Por Imelda Tax
La música de mariachis en los cementerios no es una vista extraña en Guatemala. Sobre todo para esta época. Hace algunos años, la llegada de grupos musicales se volvió una tradición con el fin de animar a quienes lloran a sus muertos, pero también a quienes se resisten a olvidarlos.
En el cementerio general de Totonicapán, los mariachis, vestidos de charros, como es costumbre en la tradición mexicana, ya estaban instalados en el lugar desde el 31 de octubre.
La gente que los ve recorrer los pasillos del colorido cementerio, les pide que canten ciertos melodías. Unas alegres, otras nostálgicas. La trompeta, violín, guitarra y guitarron suenan por unos minutos, mientras algunos familiares recuerdan a sus seres queridos con los ojos llorosos y otros con la cabeza agachada en señal de oración.
Sin más, los mariachis se despiden y se trasladan a otra parte del cementerio para ofrecer sus servicios a la siguiente familia. Esta escena se repite casi sin descanso durante los tres días que la sociedad de Totonicapán dedica para honrar a sus muertos.
Mientras los marichis cantan, en las tumbas de al lado se abren los trastos plásticos en donde la gente lleva fiambre para compartir. Bajo la colorida tapadera plástica hay un plato de comida aún más colorido. Embutidos, quesos, huevos, verdura, recado y más, ordenados concentricamente y con delicadeza, hacen la ofrenda que los difuntos reciben de parte de sus parientes. Esta es una ofrenda de amor y no de olvido.
Dentro del camposanto, el Día de Todos los Santos y el Día de los Difuntos es una fiesta. Una fiesta a la vida, a la memoria de la vida y es una llena de colores. Todo lo que aquí hay es colorido: los nichos pintados y retocados, las flores y coronas, incluso, la venta de algodón de azúcar, naranjas con pepita, chicharrines, milojas e incienso.
Afuera del cementerio, el color no es menos variado. Diferentes comerciantes colocan sus puestos en la entrada para ofrecer ramos de flores, coronas de ciprés, veladoras, barriletes, mirra, comida y bebidas.
Sin embargo, la lluvia llega y se queda. Si bien la tradición es hacerle compañía a los difuntos, algunos prefieren no quedarse a almorzar y dejan sus ofrendas antes de retirarse del lugar. Ni siquiera los jóvenes que querían volar sus coloridos barriletes tuvieron tregua de parte del clima.
Para este 2 de noviembre, la procesión de personas que llega a adornar los nichos de sus familiares con flores, coronas y veladoras, no se detiene. Pero esta vez, la gente permanece un poco más antes de irse.
El día termina con lluvia y el cementerio, una vez más, vuelve a quedar en total silencio.
Entre la tradición oral de Totonicapán hay una creencia: el nombre de quien estornude el 1 de noviembre a las 6 de la mañana, al mediodía o a las 6 de la tarde, será el próximo en ser incluido en la lista de difuntos del siguiente año.