Por Marcelo Colussi*
29 de octubre de 2018
“Credo quia absurdum est” (creo aunque sea absurdo) decían los teólogos medievales. Así, las verdades racionales no serían incompatibles con la creencia, con la fe. O sea: es más fácil creer que pensar.
Pensar, sacar conclusiones, recapacitar con profundidad, según se dice, nos define. De ahí que somos “seres racionales”. Pero inmediatamente se reconoce que es más fácil no pensar sino seguir la corriente, repetir, creer lo que otros han pensado.
Sin dudas el ser humano tiene ese don maravilloso, especialísimo, que es la inteligencia. Gracias a ella desde hace ya unos cuantos años (unos tres millones) venimos distanciándonos cada vez más de nuestros antepasados animales y mejoramos nuestras condiciones de vida. Ningún animal trabaja, modifica su medio ambiente natural, piensa. Esa es la sublime diferencia del anthropos. ¿Qué compañero de la escala zoológica hace eso? Ninguno. Los humanos somos los únicos seres pensantes del planeta.
Todo ser humano, aún el más tonto, tiene un cociente intelectual que ni el más inteligente de los monos está cerca de alcanzar. Pero… en realidad es cuestionable que todos pensamos. Si entendemos “pensar” por hacer uso de funciones intelectuales simbólicas que no tienen ni las plantas ni los animales, entonces sí, pensamos. Pero si lo entendemos como “crear nuevos conocimientos”, “sacar conclusiones”, “hacer transpirar las neuronas”, entonces no estaríamos tan seguros que todos pensamos. En todo caso, es ahí donde se hace evidente la máxima de los teólogos medievales: pensamos un poco, pero en general la experiencia humana nos confronta con un pensamiento que producen algunos pocos (los factores de poder) y que las grandes mayorías repiten, pues no piensan, limitándose a creer lo pensado por otros, ¡aunque sea absurdo!
Las religiones sirven para eso. No sólo ellas: el discurso común, reproductor de la ideología dominante, también. Desde el poder, de lo que se trata es de no permitir pensar, de hacer repetir perpetuamente e inducir creer “lo que se debe creer”, aunque sea absurdo. Sin dudas, nuestra humana condición da para eso: somos manipulables, conservadores, miedosos. “¿Creéis que en todo tiempo los hombres […] han sido mendaces, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios?”, se preguntaba Voltaire. Reconozcamos con imparcialidad que somos bastante de todo esto. Es más fácil seguir la corriente que nadar contra ella.
¿Por qué gana en Brasil Jair Bolsonaro, un representante de las más recalcitrante derecha conservadora, atrasada, homofóbica, autoritaria, patriarcal y machista, visceralmente anticomunista? Porque la lucha ideológica llevada adelante por el capital supo manipular adecuadamente a las grandes masas, confundiéndolas, atontándolas. El caballito de batalla de la lucha contra la corrupción supo hacer lo suyo. Como dijera Scalabrini Ortiz: “Nuestra ignorancia está planificada por una gran sabiduría”.
Pero no todo está perdido. Si bien la civilización se construye sobre la base de esta mansedumbre generalizada, también existe la posibilidad de cambiar. Aunque así funcionamos, también el cambio es posible. Si no lo fuera, aún seguiríamos aterrorizados por el látigo del amo esclavista, o por el relámpago de las tormentas. Y eso ya no es así.
Pensar no es fácil, puesto que implica cuestionar lo que uno mismo es. Pensar con sentido crítico, creativo, yendo contra la corriente, no es lo que el poder alienta. Pero, sin embargo, aunque el prototipo de ciudadano universal es un manso repetidor (el “hombre-masa” para decirlo rápidamente, Homero Simpson como caricatura contemporánea), también es posible romper ataduras. Las tendencias progresistas, cualquiera sea (la ciencia moderna en sus albores –por lo que fue condenada–, cualquier movimiento de vanguardia, el pensamiento socialista, el arte innovador, etc., etc.,) piensan, y marcan nuevos rumbos.
Aunque sea difícil, asuste, meta en problemas, también es posible pensar. De eso se trata en definitiva si nos tomamos en serio aquello de “otro mundo posible”. Aunque esté algo “pasado de moda”, es oportuno retomar y poner en práctica aquellas enseñanzas de ese furioso volcán de pensamiento crítico que fue el mayo francés de 1968: “la imaginación al poder”. Aunque con objetividad debe reconocerse que las características que apuntaba Voltaire son reales y nos definen en buena medida, no podemos resignarnos a ser Homero Simpson. Es posible –¡y necesario!– romper esas ataduras. Reconociendo que pensar no es fácil y que toda la matriz social está preparada para que no lo hagamos, de todos modos ¡sigamos pensando críticamente!