Para escribir estas notas convoco mi memoria y escudriño los apuntes de mi libreta de campo del segundo semestre de 1996, cuando integrantes del proyecto Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI) celebramos una entrevista de casi tres días con el obispo Juan Gerardi. Nos ofreció su testimonio como visible protagonista de la historia de Guatemala durante más de 30 años.
Nunca le pregunté a Gerardi qué había significado para él aquella narración de largometraje, pero estoy convencido de que le ayudó a reconciliarse con su experiencia traumática en Quiché, en el fragor de la despiadada persecución política en las décadas de 1970 y 1980.
Por Édgar Gutiérrez
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Al mediodía del 18 de septiembre de 1996, Ronalth Ochaeta, director de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala; Carlos Beristain, asesor en temas de salud mental; Fernando Suazo, responsable de comunicación, y yo, que llevaba la coordinación del REMHI, nos citamos en la casa parroquial de San Sebastián en la zona 1.
Estábamos en la etapa más intensa de la recopilación de testimonios en las comunidades y entrevistas con informantes clave, testigos privilegiados de épocas o eventos relevantes. Constituía nuestra segunda etapa de trabajo, que se extendería un año. En 1995 trabajamos en la preparación de los Animadores de la Reconciliación, más de 360 líderes comunitarios que constituyeron una red social de movilización y sensibilización, sobre cuyos hombros recayó la azarosa tarea de recibir testimonios.
El propósito de aquella cita en San Sebastián era emprender un viaje de tres días a Santa Catarina Palopó, Sololá, para recibir el testimonio de nuestro director pastoral. Gerardi se había tomado su tiempo para decidirlo, pero a la hora de sentarnos frente a la grabadora en una mesa de jardín bajo el frondoso árbol de amates, no fue difícil trabajar la entrevista.
La conversación con Gerardi, como se entiende, era indispensable. No sólo por su reflexión de la historia del siglo XX, sino porque queríamos conocer su versión sobre el papel de la Iglesia católica, en particular en Quiché, donde él tomó la decisión de cerrar la diócesis por la brutales mantanzas de comunidades enteras y de agentes de pastoral.
Meses antes, en dos foros internos, nos sorprendió su visión francamente crítica que había expresado, respondiendo, por ejemplo, a quienes defendían el involucramiento directo o indirecto de algunos sacerdotes en el movimiento revolucionario en aquellos años.
“No vamos a justificar nuestro papel en el conflicto (armado). Debemos reconocer nuestras equivocaciones y a veces también nuestra ingenuidad. Hubo quienes dentro de la Iglesia quisieron poner el proyecto pastoral al servicio de un proyecto político, y eso fue un error. Como Iglesia, tenemos un papel en la sociedad: debemos contribuir a su desarrollo promoviendo valores, aportando cimientos en la larga carrera del hombre en este mundo. Son valores cristianos que, si son verdaderos, nos revelarán el rostro de Dios.”
“…A esto se refiere el pensamiento social de la Iglesia. Es el servicio al prójimo. A esto se refiere también la pastoral de los derechos humanos. Se trata de llamar la atención de la sociedad, recordándole que su materialismo y egoísmo no van de acuerdo con el plan de Dios. Pero tampoco se trata de imponer formas de pensar y de actuar. No nos casaremos con ningún poder ni iremos tras proyectos políticos. A pesar de que vivimos un cambio de época, nuestra labor no es ni debe ser de corto plazo, ni debe ser excluyente. Como Iglesia, somos actor social y debemos concertar. Con nuestras limitaciones, contribuimos a redescubrir y afirmar la dignidad de todas las personas, en particular de aquellos a quienes se les ha querido arrebatar la humanidad.”
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El viaje a Santa Catarina ocurrió sin incidentes, pero al pasar por Los Encuentros, en la bifurcación a Chichicastenango, Gerardi se turbó levemente. Iba de copiloto y volteó a hacia su izquierda, dando la espalda al camino que no había vuelto a recorrer tras su dolorosa salida de Quiché en julio de 1980. Huía de la muerte, con la grave decisión del abandono, la más difícil de su vida, según nos contó más tarde.
Nos instalamos y en la cena hablamos de uno de sus temas favoritos: la política de Guatemala. Antes de que se retirara le entregamos la transcripción de una de sus charlas en el REMHI sobre el rol de la Iglesia en el conflicto armado, que sería nuestra guía de entrevista. Al día siguiente inició la conversación diciendo sonriente: “Al leer lo que me entregaron anoche me percaté que sigo hablando muy mal en público.”
Gerardi no destacaba por los discursos públicos grandilocuentes. Su fuerte era el intercambio en pequeños grupos. Podía sostener con enorme propiedad discusiones sobre teología, globalización, pueblos indígenas, asuntos agrarios y literatura. Era un disciplinado autodidacta y lector voraz.
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Empezamos hablando del arzobispo Mariano Rossell y su polémico papel en la caída del presidente Árbenz. Muchos de esos eventos los conocíamos, pero yo estaba con la expectativa de la valoración de Gerardi, pues había sido cercano a Rossell. En agosto de 1959 lo nombró canciller de la Curia y provicario General, lo que sin duda le abrió el paso al obispado en 1967, ya en la época de quien fuera el obispo coadjutor de Rossell, con derecho de sucesión, el cardenal Mario Casariego.
