Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Miguel Ángel Sandoval

 

En los últimos años nuestro país se ha caracterizado por la resistencia de las autoridades a reprimir las protestas sociales. Ya ocurrió durante el gobierno del defenestrado Pérez Molina que ante las protestas de alto contenido transformador, que exigían su renuncia, se negó a dar la orden de reprimir. Es un dato de importancia capital en el análisis, pues si de algo se acusó durante años al general Pérez fue justamente su rol de represor durante el conflicto armado. Pero la guerra finalizó, se firmaron los acuerdos de paz y ello no paso de noche para el país. Se había iniciado una nueva época, siempre con conflictos, con luchas diversas, pero sin que la represión fuera la norma.

 

En 2015, las protestas fueron masivas, quizás concentradas en el área urbana capitalina y en unos cuantos departamentos. Pero en 2023, luego de intentos de desconocer los resultados electorales, las protestas fueron nacionales y con un vigor que no se conocía. Lo cual incluye la participación como nunca de los pueblos indígenas. No discuto aquí los cientos de años de resistencia indígena, sino lo ocurrido en los años de la llamada época de la posguerra. Puedo afirmar que la represión desapareció como única manera de resolver las crisis sociales de la faz del país, aunque no cierro los ojos ante otros fenómenos y los intentos de varios grupos por desatar la represión como la única forma de mantener privilegios.

 

Es cierto que hubo estas expresiones sociales, pacificas hay que decir, pero igualmente se puede decir que el ejército y las policías no jugaron un rol represivo a pesar de intentos dentro y fuera de estas instituciones y en otras esferas del poder y los grupos dominantes. Es una nueva practica en el país.

 

Aunque es necesario señalar manchas en la actuación del Estado de manera general. Como la masacre de Alaska, en 2012, cuyos autores fueron juzgados en un proceso largo y sin pasar a la fase de condenas claras y aquí el rol del OJ que no cumple con sus funciones y parece que lo hace con los parámetros de la guerra. Viven, para decirlo de forma figurada, inmersos en la guerra fría y se han constituido, a pesar de honrosas excepciones, en los guardianes de la vieja política, la corrupción y la impunidad.

 

En los últimos años, la mayor resistencia a los cambios tiene su razón de ser en la defensa cerrada de la corrupción y la impunidad. Lo cual explica, por ejemplo, la resistencia y finalmente expulsión de la CICIG. Y de manera paralela en la tendencia a impedir las voces críticas desde diversos espacios de la sociedad guatemalteca. De manera particular, lo vemos en la represión a los operadores de justicia y a la prensa independiente.

 

Pero represión como la del viejo estilo, con asesinatos, desapariciones o matanzas son parte de un pasado que no debemos permitir. Nunca más. Esa es la idea planeada en nuestro país y sociedad luego de la firma de la paz y del informe presentado por la iglesia guatemalteca. Es el martirio de Monseñor Gerardi, quizás uno de los últimos agravios a la paz y expresión de ese tipo de represión.

 

Pero estas notas quedan incompletas sin un análisis de un fenómeno estructural y recurrente como la represión en la región del denominado valle del Polochic. En esa zona del país los desalojos violentos de tierras, los asesinatos de líderes campesinos, de campesinos acusados de cualquier cosa, son moneda corriente. Y otros casos en la costa sur, como Nueva Linda, de ingrata recordación. Ello es algo que debemos expulsar del país y de nuestras prácticas como sociedad democrática. Es un síntoma que nos dice de una región que vive en la expresión más acabada de la finca que se niega a transformar. Es la expresión de un viejo modelo de poder que en el resto del país se ha modificado, lentamente, pero de forma que se puede ver en las nuevas actitudes.

 

No digo cosas al tanteo. Hay mucha información y ello desde hace años. Así, en marzo de 2011 escribía con información de primera mano y fuentes confiables: “Las informaciones que llegan de la zona del Polochic son realmente dramáticas. Hay desalojo de campesinos con la participación del ejército, del Ministerio Público y la Policía Nacional Civil, que suman unos 2 mil efectivos para reprimir a campesinos pobres, desarrapados, que han visto en los últimos años como las empresas azucareras o de palma africana se apoderan de todo. La tierra de sus antepasados, el agua de sus comunidades y la paz precaria que vivimos en el país”.

 

Este fue uno de los tantos incidentes en la región. A la fecha se han documentado otros tantos. Y todo sigue sin cambios. Es la expresión de propietarios de la tierra que durante años se han negado a modernizarse, a considerar a los campesinos como los enemigos antes que de una forma democrática. Es la ley del finquero a la antigüita lo que reina en esa parte del país. Quizás ahora con el nuevo cambio de gobierno haya la posibilidad de cambiarla de acuerdo al ordenamiento jurídico del país, que es bueno señalar, no se reduce a la visión finquera de los artículos del Código Penal que hablan de la usurpación simple y agravada. La paz social en el campo y el desarrollo agrario demandan de otros parámetros.

 

En línea con lo anterior, quizás ahora que se ha suscrito (7 febrero de 2024) un acuerdo entre el nuevo gobierno y las organizaciones campesinas exista la posibilidad de ver con urgencia lo que ocurre en el valle del Polochic, como la expresión más acabada de lo que no debemos hacer en el agro guatemalteco si finalmente queremos el desarrollo de ese importante sector de la economía nacional.  Resolver el drama del Polochic puede ser el inicio de la modernización en el agro guatemalteco. Y dar cumplimiento a los compromisos de ese acuerdo con los campesinos, es o debería ser, la medida de los cambios que se deben acometer.

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