Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

Quizá la fuerza de la monumental novela de Vasili Grossman, Stalingrado, no reside en su amenazador número de páginas (mil seiscientas en la versión electrónica), un guantazo que llama al duelo a los lectores más avezados, sino en la osadía de confrontarse con el ambicioso proyecto de igualar a las grandes obras maestras de la literatura rusa. Grossman, reportero de guerra en la ciudad asediada, recogió miles de historias en sus apuntes, y las revertió en las páginas intensas de una narración que cuenta la gesta de un pueblo que supo resistir a la furia imperialista de las tropas nazis, durante la Segunda Guerra Mundial. La derrota de los alemanes en Stalingrado fue decisiva para determinar la caída del régimen instaurado por Hitler y sus secuaces. Grossman, como todo buen novelista, no cuenta la historia desde el punto de vista de los generales, comandantes o políticos, sino desde el punto de vista de civiles y militares que sufrieron el castigo de la guerra.

Lentamente, sin agitaciones ni prisas, el novelista plantea, en las primeras páginas, la pacífica vida de Stalingrado, a donde llegan los ecos de la guerra que ya se estaba combatiendo en las fronteras de la Unión Soviética. No puede dejar de llamar la atención el hecho de que, en esa época, Ucrania era parte del país, y que muchas acciones ocurren en territorios que hoy son tristemente famosos. Kiev, Kherson, Dnipro y otros, son considerados parte de la familia soviética, y muchos protagonistas de la novela provienen de la hoy ocupada nación. No hay distinción entre rusos y ucranianos, en el relato, porque se sienten parte de una misma tierra y combaten lado a lado contra el invasor extranjero. Entramos en contacto con la vida sencilla y laboriosa de un pueblo: sus discusiones, sus envidias, sus amoríos, sus comidas. Es una tranquilidad sobrecogedora, porque todos saben, el lector sabe, que tarde o temprano la guerra llegará a esa ciudad, donde cada quien va a su fábrica, al hospital, a la escuela, enrolla una papirosa y la fuma al tiempo que bebe, de un solo trago, medio vaso de vodka.

Buena parte de la novela es una preparación a la llegada de los alemanes a las orillas del Volga. No hay un solo protagonista, sino una muchedumbre, y Grossman realiza el milagro de escribir una novela sin concentrarse en un solo personaje: no un héroe, sino muchos héroes, hombres y mujeres, que pasan de lo cotidiano a lo épico sin darse cuenta, porque la épica sucede siempre en el pasado. Y está compuesta de episodios menores que la memoria vuelve grandes en el conjunto de la historia. A partir de los años ’50 del siglo XX, la escuela de los Anales, cuyo mayor exponente fue Fernando Braudel, sostuvo, en Francia, que la historia no está conformada por los “grandes relatos”, esos que ven como protagonistas a los políticos, reyes o emperadores. La historia ha sido construida por cada uno de nosotros, en nuestro mínimo aporte cotidiano. O como dice una conocida canción de Francesco de Gregori: “la historia somos nosotros”. Tal descubrimiento lo realiza, sin proclamas, la extensa novela de Vasili Grossman.

Una de las técnicas narrativas más interesantes de Stalingrado es la multiplicidad de puntos de vista. Con esto, Grossman se inscribe, con derecho, en la modernidad literaria. Con derecho y sin aspavientos. Como una cámara cinematográfica, el relato pasa del punto de vista de un estudioso de física al de un joven soldado; y de este, a una anciana que prepara la comida para los suyos, y así, llegamos a ver la guerra con los ojos de los oficiales alemanes. En un cierto momento, la novela se desplaza a Berlín, y se concentra en la descripción de Adolfo Hitler, sin parodias y sin piedad, su locura, sus obsesiones, sus grandes complejos. Muy bien escribe Grossman: “Hoy está muy claro que el superhombre no es hijo del triunfo de los fuertes, sino de la desesperación de los débiles”.

La novela adquiere su grandeza cuando, desde la perspectiva de la gente común, narra el incesante bombardeo de Stalingrado. Gente que ve derrumbarse su casa como si fuera de arena; vecinos que huyen despavoridos hacia los refugios subterráneos; niños que lloran asustados; gente que se pelea por un hueco donde esconderse. Esa sensación de fin del mundo, de desamparo, de injusticia esencial. Por muchas páginas compartimos la angustia de la población civil (y no se puede dejar de pensar en los civiles ucranianos de la actualidad). También es muy intensa en la descripción de la defensa de la estación ferroviaria por un grupo reducido de hombres, que saben su destino, porque los alemanes los superan diez a uno, y sin embargo, resisten con coraje, porque su ideal es más fuerte que el miedo.

De la épica a la vida cotidiana, Grossman se detiene en reflexiones sobre la existencia común, esa que pasa desapercibida y que, para cada uno, es la más importante. Así, un hombre piensa en su matrimonio: “Víctor Pavlovich no se hacía grandes preguntas acerca de su matrimonio, que había entrado en aquella fase en la cual una costumbre de años le quita significado e importancia a relaciones que la cotidianidad ha desgastado. La fase en la que había entrado, sin embargo, también era aquella en la que los reveses de la vida ayudan a entender que la solidaridad cotidiana y una costumbre añeja son lo más significativo y poético —en el sentido auténtico y sumo del término—  que une a dos personas…”  Parece imposible no subrayar las siguientes palabras, lapidarias y verdaderas: “¡El sufrimiento humano! ¿Lo habrían recordado, en los siglos venideros? Porque las piedras de los enormes palacios y la gloria de los generales quedan, pero el sufrimiento, no; el sufrimiento está hecho de lágrimas y susurros, de postreros alientos y del estertor del que muere, de gritos de desesperación y de dolor, pero desaparece sin dejar huella, junto con el humo y el polvo que el viento disuelve en la estepa”.

No hay que extrañar que Stalingrado haya sufrido la hostilidad del poder. Imposible creer que la novela haya sido acusada de antisovietismo y que solo la muerte de Stalin la salvó de la persecución y el olvido. Por suerte, el tiempo (ese máximo juez de la literatura) ha concedido justicia y razón a Vasili Grossman. Y lo ha inscrito en el elenco de los grandes novelistas rusos, en la estirpe de Tolstoi y Dostoyevski.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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