Gerardi aceptó muchas de las cosas que dijimos sobre el papel de la Iglesia en aquella época, o por lo menos no hizo una defensa oficiosa. Pero nos llamó la atención sobre esto:
“Se publicitó, para efectos políticos, su Carta Pastoral [de Roseell] de abril del 54 sobre los avances del comunismo en Guatemala, pero se acallaron sus críticas contra la violencia del triunfante movimiento liberacionista. Especialmente se olvidó de manera conveniente, después del asesinato de Castillo Armas, su Carta de octubre de 1954 en la que reclamaba justicia social. Busquen esa carta y constaten su vigencia.”
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“Soy un soldado raso de la Iglesia. No tengo el nivel de estudios de mis hermanos (obispos). Mario (Ávila del Águila, entonces obispo de Jalapa) es doctor en educación; Rodolfo (Quezada, obispo de Zacapa y luego cardenal) está muy bien preparado… cada uno de ellos tiene estudios especializados… Álvaro (Ramazzini, ahora cardenal y obispo de Huehuetenango) está doctorado en derecho canónigo. Soy un soldado raso.”
No ocultaba su orgullo sobre la Conferencia Episcopal de Guatemala (CEG) por la reputación internacional que ganó por su unidad interna.
“Cuando fuimos a Santo Domingo (República Dominicana, tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano a la que Gerardi asistía, después de Medellín y Puebla), los hermanos obispos nos miraban como cosa rara. Y es que con los muchachos (los obispos guatemaltecos) nos reuníamos en las noches, bromeábamos, andábamos siempre juntos, no teníamos ningún problema para decidir a qué comisiones íbamos y cuál sería nuestra postura como episcopado, a diferencia de otros.”
No siempre fue así. Recordábamos la Carta Pastoral Unidos en la Esperanza, publicada después del terremoto de 1976, que no fue firmada por Casariego. Pero a partir de 1984 se fue generando un consenso cada vez más firme en torno a los temas de justicia social. “Nuestro gran tesoro es la unidad interna”, repetía. “Y esa unidad nace de nuestra apertura a la sociedad. No somos Iglesia enclaustrada.”
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“No había lugar para tercerismos. En Quiché, en esos años (80s), la neutralidad no existía. La guerrilla quería que fuéramos su Iglesia de la revolución. El Ejército nos prometía dejarnos trabajar si nos poníamos de su lado. Muchos de nuestros catequistas abrazaron la revolución, la lucha armada, porque también se vieron orillados, no tenían opción. El Ejército cerró los espacios autónomos desde los 70s. La represión en la zona Ixil fue exacerbando el miedo y los ánimos. Nadie quería morir inerme. La guerrilla claro, feliz, tenía más adeptos día con día.”
Nos narró un encuentro en el Palacio Nacional con el entonces jefe del Estado Mayor del Ejército, general Luis René Mendoza Palomo:
“General, ametrallar las casas de la gente es delito, le dije. –No sólo se mata con balas, también con ideas, me respondió. Le repliqué: ustedes hacen la guerrilla. – ¿Por qué no nos ayudan? me retó. No puedo poner la diócesis a su servicio, general, no tendría agua bendita para bendecir lo que ustedes hacen. No hubo más de qué hablar. ¿De quién fue la culpa? ¿Quién empezó?”
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“Cada quien quería cumplir su profecía. La guerrilla y su lucha de clases. El Ejército y su amenaza comunista. La gente quería que la dejaran vivir en paz… una paz digna. Cuando denunciamos la represión en el norte del Quiché, el Ejército nos acusó de comunistas. Y poco a poco fue cerrando los espacios, hasta que nos ahogó. Mataron catequistas por montones. Después de la masacre de la Embajada de España fue peor. Dejaron colgados los cadáveres mutilados de catequistas en los balcones de Radio Quiché. Después que ametrallaron el convento en Uspantán, prácticamente se cierra esa zona (Uspantán, Cunén, Chicamán). Mataron al padre (José María) Gran (en Chajul), se fue el padre Javier (Gurriarán) de Nebaj, mataron al padre (Faustino) Villanueva (en Joyabaj) y se acabó el trabajo en esa zona (Joyabaj, Zacualpa, San Andrés y Canillá). Después le cayeron al Ixcán y, luego, vino la emboscada.”
Una expresión de amargura, que nunca antes le vi, se asomó en Gerardi. No sólo era el recuerdo de esos días aciagos, sino la sensación de haber sido traicionado por algunos de sus colaboradores, sacerdotes, en quienes él confiaba, y que no le confiaron a él sus planes políticos ni en el último momento.
“No había lugar para la neutralidad política -insistía- pero sí había espacio para estar con la gente. Cuando nos reunimos en la capital, pregunté a los padres y a las hermanas ¿Ustedes qué piensan? Nos sentíamos solos. Estábamos solos. Algunas quisieron regresar esa noche a Quiché. Más tardaron en irse que en volver. Ya no había espacio. Pero les dije, la decisión está tomada, y no olvidemos que nuestro lugar está con la gente. Aquellos de ustedes que sientan el llamado y que tengan condiciones físicas para ir con la gente, tienen mi aprobación.
