Brasilia, Washington, San Salvador: El manual de los fascistas

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 7 minutos

Por Héctor Silva Ávalos

El 8 de enero de 2023 ocurrió en Brasil. El 6 de enero de 2021 había ocurrido en Washington. Y un año antes, el 9 de febrero de 2020, en San Salvador. Tres gobernantes diferentes, aupados todos por una forma de entender el poder en la que lo más importante es el líder y no la gestión democrática o el bienestar de los gobernados, atacaron, aplaudidos por sus incondicionales, los corazones de las democracias que les dieron vida política.

Lo ocurrido esas tres veces quedó plasmado en imágenes y crónicas que, sin importar el tamaño de la democracia vilipendiada, dieron la vuelta al mundo en medios de prensa tradicionales y redes sociales. Vale la pena, para el propósito de esta columna, recordar lo esencial, partiendo de lo más reciente.

El 8 de enero pasado, un domingo, miles de seguidores del expresidente brasileño Jair Bolsonaro, derrotado en las elecciones presidenciales por otro expresidente, Lula Da Silva, se tomaron por la fuerza las sedes de los tres poderes del Estado en la capital, Brasilia, y estuvieron varias horas ahí destrozando el mobiliario. Para llegar hasta las sedes del Ejecutivo, Judicial y Legislativo las hordas bolsonaristas, sabemos ahora, contaron con la complicidad del gobernador del distrito federal brasileño, él mismo un leal a Bolsonaro, y de la policía local, que los escoltó en su camino hacia el corazón político del país.

Aún está por esclarecerse el verdadero rol de las fuerzas armadas brasileñas en este ataque a la democracia: los bolsonaristas habían estado durante días acampados frente a las instalaciones centrales del ejército en Brasilia y los militares no los habían evacuado e incluso los defendieron diciendo que eran manifestantes pacíficos con derecho a expresarse. (Algo similar dijo Donald Trump en Estados Unidos de una horda de supremacistas blancos que provocó disturbios y la muerte de una persona en Charlottesville, Virginia; eran aquellos manifestantes, según el entonces presidente, “fine people”, gente buena).

En el caso brasileño, las instituciones, ya bajo el mando de Lula, funcionaron rápido y a tiempo. Incluso el ejército, plagado de bolsonaristas pero también de oficiales que sin ser afines al lulismo parecen reconocer sin problemas, y a pesar de sus querencias ideológicas, la frontera donde termina la democracia e inicia el fascismo, se ha sometido por ahora a los designios del comandante en jefe, que es, por elección popular, Lula.

El gobernador bolsonarista de Brasilia fue destituido y el orden reestablecido a las pocas horas. Bolsonaro, que había azuzado la acción con su negativa a reconocer el triunfo de Lula, huyó a Florida, en Estados Unidos, pocas horas antes de la toma de posesión de su sucesor para no verse obligado a colocarle la banda presidencial. Este es uno de los rasgos característicos del manual del neofascista autoritario: no reconocer la alternancia, abrigar la idea de que no hay otro líder posible y actuar en consecuencia.

El mundo, desde Moscú hasta Washington, y desde Pekín hasta Ciudad de Guatemala, condenó el vandalismo y el atentado a la democracia promovido por los bolsonaristas. Casi todo el mundo: el gobierno de Nayib Bukele, él mismo seguidor del manual que tanto gusta a Bolsonaro o a Donald Trump, ha guardado silencio.

Dos años y dos días antes de los sucesos de Brasilia habían ocurrido hechos similares, aunque mucho más graves, en Washington, DC. El 6 de febrero de 2021, desde la Casa Blanca, tras ser derrotado en las urnas, Donald Trump convocó en el Mall, el inmenso parque urbano alrededor del que se agrupan la sede de los tres poderes del Estado en la capital estadounidense, a sus propias hordas, seguidores incondicionales en quienes, aun antes de la presidencial de noviembre de 2020 y ya advertido por las encuestas de su inminente derrota, el republicano ya había cincelado que cualquier resultado que no fuese su reelección sería un fraude. De nuevo, el manual del neofascista: no hay otro líder posible.

Las hordas, bendecidas por Trump en un mitin frente a la Casa Blanca, caminaron los 20 minutos que separan la residencia del presidente de la sede del Legislativo en el Capitolio para entrar por la fuerza. A diferencia de los bolsonaristas de Brasil, los trumpistas en Washington tenían un objetivo táctico muy claro: impedir la sesión, programada para ese día, en que el senado reconocería la victoria de Biden en las urnas. El mismo Trump había marcado a sus seguidores el objetivo: Mike Pence, su vicepresidente y por ley encargado de presidir la sesión de la Cámara Alta.

Pence, uno de los seguidores más leales a Trump, también reconoció la frontera entre fascismo y democracia y se negó a pasar a la historia como el pelele que sirvió a los delirios de su comandante en jefe. Ya antes había hecho lo propio William Barr, el fiscal general nombrado por Trump, quien fue claro en decir que no había evidencia alguna del fraude alegado por el presidente. Se reconoce, aquí, otro rasgo del neofascista autoritario: la falta de empacho para exigir a las instituciones democráticas que privilegien los deseos del líder ante todo, incluso por encima de la Constitución y las leyes secundarias.

A diferencia de los brasileños, los trumpistas iban armados con pertrechos de grueso calibre, dispuestos a todo. El saldo en Washington fue mucho peor que en Brasilia: en el Capitolio estadounidense y sus alrededores murieron 7 personas y otros 140, la mayoría agentes uniformados, resultaron heridos.

