Créditos: Juan José Guillen
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Por Diego Vásquez Monterroso* 

Lecciones de la historia

Durante la segunda mitad de la década de 1870, las presiones sobre las comunidades indígenas de Guatemala aumentaron. Junto a la reorganización territorial llevada a cabo por los segundos liberales, se sumó la expropiación masiva de las mejores tierras para el cultivo del café que unos pocos años antes aún eran comunales. Esto afectó de diferentes formas a las comunidades, y aquellas mejor organizadas, más ricas económicamente y con amplias redes de todo tipo, tuvieron mejores oportunidades.

Aún así debieron pelearlas. Entre 1876 y 1877, un movimiento k’iche’ y ladino en Momostenango en contra de la expropiación de tierras para favorecer a milicianos liberales y en contra de los trabajos forzados, se convirtió rápidamente en una rebelión regional que puso en jaque durante algunos meses al régimen de «El Reformador» Rufino Barrios, llegando incluso a incorporar a miembros de comunidades más alejadas, tal y como señalan María Victoria García Vettorazzi y Juan Carlos Sarazúa.

Cuando finalmente el Estado derrotó a la rebelión, Barrios no tomó las conocidas medidas represivas que acostumbraba, sino que pactó con los k’iche’s del lugar y les concedió varios beneficios, entre ellos una menor presión para ir a trabajar a las fincas y también el poder integrarse al ejército nacional. Esto incluyó, además, formar parte de la guardia privada de los dictadores liberales, una cercanía al poder estatal inédita hasta entonces. Esto fue integrado de tal forma que incluso el servicio militar fue integrado durante décadas como uno de los cargos comunitarios obligatorios en el lugar, como le relataron ancianos k’iche’s a Robert M. Carmack y a Barbara Tedlock.

Así, esta «derrota» militar, más que una tragedia para los momostecos, se convirtió en una oportunidad clave en medio de las mayores transformaciones que habían vivido las comunidades desde el siglo XVI, y les permitió no solo ampliar sus redes de intercambio y comercio, sino además evitó la destrucción de la comunidad como sí sucedió -o al menos lo aceleró- en aquellos lugares donde los trabajos forzados hacia las fincas fueron la norma. Caminos similares transitaron los kaqchikeles de Santiago y San Pedro Sacatepéquez, los mames de San Pedro Sacatepéquez marquense, y los k’iche’s de Quetzaltenango. Demostraron que, lejos de la retórica liberal del Estado omnipresente, éste debió negociar con las comunidades indígenas para poder adquirir -parcialmente  su forma liberal moderna.

El yakataj  de las varas

¿Qué tiene que ver la rebelión de Momostenango con la coyuntura actual? Nos señala que las vías de transformación son múltiples y que, en contextos de fuerzas dispares, la negociación y las habilidades -y ventajas- mostradas en ellas, son clave para abrir futuros no contemplados. Hasta hace unos meses, el destino de Guatemala como Estado y como sociedad, parecía inalterable: las instituciones estaban tomadas casi totalmente por grupos criminales variopintos, y el ritual de las elecciones era mera continuación de lo ya establecido. La victoria del Movimiento Semilla -un partido de centro-izquierda bastante moderado- abrió futuros no contemplados, pero también ha creado una crisis nacional provocada por los grupos criminales que han cooptado el Estado y se resisten a cederlo al partido ganador.

Esta crisis no solo ha visto a muchos actores supuestamente moderados adoptar posturas antidemocráticas, sino también ha visto la irrupción en lo nacional de las autoridades indígenas como el eje moral y sociopolítico que ha comandado las manifestaciones en repudio al «golpe de Estado en cámara lenta», y han logrado articular junto a ellos a toda una pléyade de actores colectivos que, o no se conocían o no se habían logrado articular sino hasta ahora, algo inédito.

Esta irrupción -llamada «yakataj de los bastones» por Carlos Fredy Ochoa– se diferencia de anteriores alzamientos comunitarios primero porque tiene un alcance nacional y segundo porque ha contado con el apoyo de sectores ladinos y urbanos, tradicionalmente reacios siquiera a aceptar la agencia política de las comunidades indígenas, menos aún a apoyarlos políticamente.

Pero, ¿estos cambios podrán sostenerse en el tiempo? ¿representan un cambio radical de la forma de comprender las relaciones sociales entre guatemaltecos y la esencia misma del Estado nacional? Es algo que no sabemos con claridad, sobre todo porque estamos tratando de analizar sobre un momento que no solo sucede en el presente, sino además estamos dentro del mismo. Pero acá propongo algunas lecturas sobre ello.

