Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

El 24 de junio de 1982, el doctor Juan José Hurtado llegó a su oficina a las 8:20 de la mañana. No es una hora poco usual en Guatemala. El sol sale temprano, hacia las seis, y, con la luz, la gente comienza a desplazarse hacia su trabajo. Hurtado entró a su despacho, observó por la ventana que la encargada de la limpieza lo había antecedido, recordó que tenía que depositar una factura en el Hospital Herrera Llerandi, uno de los más exclusivos del país, escribió el documento en el escritorio de su secretaria, salió hacia el aparcamiento en donde tenía su vehículo, saludó al dueño de la farmacia, quien le contestó distraído porque conversaba con otras personas, y subió a su automóvil. No sabía que su vida estaba a punto de cambiar para siempre, y que por el resto de sus días iba a recordar esa mañana aciaga, incluso los inocentes detalles que la rutina nos hace olvidar.

Hurtado era uno de los más importantes médicos de Guatemala, en ese entonces. Pertenecía a los sectores acomodados de la sociedad, y eso le había permitido especializarse en Pediatría, en Suiza, y obtener una Maestría en Antropología en la Universidad de Kansas. Su sensibilidad hacia los pobres del país hizo que Hurtado abriera un Puesto de Socorro en el pueblo de San Juan Sacatepéquez, a donde iba cada semana para prestar servicio voluntario. En 1982, era Catedrático en la Facultad de Medicina de la Universidad Francisco Marroquín, un centro de estudios creado por la alta burguesía guatemalteca para formar a sus cuadros dirigentes. La mañana del 24 de junio, además de pasar factura al Hospital Herrera Llerandi, el doctor Hurtado tenía que participar en una sesión de la Junta Directiva de su Facultad, de la cual era secretario. (Permítaseme introducir un recuerdo personal: en mi segundo año de Universidad, tuve como maestro de Antropología al Dr. Hurtado y me acuerdo de clases límpidas, clarísimas y apasionantes. Debo a Hurtado la lectura de un libro fundamental sobre la cultura, de Clyde  Kluckhohn, y le debo también la honestidad de citar, página por página, la bibliografía en la cual basaba sus clases).

Hurtado cerró la portezuela de su automóvil, encendió el motor e hizo entrar la máquina a la calle. Después de pocos metros, encontró un vehículo que le obstruía el paso. No se sorprendió: siempre hay malos conductores y, si no malos, abusivos. Frenó y vio como del otro coche bajaba un individuo robusto, pistola en mano. El malencarado se dirigió hacia él, le abrió la puerta y lo sacó por la fuerza. Irónico, Hurtado anota, en sus memorias, que nunca se distinguió por valentía y arrojo. No ofreció resistencia a sus secuestradores, quienes lo metieron en el automóvil atravesado, le sellaron los ojos con una cinta adhesiva de mala calidad y lo llevaron a una cárcel clandestina. Estaba entrando a un infierno que muchos guatemaltecos conocían: la tragedia de la desaparición forzada. Cualquiera, en sus condiciones, habría pensado que no iba a salir vivo. En efecto, la política del gobierno de ese entonces, presidido por el general Efraín Ríos Montt, consistía en no tener presos políticos. La gente que caía en manos de los grupos paramilitares era torturada, para sacarle la mayor información posible, y luego asesinada, si no moría durante la tortura.

Ese habría sido el destino del Dr. Juan José Hurtado si no hubiera estado casado con una de esas mujeres guatemaltecas que se distinguieron, en ese período, por su coraje y valor. Elena Paz y Paz reaccionó con vehemencia cuando supo del secuestro. Como se suele decir, movió cielos y tierra para que su marido no sufriera el mortal destino de los desaparecidos. Los Hurtado conocían a los principales representantes de la burguesía guatemalteca. Elena recurrió a ellos para salvar a su marido. Impresiona la lucidez y la modernidad de su razonamiento: “Hay que hacer que el secuestro de Juan José aparezca en la portada de los periódicos todos los días”, pensó. De esa manera, utilizó cuanto estratagema estaba en sus manos para que los amigos publicaran cartas, artículos, análisis y hasta poemas que mantuvieran la vigencia de la noticia. Contactó a los colegas estadounidenses de Hurtado y, en fin, logró que una delegación del Senado de los Estados Unidos llegara al país, para entrevistarse con Ríos Montt. Sin embargo, Ríos Montt era una persona cuyo extremismo religioso lo cegaba, y que creía firmemente en haber sido elegido por Dios para combatir el comunismo o lo que se le pareciera.

Uno de los momentos más intensos y significativos de la cruzada de Elena fue su entrevista con la esposa de Ríos Montt. Esta había sido su compañera de estudios en la secundaria, en el Instituto Belén, y por esos misteriosos lazos que unen a los miembros de una promoción, aceptó recibirla, no obstante tuviera el estigma de ser la mujer de un desaparecido. La frase con que la acogió hubiera helado a cualquiera: “¿Por qué está tan triste? ¿Acaso no cree en Dios? La vida es hermosa y Cristo murió para que no suframos”. La señora era tan fanática de la religión como su marido, el presidente. En efecto, la mayor parte de la plática consistió en un ditirambo del señor presidente. Y, cuando, desesperada, Elena le dijo: “Dejo a mi esposo en sus manos”, la mujer respondió: “No, en manos del Señor”.

De todos modos, la presión internacional, norteamericana y europea, hizo mella en Ríos Montt. El domingo 4 de julio, en el sermón dominical que dirigía a los guatemaltecos (el Presidente era Pastor de la Iglesia del Verbo), admitió que el Dr. Hurtado estaba en manos del gobierno y que estaba preso “por comunista”. Esa admisión podía ser tomada por una jactancia, pero en realidad era un mensaje para los que lo tenían prisionero. Jamás el gobierno admitía la existencia de un desaparecido. Además, eso permitió que el 12 de julio Elena pudiera verse, delante de las cámaras de prensa y televisión, con su marido secuestrado.

Hurtado guardó una confusa memoria de ese período. La tortura que le infligieron los sicarios consistió en inyectarle diferentes drogas, para que las alucinaciones lo hicieran hablar. Lo encerraron en una pequeña celda, esposado a una cama, en donde apenas si se podía mover. Intentó suicidarse, pero no lo logró. Le daban una alimentación básica y tenía un cubo para sus necesidades fisiológicas.

Al cabo de 35 días, a causa de las presiones internas e internacionales, el Dr. Hurtado fue dejado libre. Dentro de lo absurdo de la situación, había sido reconocido como prisionero por el Jefe de Estado, se había declarado cuál era su crimen (ser comunista), pero no fue mandado a proceso. Simplemente lo dejaron ir. Hurtado se exilió en los Estados Unidos. Luego, vivió en Belice y, al final, regresó a Guatemala, cuando las condiciones lo permitieron. La singularidad de su caso reside en que fue uno de los pocos desaparecidos que salieron con vida de esa experiencia. Del resto, unos 40 mil, según el informe oficial de la Comisión de Esclarecimiento Histórico, no regresó con vida y no se sabe ni siquiera en dónde buscar los restos de tantas personas. El doctor Juan José Hurtado murió a los 96 años, en el 2022. Debo los datos de su historia al libro Sobreviviente. La desaparición forzada y tortura de Juan José Hurtado Vega, publicado por sus hijas Leonor y Laura Hurtado Paz y Paz (F y G editores, 2022). Esa historia merece ser contada, para que no se repita jamás, en ninguna parte del mundo.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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