciera limitada. La prensa internacional se ha avocado a resaltar el juicio y los testimonios, que no tienen nada de novedosos, fueron los mismos que se usaron para el juicio contra los responsables de la masacre apenas concluida la guerra. Pero obvian definitivamente que es justicia para los españoles y no para los salvadoreños.
Las sociedades centroamericanas no pueden saldar su pasado mientras se continúe desacreditando de esa manera la justicia. Julia Elba Ramos y Celina Ramos forman parte de ese pueblo que sufrió las estructuras de injusticia y que pagó con su sangre y vida el atreverse a soñar con un futuro diferente. Al no estar presentes en el tribunal español, ese pueblo doliente sigue siendo postergado, violentado y burlado en sus anhelos de justicia. Y si eso no lo pueden lograr los abogados, corresponde asumir esa responsabilidad a los historiadores.