La soledad del maratoneta después de la carrera

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano 

Hace unos días, por los oblicuos juegos del recuerdo, surgió en mi mente, como inesperada memoria, la esquelética figura de William Pérez, un maratonista que había llenado de gloria al país, en 1952. Fue un período difícil para nosotros. Cuando digo “nosotros”, pienso en mis padres, jóvenes aun, pienso en mi familia. Ellos habían apostado sus esperanzas en la Revolución de Octubre, que no era la soviética, sino la modesta revolución que mis paisanos habían iniciado en 1944 y cuya finalidad imaginaba gozar de una democracia después de tantos años de dictadura. Al presidente Arévalo, de gran popularidad, había sucedido Árbenz, apuesto y melancólico como el héroe de una tragedia implacable. Los Estados Unidos comenzaban a llenarse de una oscura propaganda, que proyectaba sobre nuestro país la sombra del comunismo, la excusa de siempre para autorizar invasiones y masacres. Un clima sorprendentemente parecido al actual, en donde no se puede expresar un pensamiento ajeno al dominante, bajo pena de que te caiga encima toda la maquinaria del sistema de comunicación. En algunos lugares, la maquinaria judicial.

Volvamos a William Pérez, cuyo verdadero nombre era Teodoro Batz. Ya que estamos inventando, inventé que William Pérez había nacido en un pueblito periférico, e imaginé que corría raudo hasta la capital para entrenarse en el arte del maratón. No era ficción, en cambio, que por desconocidos motivos, que no viene a cuento averiguar y poco interesa para el relato, William Pérez fue a Nueva York para correr el día de San Silvestre. Aquí se abre un paréntesis innecesario pero de gusto. Debe saberse que nunca nos hemos distinguido en las disciplinas deportivas. En los Juegos Interamericanos (olvidemos la Olimpiadas) nunca conquistábamos medallas de oro y de ningún metal. Recuerdo que el único deporte en el que éramos excelentes era el tiro al blanco, y eso representaba el mejor retrato de nuestra violenta historia. Así que imaginar a William Pérez en Nueva York despertaba una sonrisa cómplice e irónica. Ya perdíamos todos los partidos internacionales: quizá podríamos superar a El Salvador, en fútbol, pero ganarle a Honduras o a Costa Rica era imposible. ¡Ir a correr a Nueva York, bizarría y capricho! Cuál no sería nuestra sorpresa cuando nos enteramos, quizá un día después, porque en la época las comunicaciones eran precarias, que William Pérez había llegado primero en el famoso maratón. ¡Héroe nacional! Sobre todo en un lugar en donde las alegrías internacionales eran bastante escasas. Cuando William Pérez regresó, una multitud lo esperaba en el aeropuerto, llenaba los alrededores, y, enseguida, formaba una valla triunfal en todo el camino hacia el Palacio Presidencial, en donde lo esperaban todas las autoridades ansiosas de darle un abrazo patriótico, floreal y vehemente. Fue tanto el entusiasmo que al Estadio de Fútbol recién construido lo bautizaron con su nombre. El Estadio Nacional Olímpico “William Pérez”.

Pasaron los años. William Pérez no volvió a ganar ninguna carrera y su retrato color sepia se fue desvaneciendo, como aquellas fotos que guardamos en una caja y al volver a verlas, están desvaídas, testigos melancólicos del tiempo prófugo, de nuestra edad fugaz. Mientras tanto, los Estados Unidos invadieron el país, como suelen hacerlo en América Latina, con la misma implacable regularidad imperial con que condenan las invasiones que ellos no ejecutan. Invadieron el país y condenaron a muerte a miles de seguidores de la revolución, con un argumento contundente: eran comunistas, aunque no lo fueran para nada. La mayor parte de los intelectuales se fue al exilio y comenzó un rosario de dictaduras. Pero no es de esa suerte de la que hablamos, sino de las aventuras y desventuras de Teodoro Batz, también llamado William Pérez.

En un año del cual no puedo acordarme, ya en el oscuro laberinto de una de las tantas dictaduras sucesivas a la revolución, se jugó uno de los partidos de fútbol que decidirían quién iba a perder la cara en las eliminatorias de la Copa del Mundo. El adversario puede haber sido El Salvador, como puede haber sido Costa Rica. Lo que aquí importa es que, al final del partido, que para variar perdimos, hubo una estampida mortal. Alguien dio la alarma de un peligro inexistente, y los espectadores comenzaron a correr hacia la salida, empujándose al principio y atropellándose al final. Como tristemente sucede en esos casos, hubo decenas de muertos. Bomberos y asistentes sanitarios pasaron la noche acarreando cadáveres. Al día siguiente, el estadio nacional olímpico “William Pérez” era un desierto de inútiles botellas de plástico, desventuradas latas de cerveza, papeles fragmentados, zapatos extraviados, prendas de vestir olvidadas y una neblina fúnebre de pena y abandono. Llegaron los periodistas, con ese oficio de rapaces que a veces les toca, para escarbar en los restos de una tragedia. Uno de ellos se acercó a un barrendero, que con afán limpiaba las graderías desiertas.  Alargó el micrófono hacia el empleado y le preguntó: ¿Su nombre, señor? El otro no dejó de barrer mientras contestaba: “William Pérez”. El periodista lo corrigió: “No, hombre. William Pérez se llama el estadio. Le estoy preguntando cómo se llama usted”. El hombre dejó de barrer. “Ya se lo dije. Me llamo William Pérez”.

Era, en efecto, William Pérez, el maratonista que había dado el nombre al estadio. Su historia era ejemplar. Luego de haber sido coronado como héroe nacional, William Pérez o Teodoro Batz había regresado al anonimato, en parte porque no había ganado otra carrera y en parte porque el gobierno había caído. Cuando estaba a punto de morirse de hambre, fue con los dirigentes del deporte nacional y les dijo: “Señores, soy William Pérez. Le he dado a esta nación la única gloria que ha tenido en los últimos cincuenta años. He perdido todos los trabajos y no tengo qué comer. Les ruego que me den cualquier empleo, acepto lo que sea”. Los dirigentes deportivos le contestaron que lo único que le podían ofrecer era el puesto de barrendero en el estadio. William Pérez o Teodoro Batz había aceptado. Y por eso se encontraba, el día después de la tragedia, limpiando el estadio que llevaba su nombre.

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