La mujer perfecta

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano 

En algún libro de historia del arte (quizá Hauser o Gombrich) se afirma una sentencia que, de repetida, ha pasado a ser una banalidad: el modelo de belleza femenina que impera en Occidente está basado en la Venus de Boticelli. Una inmaterial muchacha, que no alcanza los 20 y, quizá, acaricia los 17, levita sobre las aguas apoyada en una indecisa concha marina. Está desnuda y se cubre, con cabellos y manos, aquellas partes del cuerpo castigadas por la moral de la época. Es blanca hasta la palidez, y el pelo rubio, largo y sedoso, cae con naturalidad sobre discretas sinuosidades. El rostro es oval, los labios rojos y finos, la nariz breve, los ojos claros, quizá celestes.  Se adivina alta, pero no mucho, aunque resulta claro que es longilínea. Germán Arciniegas sostiene que la modelo para ese cuadro fue Simonetta Vespucci, reina de belleza de Florencia y hermana de Américo, el descubridor de un misterio que Colón no descubrió: la existencia de América. Simonetta no fue solamente una muchacha bella: al posar para Botticelli, fue modelo dos veces, para el cuadro y para lección y castigo de la mujer occidental. De allí en adelante, la condición de ser rubia, de ojos azules y blanca fue requisito sin discusiones para ostentar belleza. Todo el Siglo de Oro español está lleno nieves para la piel y de oro para el cabello. Sin saberlo, Simonetta Vespucci ha sido la madrina de peluqueras de todo el mundo, que derrochan sus sábados por la tarde entintando de amarillo los negros cabellos de millones de mujeres.

Naturalmente, variantes hay, sobre todo en la literatura. Bien podremos afirmar que Dulcinea del Toboso era morena, porque las descripciones de Aldonza Lorenzo nos lo hacen imaginar. Morena la reina de Saba y morena Cleopatra, morena la esposa en el Cantar de los Cantares. En el mundo mediterráneo, más serían las morenas que las rubias y quizá, por raras, las rubias tendrían privilegio. Una hermosa canción sefardita dice: “Morenica me llaman…” Donde la hermosura de las morenas encuentra su sanción definitiva es en la comedia de Lope La doncella Teodor, cuando se enumeran las dieciocho cualidades que hacen bella a una mujer:

Cualquiera puede reconocer la perfección atribuida al número tres, en modo particular, en la cultura judeo-cristiana. Tres son las personas de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres las tribus de Israel, derivadas de los tres hijos de Noé. Tres las comunidades humanas, derivadas de esa progenie. La enumeración perfecta, en retórica, tiene tres elementos. Y así, sucesivamente. Por eso, haberse topado con América, en el siglo XVI, significó un terremoto en las creencias europeas. En efecto, si los continentes eran tres, a imagen y semejanza de la tripartición divina, ¿qué significaba este cuarto continente, que desarticulaba el orden que los europeos atribuían a Dios? Y esos seres humanos, ¿a qué grupo pertenecían, de cuál tribu de Israel descendían? Arduos debates siguieron, sobre todo en Salamanca. Pero es otra historia, porque de lo que hablábamos era de la perfección en la belleza femenina, que, según Lope (y su personaje de la bella Teodor), se basa en el número tres.

Un relato basado en el número tres se encuentra en Las mil y una noches. Ese cuento tiene por protagonista a Calaf, un príncipe destronado. Llega a Pekín y es hospedado por una anciana. La anciana tiene una hija, que es esclava de Turandot, la bellísima hija del rey. Su hermosura es tanta que, quien la ve, de persona o en retrato, cae mortalmente enamorado. Cuando el padre la quiere casar a la fuerza, Turandot se enferma y hace prometer al afligido padre que solo se casará con quien responda a tres preguntas: ¿Cuál es la criatura que está en todos los países, que es amiga de todos y que no tiene igual? ¿Cuál es la madre que devora a sus hijos cuando son mayores? ¿Cuál es el árbol que tiene hojas negras por un lado y blancas por el otro? El príncipe de Samarcanda, al ver un retrato de Turandot, se lanza al ruedo y falla en las respuestas. Fatalmente, es ejecutado. El príncipe arroja lejos de sí el retrato, antes de morir. Calaf lo recoge y, al verlo, precipita en el amor desaforado. Se presenta a la corte y se somete a las tres preguntas. Para asombro de todos, tiene las respuestas: el sol, el mar y el calendario. Al verse vencida, Turandot entra en crisis. Calaf le dice que renunciará al matrimonio si ella adivina cuál es su nombre. En este juego de adivinanzas, interviene el amor: una esclava se enamora de Calaf, e inventa que Turandot planea asesinarlo. Le propone huir juntos, pero Calaf prefiere la muerte y se lamenta de su destino. Al hacerlo, pronuncia su nombre. La esclava corre con Turandot y le revela el nombre del príncipe. No obstante ello, la princesa acepta casarse con Calaf. Tal el poder mágico del número tres. (No lo ignoraba Giacomo Puccini, tampoco nosotros, que recitamos: “Colorín colorado, este cuento se ha acabado”.

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