La larga historia de las comunidades mayas y xinkas

Las sociedades indígenas actuales mantienen, en gran medida, y con cambios, formas de organización sociopolítica de origen prehispánico. La institución básica, o chinamit, se ha transformado en las modernas aldeas, barrios, cantones, chinamitales (como en Sololá), o incluso mimetizados en los Consejos Comunitarios de Desarrollo. Formados por familias ampliadas emparentadas entre sí, tienen control de un territorio determinado, un origen compartido y la advocación a una entidad sagrada específica, que hoy toma la forma muchas veces de un santo católico. Los siguientes niveles de organización son el amaq’ y el winaq, que replicaban los aspectos básicos del chinamit, pero que además incluían estratos nobles, mayores territorios y recursos, varias entidades sagradas, y un considerable aumento de la estructura burocrática local y regional.

Estas formas de organización ya habían sido transformadas varias veces en el pasado prehispánico. Los cambios de finales del siglo IX e inicios del X de nuestra era los más impactantes, cuando desapareció el sistema dinástico conocido como K’ujul Ajaw de gobernantes únicos, noblezas amplias e incluso el sistema calendárico de la Cuenta Larga, y se sustituyó por el modelo «confederado» de dos o cuatro gobernantes y autonomías regionales que eran los que estaban vigentes al momento de la invasión europea en el siglo XVI.

Precisamente el nivel winaq, que es ahora conocido como «reino», «confederación» y «Estado», fue el primero en desaparecer, por representar la amenaza más seria de rebelión dentro del sistema colonial español. Los otros dos se mimetizaron en las formas coloniales como barrios, aldeas, cabildos y demás. Paulatinamente perdieron sus estratos nobles, aunque no sus sistemas de autoridades, que pasaron de ser por nacimiento a ser por mérito y por «don». Posteriormente, en tiempos republicanos, retomaron los modelos coloniales adaptándolos a los objetivos del Estado nacional.

Muchas de las comunidades actuales, si no la totalidad, descienden de antiguos chinamit y amaq’ prehispánicos, que fueron fusionados y reorganizados territorialmente (reducidos), que crecieron y pasaron de ser aldeas a pueblos y después a municipios, o que siendo grandes pueblos pasaron a ser pequeñas aldeas. Estamos hablando de cinco siglos al menos -unos diez, cuanto menos si contamos las entidades prehispánicas- de diferentes trayectorias comunitarias que tienen en común el mantener sus formas de organización sociopolítica propias. En algunos casos, ha ocurrido ininterrumpidamente, como en Momostenango, San Miguel Totonicapán, Asunción Sololá o, Santiago Atitlán. En otros, como Quetzaltenango, San Marcos La Laguna o el área Xinka, se han dado adaptaciones variadas; mientras en otros casos desaparecieron formalmente y han aparecido nuevamente, en forma de autoridades comunitarias que podemos llamar «reconstituidas», pero que en términos culturales representan únicamente el retomar las formas propias de organización, y no una «invención de la tradición» como tal. 

Una forma propia de autoridad

Las autoridades que provienen de estas formas de organización son las que han estado liderando este Paro Nacional Indefinido que comenzó el 2 de octubre de 2023 pero que ya había tenido pequeños ensayos previos en los años de la pandemia.

Como ya mencioné en mi artículo anterior, su precedente más similar no es 1944, sino la Rebelión de La Montaña de finales de la década de 1830. Aún nos hace falta conocer más cuál fue el papel concreto de las autoridades indígenas acuerpando a Rafael Carrera y los pequeños y medianos propietarios del área Xinka que dirigieron el movimiento. Arturo Taracena Arriola menciona cómo después del triunfo de Carrera muchas comunidades indígenas se aliaron con éste en un fenómeno que duró décadas, haciendo evidente el hecho de que el Estado de Los Altos era, finalmente, un proyecto ladino regional. Y Greg Grandin menciona la forma en que las autoridades k’iche’s de Quetzaltenango aparentemente se plegaron a las del naciente Estado, mientras llevaban a cabo resistencias pasivas que, eventualmente, decidieron la caída de dicho Estado y la alianza de décadas entre los k’iche’s y Carrera.

Es necesario comprender cómo estas autoridades no son equivalentes a los líderes, indígenas o no, de los movimientos sociales, aunque en buena parte del imaginario ladino (incluso del más progresista) es lo mismo. Las autoridades indígenas se deben a comunidades específicas, tienen mandos rotativos y son elegidos mediante asambleas, por toda una vida recta, o por tener el «don» de poder dirigir a la comunidad. En todos los casos, no significa que ellos decidan unipersonalmente, y las decisiones deben ser validadas a través de la comunidad, es decir que son colectivas.

