Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

¿Se puede tener nostalgia de lo que no se ha tenido nunca? Quiero decir, ¿añorar como perdido un lugar en donde nunca estuvimos; una sensación que nunca experimentamos; una persona que nunca conocimos; un amor que nunca realizamos?  Los seres humanos, creadores de imaginaciones, somos capaces de estas magias imposibles: sentir la falta de París sin que nuestros pies hayan hollado sus calles; deplorar con sentimiento la muerte de una reina lejana que ni fue nuestra reina y mucho menos conocimos; dolernos de la falta del aire fresco de la Selva Negra en medio del smog, aunque la Selva Negra sea solo literaria. Más frecuente en la adolescencia: amor eterno por la imagen de un poster, y, pasados los años, sentir la saudade de aquel amor. Estamos habitados por el deseo y el deseo crea lo deseado. Ambicionamos fantasmas. Lo dijo, hace muchos años, don Francisco de Quevedo: “Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino! /y en Roma misma a Roma no la hallas”. Maravilloso verso de la persecución de una imagen, que está en nosotros, pero no fuera de nosotros. La universal nostalgia de lo que no fue. Algo semejante a ese sentimiento es mi nostalgia por Arévalo y por el grito que generaciones de ebrios rebeldes han proclamado en las esquinas de alguna madrugada de bohemia: “¡Viva Arévalo!”. Me explico.

Hacia 1945, en un pueblo remoto de algún frondoso lugar de América Latina, llegaron buenas noticias: por primera vez, en el siglo XX, habría elecciones democráticas en el país. Varios candidatos se contendían la presidencia, y entre ellos, sobresalía uno que había venido de Argentina con la aureola del héroe. Era un hombre mucho más alto que lo normal, blanco, rubicundo, elegante y bien parecido. Se llamaba Juan José Arévalo. Se había exiliado en Argentina, a causa de la dictadura de un hombrecillo que admiraba a Mussolini e imitaba a Napoleón. Desde Argentina llegaban noticias de aquel gigante (o así lo parecía para la estatura media de sus paisanos) y las novedades decían que era un intelectual de renombre, un maestro de las artes y las letras, apasionado de democracia y libertad. En el pueblo remoto del cual estamos hablando, había una pareja de recién casados que se dejó llevar por el entusiasmo y se volvió arevalista. Él se llamaba Andrés, pero todo el mundo le decía “Andresito”. No era muy alto, tenía rasgos finos de italiano carilindo y un discreto bigote hacía contrapunto a dos ojos grandes, tan grandes que parecían de loco. Ella se llamaba Josefa, pero todo el mundo la llamaba “Josefita”, y con los años, el nombre se iba a redondear en “Pepa”.

Como solo los jóvenes pueden hacerlo, Andresito y Josefita se entregaron con pasión a la campaña por Arévalo. “¡Viva Arévalo”! gritaban como saludo y la mayoría de gente les respondía “¡Viva Arévalo!”. Para decir la verdad, la que saludaba así era la Josefita, porque Andrés era de una timidez apabullante, que cargaba sobre las espaldas como si fuera una lápida de mármol destinada a la iglesia del pueblo. El párroco era un italiano, don Celestino Angeletti, que no veía con buenos ojos esa ostentación democrática. “¿Y si nos resulta comunista?”, se inquietaba con Arévalo. “No, padre”, le respondía Josefita, ex campeona del equipo de básquet del pueblo. “¡Humanista, humanista, no comunista!”. El padre Otello (su otro nombre) meneaba la cabeza, poco convencido. La pareja de recién casados, arrastrada por la exaltación, alquiló un coche y le puso encima un par de altavoces. Recorrían el pueblo invitando a los vecinos a votar por Juan José Arévalo. Los encargados de la campaña se inventaron un jingle pegajoso y eficaz, que si hubiera sido para un producto comercial los hubiera llenado de dinero:

Juan José Arévalo

es el hombre ideal

para Presidente

Constitucional.

Mientras recorrían el pueblo vociferando y cantando, los adversarios los llenaban de insultos. Con su carácter volcánico, la Josefita los insultaba con gratos recuerdos para la familia, y Andresito tenía que intervenir para calmarla, y terminaban peleando ellos, hasta la próxima reconciliación.

