Por Ilka Oliva-Corado
Silverio tenía dos años cuando su papá emigró de forma indocumentada hacia Estados Unidos, sus hermanas Bartola y Chucita tenían tres y cuatro. Durante años sólo conocieron su voz cuando él llamaba por teléfono los fines de semana y observaron las únicas dos fotografías que tenía su madre junto a él, ninguna en familia.
Para cuando la tecnología llegó a su natal Lelá Chancó, Camotán, Chiquimula, Guatemala, ellos no tenían dinero para un teléfono celular con los que se pueden realizar videollamadas, les llegó en una encomienda que les envió su padre desde Washington donde trabajaba de albañil. Así fue como Silverio conoció a su padre a los doce años, Bartola a los trece y Chucita a los catorce.
Las videollamadas se convirtieron en rutinas de indicaciones, de cómo limpiar el sitio para sembrar la milpa, cómo abonarla, en qué tiempo, cómo aperchar la leña en la cocina, cómo afilar el machete, componer la teja de la casa y cómo capar a los marranos, cosa que él aprendió desde muy niño junto a sus tíos y vecinos, pero que su papá quería reforzar. A las niñas su padre se limitaba a decirles que cuidadito con tener novio porque no les daba permiso.
En todos esos años ni Silverio ni sus hermanas escucharon una sola palabra de cariño de parte de sus padres, cuando su padre llamaba se limitaba a preguntar cómo iban en la escuela, que debían sacar buenas notas y hacerle caso a su mamá, porque si no cuando llegara se las iban a pagar todas juntas.
Para cuando su hermana Chucita cumplió quince años, su abuela paterna llamó a su padre para decirle que tenía que regresarse porque varios muchachos andaban rondando a su nieta, que tenía que ir a poner orden en la casa, que como estaban solos sin figura paterna los hombres creían que esas niñas estaban a su disposición, que se fuera de regreso lo más pronto posible antes que le tocara lamentarse, ya habían violado a dos niñas en la aldea.
Sin preguntarle si estaba de acuerdo, su padre llamó una tarde a Silverio y le dijo que para fin de año estaba listo su viaje, que ya había hablado en el trabajo para que él se quedara en su lugar, que era el tiempo de hacerse hombrecito y hacerse cargo de mantener a la familia. Un coyote lo ayudaría a atravesar México y cuando fuera en camino él iba a abordar un avión para regresar a la aldea. Así se hicieron las cosas, para fin de año, cuando Silverio terminó el ciclo escolar, a los trece años, se fue con el coyote y llegó a Washington al puesto de su papá, al mes falleció en un accidente, cayó de un cuarto piso de un edificio en construcción.
A los seis meses el cuerpo de Silverio llegó a la aldea Lelá Chancó, los compañeros de trabajo hicieron una colecta para enviarlo, su padre junto a sus tíos puso la caja en un picop que le había enviado un vecino a su hijo desde Estados Unidos, lo velaron en la sala de la casa, al abrir la caja su padre vio lo que quedaba del rostro del hijo al que abrazó la última vez cuando tenía dos años. Su madre, Clemencia, devanada en dolor, le reprocha a su esposo haberlo obligado a irse cuando su hijo lo que quería era seguir estudiando. El retorno de Silverio fue tan distinto a lo que imaginó su padre, que lo veía volver adinerado, con ahorros para un negocio familiar, con carro del año como el del hijo del vecino y con casa propia de tres niveles en la aldea.
Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com
Ilka Oliva-Corado. @ilkaolivacorado
07 de marzo de 2023.