Muchos de estos cargos tienen además duraciones cortas y definidas, y por lo general quien ya sirvió en los cargos altos no podrá ser reelecto. Así, estas formas de organización representan un desafío para los tradicionales liderazgos cuasi-permanentes dentro de buena parte de los movimientos sociales de estilo más tradicional, o para el mismo Estado. Suponen una posibilidad para pensar formas de organización sociopolítica más amplias -no solo a nivel comunitario- como alternativas que no solo dejen atrás esta crisis, sino sean un parteaguas en la forma en que han sido concebidas las relaciones interétnicas, de clase, por región y por estamento.

De todos modos, las sociedades indígenas ya han tenido «Estados» en el pasado, ¿no? 

La amaq’ización de la movilización social en 2023

Entre 2016 y 2020 realicé una investigación histórica que buscaba entender cómo los k’iche’s Occidentales -un conjunto de comunidades en los actuales departamentos de Quetzaltenango, Retalhuleu, Sololá, Suchitepéquez y Totonicapán- habían no solo logrado mantenerse como región diferenciada desde la época prehispánica tardía, sino además habían podido superar exitosamente -en términos culturales, políticos, territoriales, militares y económicos- los períodos colonial y republicano.

A través del estudio de sus formas de organización – sobre todo las formas pasadas y presentes de chinamit y amaq’ – busqué explicar cómo se comportan como una «alianza de amaq’» (Komon Amaq’) y cómo ésta puede ser un ejemplo para pensar formas distintas de organización sociopolítica, cultural, territorial, económica, etc., en toda Guatemala. La investigación saldrá publicada pronto.[1]

Este análisis histórico de larga duración mostró elementos que parecían demostrar cómo, eventualmente, las formas amaq’ podían llegar a ampliarse a tal nivel que se convertirían en una alternativa para la forma actual del Estado nación guatemalteco.

Lo que no imaginé era que iba a suceder tan pronto.

Lo que estamos viendo desde inicios de octubre de este año es, efectivamente, la amaq’ización de los movimientos sociales y las alternativas políticas en Guatemala. El triunfo electoral del Movimiento Semilla y la crisis desatada por los actores corruptos que no quieren perder sus privilegios – aceleraron la irrupción de las autoridades indígenas a nivel nacional, no solo a nivel de sus propias comunidades, sino aliadas y actuando entre sí, al modo de una confederación, es decir como amaq’ aliados.

El término amaq’, de origen mixe-zoque (es decir de hace más de tres mil años, como me señaló Judith Maxwell en su momento), es la raíz para términos como «avecindarse» o ser ciudadano o miembro de una comunidad determinada. Pero lo que tenemos ahora es a varias comunidades, con sus formas de organización y demás particularidades, actuando coordinadamente entre ellas. Se trata, en cierta medida, de la famosa «rebelión general» que los españoles buscaron evitar al eliminar el nivel de winaq.

La coordinación que han exhibido es brillante, así como los cambios de estrategia, tratando de no entrar en confrontaciones armadas directas. Para esto han contado también con el apoyo de movimientos sociales tradicionales, que de una forma que no siempre sucedía antes, han dejado el rol protagónico a las autoridades indígenas. El poder de convocatoria y movilización ha sido tal que las áreas históricamente más fuertes -los k’iche’s occidentales, el área de Sololá y el área xinka – han sido los epicentros que han aglutinado expresiones en todo el país, incluso en regiones, como el norte q’eqchi’ en Petén, o con los ch’orti’ en el oriente del país, donde la organización tradicional ha sido históricamente más golpeada.

También hablamos de amaq’ización porque la actual movilización no solo está incluyendo a las comunidades indígenas, en las que existen las formas más tradicionales o más modernas de amaq’, sino porque incluye a grupos urbanos y ladinos que, además, acatan los mandatos de las autoridades indígenas, les muestran su admiración de muy distintas maneras, y en cierta manera los ven no solo como ejemplo de organización, sino como alternativa.

En un eventual gobierno de Semilla será interesante ver cómo este complejo «movimiento confederado», con múltiples y rotativos liderazgos, es tomado en cuenta o no, no solo como «apoyo popular» de dicho gobierno, sino como punta de lanza para pensar otras formas de organizarnos como sociedad(es).