Esas elecciones fueron una fiesta democrática, quizá la última que conoció el pueblo. Arévalo triunfó sin remisiones, sus adversarios no tocaron tierra. De él se podría hacer una enumeración digna del coronel Aureliano Buendía. Juan José Arévalo gobernó seis años durante los cuales llenó de escuelas el país, fundó la Seguridad Social, emitió el Código de Trabajo, reformó el sistema escolar, acentuó la separación de los poderes del Estado, expulsó a un embajador norteamericano por injerencia en los asuntos internos del país, sobrevivió a 38 golpes de estado y, finalmente, entregó la banda presidencial a su sucesor, sin la pretensión de continuar en el poder. Con Arévalo, la democracia se consolidó y los pobladores pudieron respirar el extraño aire de la libertad. Los únicos que se quejaron y se siguen quejando fueron los poderosos y es la mejor señal de la exactitud de su gobierno.

Muchos años después, Andresito contaba, con orgullo, la ocasión en que Arévalo echó al embajador de los gringos. Habituado a moverse en los países latinoamericanos como un procónsul romano, al embajador no le parecieron bien las reformas democráticas introducidas por Arévalo. Quién sabe por qué, lo que estaba bien en los Estados Unidos, olía mal en un pequeño país de Centro América. De ese modo, comenzó a conspirar con algunos traidores (en estas historias, esos personajes no pueden faltar) y en poco tiempo tenían preparado el golpe de estado. Arévalo se enteró, reunió a su gabinete y les anunció que iba a deportar al diplomático metiche. Los ministros se espantaron: “¡Señor Presidente!”, exclamaron, “los norteamericanos nos van a invadir y lo van a derrocar en 24 horas!”. Andresito se regodeaba de satisfacción repitiendo la respuesta de Arévalo: “Quiero ser Presidente de este país por lo menos por 24 horas”, había respondido. Llamó al embajador y lo declaró persona non grata. “Tiene 24 horas para abandonar el país”, le dijo. Los gringos estarían ocupados en otras cosas, quizá invadían otro lugar, porque no reaccionaron. Y Arévalo fue presidente mucho más que 24 horas.

Una de las obras más apreciadas de Arévalo fueron las Guarderías Infantiles. En todo el país se fundaron escuelitas para los niños en edad pre-escolar, gratuitas y para todos. Las familias pobres dejaban a sus hijos en la guardería, sobre todo porque a mediodía todos podían comer un almuerzo decente. A esa hora, hasta los hijos de los ricos llegaban a hacer fila. Josefita fue nombrada Directora de la Guardería Infantil del pueblo. Su mayor orgullo, para el resto de la vida, fue que, en una de sus giras políticas, el doctor Arévalo pasó a visitar el lugar, acompañado por doña Elisita, que encantaba a la gente con su acento argentino. Toda la vida Josefita le echó en cara a su hijo mayor que Arévalo lo había cargado, y le mostraba una foto desvaída, el gigantón con una criatura en brazos. “Es lo mejor que te ha pasado en la vida”, le decía, sin intención de ofender.

El resto es historia triste y melancólica. Arévalo entregó el poder a Árbenz, un militar huraño, apuesto y atlético, pero con poco carácter. Un personaje sacado de cualquier tragedia shakesperiana. Los gringos, alimentados por los ricos y por el furor anticomunista de la época, quisieron creer que Árbenz era comunista e invadieron el país por interpósita mano. A partir de entonces, se acabó la democracia y se sucedieron horrendos personajes en la Presidencia de la República, entre lo criminal y lo corrupto. La época de Arévalo quedó en la memoria como un período mítico, que los padres relataban a sus hijos como la época en que hubo democracia y libertad. Uno podía sentir nostalgia de Arévalo, aunque no lo hubiera conocido, porque está en lo humano aspirar a una vida mejor. Por las noches, en la larga, oscura noche de las dictaduras, solo los borrachos, amarrados por el alcohol a un poste giratorio y nauseabundo, gritaban su grito de rebelión: “¡Viva Arévalo!”.  La luz del poste parpadeaba, compasiva y anémica, como haciendo eco, piadoso y cómplice.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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