“La gente estaba huyendo sin saber a dónde. Se escondían en las montañas, en las cuevas de los cerros y en los barrancos. Algunos después dijeron que yo estaba mandando a los curas a la montaña con la guerrilla. No era tras la guerrilla que íbamos. ¡Qué nos importa! ¡Nos importa la gente! Nuestro deber pastoral está con la gente.
Gerardi ya había tenido una discusión con el comandante de la zona militar de Quiché, según nos narró, en estos términos:
“Ustedes son los que asesinan, ustedes son los enemigos del pueblo -le dije. Nosotros tenemos que estar con el pueblo, por tanto, estamos en el lado opuesto. Mientras ustedes no cambien no puede haber acuerdo entre ustedes y nosotros.”
La emboscada que le preparó, según nos dijeron testigos más adelante, el comandante de la Zona Militar afectó profundamente el ánimo de Gerardi. Para él no era fácil transmitir sentimientos. Por ejemplo, no me lo imagino llorando, al menos delante de nosotros, aunque sí reía y tenía un buen sentido del humor y un rosario de buenos chistas para aderezar cada situación que nos relataba.
Durante esas jornadas nos narró extensamente la historia que a él le constaba; lo hizo sin ánimo de defensa, justificación o disculpa, y con un exacto sentido de la ubicación. Nunca apareció como protagonista en sus relatos.
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Tras salir de Quiché los Carmelitas lo refugiaron en una pequeña habitación medio escondida en la 4ª calle de la zona 1 en la capital. Ahí redactó su informe al Papa. En el Vaticano Juan Pablo II le ordenó regresar a Guatemala, pero no lo dejaron. Al parecer le tenían preparada otra emboscada en la salida del aeropuerto La Aurora. Lo subieron a un avión rumbo a El Salvador.
En el aeropuerto de Ilopango lo esperaba el presidente Napoleón Duarte: “Monseñor, no puedo dejar que salga de estas instalaciones. Los escuadroneros están advertidos… tienen orden de matarlo. Usted sabe, los de Guatemala y El Salvador están muy comunicados y se coordinan. Saben que usted está aquí. No puedo garantizarle su integridad, tiene que irse.” El avión lo llevó a una parada segura: San José, Costa Rica.
Gerardi tenía dos opciones, emprender una carrera diplomática en el Vaticano, que hubiese sido normal para ascender en la jerarquía eclesial. O quedarse. Ya no tenía diócesis y se quedó como párroco auxiliar en Tibás, un barrio de San José Costa Rica. Estaba desterrado y con un profundo sentimiento de tristeza y soledad. Entonces la guerrilla le envió un delegado.
“Era un muchacho a quien yo conocía desde que serví en Izabal. Un buen muchacho, trabajador y entusiasta. Me dijo: monseñor le proponemos, en nombre de la URNG, que sea el obispo de la revolución. – ¡Qué revolución ni qué ocho cuartos! Seguían sin entender nuestro papel.”
Gerardi quiso regresar casi inmediatamente después del golpe de 1982, pero lo pudo hacer hasta que en 1984 el general Oscar Humberto Mejía Víctores (que en 1983 había derrocado a Efraín Ríos Montt) dio su consentimiento. Para retornar, simbólicamente Roma le otorgó una diócesis -Guardialfiera- y fue recibido por su amigo más fiel, el recién nombrado arzobispo, Próspero Penados. Periodistas de la radio RCN le preguntaron a Mejía Víctores porqué había autorizado el regreso de Gerardi, y respondió: “Al enemigo hay que tenerlo cerca.”
Bajo el estigma de “obispo rojo” que levantaron oficiales del Ejército y la parte más conservadora de la sociedad, Gerardi vivió en el país los siguientes catorce años, en los que desempeñó un rol decisivo en la unidad y beligerancia de la Conferencia Episcopal; en el proceso de paz y como integrante de la Comisión Nacional de Reconciliación y del Diálogo Nacional, y en su postura valiente de denuncia de las violaciones de los derechos humanos al frente de la ODHAG, reclamos que tampoco fueron del agrado de la guerrilla.
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Semanas después de aquella entrevista en Santa Catarina, Julio Cabrera, entonces obispo de Quiché, volvió a invitar a Gerardi a participar en una asamblea diocesana. Y esta vez aceptó. Maco, un miembro del equipo de Remhi lo acompañó. Allí Gerardi finalmente se reconcilió con su pasado.
Al retornar, pidió detenerse en Los Encuentros. Bajó del carro y levantó la mirado al horizonte, como queriendo reconocer los árboles y los pájaros, y repirar el mismo aire de aquellos años de cuasi misionero. Dejó que el viento frío del crepúsculo le golpeara en la cara. Se movió hacia los puntos cardinales, y súbitamente rompió la atmósfera solemne diciéndole a Maco: te invito a un atolito.