Amaq’ y alternativas políticas

Es aún muy temprano para determinar si esta amplia «confederación de amaq’» junto a sus contrapartes ladinas y urbanas llegará más allá de ser el sostén de lo poco que queda de democracia en Guatemala en este momento particular. Estamos viviendo un momento histórico excepcional, pero además lo estamos haciendo involucrados de alguna u otra manera en el mismo, lo que inevitablemente distorsiona cualquier análisis. Esto no significa, por supuesto, que estos análisis estén errados, sino que se dificulta pensar más allá, porque se trata de un presente-futuro abierto aún.

Es claro que se abren múltiples futuros. Están aquellos donde la respuesta autoritaria triunfa y las autoridades indígenas o bien regresan a su nivel comunitario o bien son perseguidas por su «atrevimiento», o aquellos donde se da el traspaso a un gobierno de Semilla y este sigue la lógica estatal preestablecida, aunque más democrática y modernizante… Pero también están aquellos en que se abre el camino a pensar formas de organización sociopolítica a nivel nacional novedosas, aunque no inéditas del todo para las sociedades indígenas.

Las sociedades indígenas han estado acostumbradas, desde hace literalmente miles de años, a lidiar con contextos extremadamente complejos en términos lingüísticos, políticos, culturales e incluso topográficos. También saben cuándo prescindir de formas inútiles de organización social, y no ven problema en adaptar elementos foráneos si ello favorece la continuidad de la comunidad. Y es que en comunidad, la final, la continuidad de la vida lo es todo.

Por ello, su experiencia es fundamental para pensar una entidad política futura que, como Guatemala, seguirá siendo un lugar extremadamente complejo. Cuando la Rebelión de La Montaña terminó en 1838, Carrera y sus aliados rápidamente comprendieron que esta región era ingobernable bajo el modelo del Estado liberal moderno, y retomaron -con cambios- buena parte de la legislación colonial temprana (no la borbónica, más tardía). Dada la crisis desatada, era obvio que mantener «autonomías» indígenas, tuteladas, eso sí desde la centralidad de la Nueva Guatemala, era la mejor opción para lograr estabilizar al naciente Estado y conseguir la legitimidad política necesaria para avanzar proyectos nacionales. Algo que se rompió a partir de 1871.

Pero 1871 no representó solamente una aplanadora de destrucción hacia las comunidades indígenas (aunque sí sucedió en muchos casos), sino que también mostró cómo, en un contexto donde las comunidades ya no podían defenderse igual que décadas antes, cada región buscó cómo lidiar con la llegada del Estado, ya sea invitándolo a entrar, como menciona Grandin para el caso de Cante), peleando y después pactando con él como Momostenango, «ladinizándose» como el San Pedro Sacatepéquez mam, o tomando el discurso liberal mayanizándolo, como la élite k’iche’ de Quetzaltenango. Aquellos que preservaron la comunidad incluso en las horas más oscuras de las dictaduras liberales, estuvieron mejor preparados para el exterminio masivo en la guerra civil de la segunda mitad del siglo XX y para los nuevos desafíos de los últimos lustros.

Pero no fueron los únicos, porque al final la historia no solo la suma de eventos sucedidos, sino también las decisiones que individuos y comunidades toman alrededor de ellos. Las lógicas de comunidad y, sobre todo, del bien común, nunca han desaparecido de las comunidades indígenas y, por lo que se ha visto desde octubre, tampoco en muchas comunidades ladinas y urbanas, y son éstas las que han guiado estas movilizaciones y los horizontes que parecen abrirse.

Que se logren concretar los futuros más promisorios en el corto o mediano plazo dependerá de muchos factores, no solo de las autoridades indígenas y de su poder de convocatoria, pero sin la participación de ellos sin duda no será posible.

Porque, al final, las sociedades indígenas han existido antes de la invasión europea y del nacimiento del Estado nación guatemalteco. Y seguirán existiendo, con sus refinadas formas de lidiar con la complejidad social, después del final de los Estados nación modernos.

[1] Heterarquía y amaq’: formas de organización social entre K’iche’ Occidentales (siglos XV-XXI), y próximamente disponible editada por la URL y Sophos.

* Arqueólogo y estudiante doctoral de Geografía en la Universidad de Edimburgo, Escocia, Reino Unido. Ha investigado por más de una década las formas de organización social, la historia, la cultura y la organización territorial de diversas comunidades mayas de Guatemala en una perspectiva histórica que privilegia el tiempo largo. Ha sido perito en procesos judiciales de defensa de comunidades indígenas y presos políticos. Próximamente se publicará su última investigación, Heterarquía y amaq’: organización social entre los K’iche’ occidentales (siglos XV-XXI) por parte de la Universidad Rafael Landívar y Sophos.

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