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Créditos: Prensa Comunitaria.
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano 

La película española “Las bestias”, ganadora de los premios Goya de este año, reincide sobre el tema del retorno a la naturaleza. Antoine, un profesor francés de Ciencias Agrarias, decide retirarse de la civilización urbana para realizar su sueño utópico de regreso a la tierra, a la agricultura, a la vida sana del campo. Arrastra en su empresa a su esposa Olga, que lo sigue solidaria, pero con menos obstinación. En su noble empresa, Antoine descubre algo que enunció, con agudeza, el historiador Severo Martínez: “El hombre de la ciudad ve el campo como un paisaje admirable; el labrador, en cambio, no contempla el paisaje, sino el duro trabajo que comienza al alba y termina al anochecer. Lo que para uno es belleza, para el otro es fatiga”. Y con fatiga Antoine y Olga transcurren sus días en Galicia, que es el lugar escogido para su renacimiento. Se topan con la dura realidad de la tierra: los habitantes de la pequeña aldea gallega en donde recalan los ven como a intrusos, como a “franchutes” odiosos y llenos de esnobismo; mientras los aldeanos llevan siglos de precariedad en su lucha por ganarse el pan cotidiano. La oferta de una multinacional para comprar esas tierras, la anuencia de los campesinos gallegos y la resistencia de los franceses hace estallar el conflicto que sirve de resorte para la acción de la película.

El motivo del regreso a la naturaleza es tan antiguo como la construcción de las ciudades. Con impresionante cadencia, surgen teorías que predican la enfermedad de la vida urbana y la salud de la bucólica, imaginando paisajes, flores, y bosques airosos contrapuestos al asfalto y el cemento de la metrópolis. Lo cantaba Horacio, en la antigua Roma, con su “Beatus ille qui procul negotiis”, que, traducido, recita:

Bienaventurado aquel que, lejos de los negocios,

como los antiguos mortales,

labra los campos de su padre con sus propios bueyes,

¡libre de deudas!

Y, al comparar las delicias de la mesa ciudadana en relación con los simples alimentos campestres, añade: “No me agradarían más las ostras del Lucrino, el escaro ni el rodaballo, si la borrasca movida por el Levante los dirige a nuestros mares; ni la gallina de África o el francolín de Jonia serían recibidos con más placer en mi vientre que la aceituna cogida de las ramas rebosantes”. En verdad, puede predicar que le otorgan más satisfacción las aceitunas campestres que las ostras del mar aquel que se puede permitir el lujo de comer ostras. Pasará a la historia quien, degustando un plato de ostras acompañadas de champán proclama que le darían más placer unas cuantas aceitunas, acompañadas de agua del pozo. Se nota que nunca ha tenido en sus manos un azadón o una pala.

Inaugura el Renacimiento hispánico una obra de lectura obligada: el Menosprecio de corte y alabanza de aldea, de Fray Antonio de Guevara, consejero del emperador Carlos V. Resulta curioso que esas añoranzas de la vida rural hayan sido escritas por rigurosos cortesanos, que no habrán desdeñado sentarse a la mesa con obispos y reyes, y que habrán ejercido, en los meandros de la corte, el arte de la intriga, la astucia y la mentira. Quizá por una mala conciencia no declarada, su nostalgia de una pureza de vida los hacía imaginar, en la verdura del campo y en los atardeceres de égloga, aquella simplicidad que su existencia aterciopelada les negaba. De igual imaginación, magnífica e ilusa, todo el género de la novela pastoril, que podría postularse como más fantástica que la novela de caballerías. Uno no sabe si requiere más imaginación presentar a un caballero que derrota, él solo, a un ejército de diez mil soldados o si es más imaginativo suponer que los males de amores se curan retirándose bajo los olmos y recogiendo los frutos de los manzanos mientras se cantan, con la debida lira, las maldades de las mujeres desdeñosas, que provocan arroyos de llanto en el caballero eremita.

            Viene a la memoria el utopista francés Charles Fourier, quien, inspirado por Rousseau, fundó, en varios lugares de los Estados Unidos, sus conocidos falansterios, comunidades en las que debía prevalecer el espíritu de solidaridad, el amor de unos con otros, de unos con otras, de unas con otros, de unas con otras y, así, hasta agotar las combinaciones posibles. En los falansterios de Fourier no existía el individualismo capitalista ni el espíritu de posesión, los hijos eran de todos y todos tenían la libertad de satisfacer sus deseos carnales con quien desearan. Un gran escándalo para la época. Poco tiempo después, y esta es una historia de novela, un anarquista pisano recibió, del Emperador Pedro I de Brasil, una estupenda extensión de tierra para experimentar la utopía anarquista. Se llamó la Colonia Cecilia, y allí los anarquistas italianos pudieron poner a prueba sus ideas de una comuna en la que no había ni tuyo ni mío, y en donde no existían jefes ni subalternos, y, también, en donde nadie pertenecía a nadie, aun en las parejas de enamorados. Ambos experimentos, los falansterios y la comuna anarquista fueron arruinados por el egoísmo, los celos, el deseo de poder, la competitividad, rasgos que no pertenecen a ningún sistema de ideas, sino a la imperfecta condición humana, todavía, según el filósofo israelita Yuval Noah Harari, en un período prehistórico. Según Harari, los seres humanos del futuro nos verán como nosotros contemplamos a nuestros congéneres del Paleolítico.

            Volvamos a “Las Bestias”. El film ilustra, con una acción calibrada por el suspenso, una antigua contraposición: la civilización contra la barbarie. Muy contemporáneo, también reflexiona sobre la mentalidad masculina y la mentalidad femenina. Los hermanos Anta, gallegos por los cuatro costados, no ven las horas de abandonar la aldea para ir a vivir en la ciudad (¡el mayor aspira a ser taxista!). Antoine, el francés, quisiera, con obstinación, convencer a los campesinos sobre la bondad de una vida que detestan. La película comienza con la presentación de la guerra entre esos dos mundos masculinos. La redención viene de Olga, la esposa de Antoine. Será ella la que renunciará a la batalla física, para conducir una empresa moral que llevará al desenlace: no se vence con la lucha física, sino con las armas del espíritu y de la conducta civil. Y es simbólica la escena en que se acerca a la madre de los dos gallegos, sus antagonistas y enemigos, y le ofrece ayuda, porque comprende que también esa mujer es víctima de un mundo patriarcal y arcaico. “Las bestias” vuelve a un tema muy antiguo, pero su mirada es contemporánea. Una lección de buen cine, desde el punto de vista formal y de contenido.

Publicado originalmente desde Dante Liano Blog 

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