Con el tiempo, Trump se debilitó y en Estados Unidos son mayoría, aunque no por mucho, quienes entienden que lo del 6 de febrero fue una insurrección, un intento de golpe de Estado.

Antes, en 2020, otro episodio en esta saga, el de San Salvador. El 9 de febrero, exasperado por la muy molesta tradición democrática de la separación de poderes, Nayib Bukele se tomó el Palacio Legislativo salvadoreño con soldados y policías, se sentó en la silla del presidente del Congreso y dijo que había hablado con Dios. El pretexto de aquel exabrupto, del que ya pocos se acuerdan, fue que los diputados de oposición, que aún eran mayoría, no le aprobaban fondos para financiar sus planes de seguridad. Lo importante, en el fondo, era dejar claro el manual fascista: el líder está por encima de la separación de poderes y es un canal directo con las fuerzas divinas, un ungido. Un mesías.

Aquello fue la señal primera de todo lo que vino después en El Salvador, donde hoy Nayib Bukele controla, por decisión popular, el Legislativo y, por ruptura del orden constitucional, el Judicial y otras instituciones contraloras del Estado, como la Fiscalía General de la República. Con todo el poder formal en sus manos, además, Bukele gobierna el país bajo régimen de excepción.

Hay diferencias, muchas, entre los contextos salvadoreño, brasileño y estadounidense, pero también un manual en común, que bien puede etiquetarse como el recetario de los neofascistas que se han expandido por las democracias occidentales y que, en los casos latinoamericanos como el de Bukele y Bolsonaro, pero también en algunos europeos como el del malogrado inglés Boris Johnson, crecieron entusiasmados por el modelo de megalomanía y desdén a los principios democráticos fundamentales que Trump instauró en los Estados Unidos.

De los tres, el más potable -en términos de longevidad política- es Bukele, quien a diferencias de sus pares fascistas brasileño y estadounidense, sí logro tomarse del todo las instituciones de la democracia salvadoreña, mucho más débiles y permeadas por la corrupción y el crimen organizado que las norteamericanas e incluso que las del gigante del sur.

Si Trump no triunfó con su cantaleta de que los demócratas y Joe Biden le habían robado las presidenciales de 2020 -un alegato del que no hay prueba alguna y que no sobrevive ni al mínimo examen intelectual serio: Biden obtuvo 5.3 millones de votos más que Trump y ganó 306 colegios electorales, 46 más del mínimo para obtener la presidencia en el complejo sistema electoral estadounidense- fue porque el sistema democrático de Estados Unidos fue capaz de resistir los embates del republicano, incluso el intento de insurrección por él promovido contra el Legislativo en febrero de 2021.

Trump trató, con toda su fuerza política, de subvertir el régimen constitucional. Pero no pudo. No pudo porque hubo funcionarios con suficiente calidad democrática y valor para impedírselo, empezando por sus propios correligionarios. Trump va por otra: aun debilitado por media docena de investigaciones criminales por crímenes hacendarios y políticos, y la posibilidad de que se abra otra por su papel en la insurrección del 6 de febrero de 2021, el republicano anunció que buscará de nuevo la presidencia en 2024. A pesar de que este es ya un Trump muy debilitado por las derrotas electorales -la suya y la de los candidatos a los que apoyó en las intermedias de 2022-, la impronta de su manual fascista en la política estadounidense parece ya irreversible: al expresidente le sobreviven como herederos una camada importante de políticos xenófobos, racistas y seguidores fieles de los postulados que difuminan la frontera entre la democracia y el fascismo autoritario.

En Brasil, el futuro de Bolsonaro no parece promisorio. Ya un vocero del Departamento de Estado estadounidense advirtió que, sin visado diplomático, el expresidente no puede quedarse de forma indefinida en la Florida, mientras en su país la posibilidad de procesos penales por su rol en los sucesos del 8 de enero de 2023 empiezan a tomar forma. Aun así, los costos de la presidencia bolsonarista también son profundos, en términos de convivencia democrática, pero también de los daños que su política negacionista del cambio climático provocó en la frágil sostenibilidad del Amazonas.

Por ahora, en Estados Unidos y Brasil hay un consuelo: ni Trump ni Bolsonaro son ya presidentes de sus países. El Salvador es otra historia. En el país centroamericano no hay apenas oposición política y la prensa independiente está cada vez más silenciada. Bukele gobierna, todavía, bajo el clamor del aplauso de la mayoría y ha liberado de obstáculos su camino a la reelección. Y en El Salvador, a diferencia de los otros países, apenas quedan voces capaces de reclamar por la destrucción de la democracia. Ahí donde en Estados Unidos hubo un fiscal general que paró la debacle y en Brasil hubo oficiales militares que, a pesar de ser bolsonaristas, pusieron límites, en El Salvador predominan los lacayos incondicionales al líder autoritario, el silencio cómplice de las élites económicas, y, para quienes aún se atreven a oponerse, el régimen de excepción con su limitación a las garantías democráticas escritas en la Constitución.

Grave es, también, que el manual de los fascistas neoautoritarios gana nuevos adeptos. Un ejemplo existe en la Honduras de Xiomara Castro, cuyo gobierno ha extendido un régimen de excepción en barrios pobres del país, cuyos funcionarios no dudan en atacar a periodistas críticos y en cuyo discurso vuelve a asomar, de a poco, la posibilidad de la reelección.

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