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“No nos vamos a callar nunca”: crónica de la noche en que Washington escuchó a dos mujeres mayas que sobrevivieron al horror

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Créditos: Héctor Silva
Tiempo de lectura: 7 minutos

 

Las mujeres mayas recibieron sus premios frente a media docena de funcionarios de la administración Biden, la cual es cada vez más tolerante con gobiernos centroamericanos que, como el de Alejandro Giammattei en Guatemala, han vuelto a sumir a la región en una deriva autoritaria parecida a la que provocó los conflictos internos del pasado.

Por: Héctor Silva Ávalos

Las voces de Demecia Yat, maya Q’eqchi’ de Sepur Zarco, y Máxima Emiliana García Yat, maya Achí de Rabinal, no fueron solo de ellas el miércoles 21 de septiembre, día en que recibieron el Premio a los Derechos Humanos de la Oficina de Washington para América Latina (WOLA) en la capital estadounidense. Con sus voces hablaron también decenas de mujeres mayas cuyos cuerpos fueron violados por agentes del Estado de Guatemala, por sus valedores y sus cómplices. Ellas fueron la voz de las sobrevivientes que han encontrado el valor para llevar a sus agresores ante la justicia.

Li xkawil xch’ooleb’ wiib’ chi ixq. Así se escribe, en Q’eqchi, “el coraje de dos mujeres”. De eso se trató, en esencia, la ceremonia del miércoles en Washington: del coraje de Demecia Yat y Máxima García. Y de ahí se desprendió la principal narrativa de la noche: Centroamérica es un lugar que está volviendo a su pasado más violento, uno en que las voces de las víctimas y de quienes disienten solo puede sobrevivir a punta de luchas y de corajes.

Pasadas las nueve de la noche, Demecia y Máxima subieron a la tarima principal del amplio salón en el que WOLA celebró su gala anual para entregar los premios de 2022. María Otero, una mujer de origen boliviano que sirvió como subsecretaria de Estado en la administración de Barack Obama, les entregó los galardones, dos cuadros con la imagen de un cóndor a colores, el emblema de WOLA. Los funcionarios estadounidenses y latinoamericanos, activistas, periodistas, diplomáticos y el público que estaban en la audiencia terminaban de cenar; las charlas de sobremesa aún no se apagaban del todo. Entonces, doña Demecia habló. En Q’eqchi’.

Resumió su historia, una marcada por un dolor que nunca sana, pero al que Demecia ha domado a lo largo del tiempo. El dolor siempre está ahí. En los pocos minutos que le daba el protocolo, contó a quienes le escuchaban enfundados en trajes y corbatas y vestidos largos de noche sobre el valor que requiere pararse después de repetidas violaciones sexuales a manos de paramilitares para enfrentarse a los hombres más poderosos de su país, los que protegieron a sus agresores, mirarles a la cara y reclamarles justicia, no por venganza, como había dicho la mujer antes de la premiación, sino porque ese camino, el de buscar resarcimiento, es el único que permite sobrevivir con dignidad.

En 2016, Demecia y otras 14 mujeres Q’eqchi’ lograron que la justicia guatemalteca condenara a oficiales militares que las habían sometido a esclavitud sexual en Sepur Zarco, Izabal, en los años 80.

Demecia lloraba cuando terminó de hablar. Hubo unos pocos segundos de silencio, que no por breve dejó de ser sobrecogedor. Después llegó una ovación cerrada. De pie, el auditorio saludó a la mujer maya Q’eqchi’.

Foto: Héctor Silva.

Antes había hablado Máxima García Valey. Ella es una de cinco mujeres maya Achí que, este año, lograron la condena de cinco paramilitares acusados de torturas sexuales en Rabinal, Alta Verapaz, también durante los años del conflicto interno. Máxima fue breve. Se acercó al podio para dar las gracias por la invitación y el apoyo a su lucha, que es la de muchas mujeres como ella, dijo.

No es que Máxima no tuviese palabras para contar lo que le habían hecho y su búsqueda de justicia, es que estas habían llegado antes, profusas, cuando en un almuerzo con directivos de la organización que la premiaba, contó, estoica, su historia. Por la noche reiteró, sonriente, las gracias y pronunció las palabras que resumen la fuerza que la ha impulsado desde que, desechados el miedo inicial y la vergüenza que le provocó la violación sexual, decidió buscar justicia: “No nos van a callar nunca”, exclamó antes de despedirse y bajar de la tarima.

Centroamérica en la mesa de Estados Unidos

Las mujeres guatemaltecas recibieron el premio junto a David Morales, un abogado salvadoreño que representa a las víctimas de El Mozote, una aldea en el noreste salvadoreño donde en 1981 el Batallón Atlacatl, una fuerza de élite de la Fuerza Armada de El Salvador entrenada y financiada por el Estados Unidos de Ronald Reagan, masacró a 978 personas, la mayoría niños menores de 12 años.

Al mediodía del miércoles, antes de la gala de premiación, Morales y las mujeres guatemaltecas compartieron sus historias con directivos de WOLA. Ahí Doña Máxima contó en detalle el horror.

Las imágenes llegan, concisas, desde el relato de Máxima. A ella, soldados y paramilitares estuvieron a punto de matarla dos veces. Los agresores llegaron por primera vez a su casa, en la aldea Chichupac de Rabinal, en noviembre de 1981. Violaron a su madre, que entonces estaba embarazada, y luego la mataron, a ella y al bebé que llevaba en el vientre. Los militares dejaron a la madre de Máxima “colgada” de una viga. Tres meses después, en enero de 1982, los asesinos volvieron a llegar. Esta vez para violar a Máxima, quien también estaba embarazada.

“Lo tuve a mi niño… Un varón… Se me murió al poquito. Después de eso yo quedé arruinada, no paré de sangrar tres años”. Al relato de Máxima en Washington lo enmarca un silencio infinito, que solo es capaz de romper ella misma, con más palabras. Las violaciones, dice, eran sistemáticas, lo fueron por años durante los gobiernos de Fernando Lucas García y Efraín Ríos Montt.

Lo confirma Demecia al hablar de lo que pasó en Sepur Zarco. “Cuando sucedió la violencia creo que la mayoría de las mujeres fueron víctimas… Algunas tuvieron miedo y vergüenza; decían que era pecado hablar de lo que nos habían hecho… Pero nosotras rompimos el silencio”.

Máxima y Demecia tuvieron que recorrer el tortuoso camino por el que se han visto obligadas a andar las víctimas que, como ellas, se desafiaron a ellas mismas primero para, luego, enfrentar a quienes las violaron. Lo cuenta Máxima: “Salimos de todo el miedo y la vergüenza. Cuando empezamos este camino ni hablábamos español. Una vez que vencimos el miedo se abrió una puerta…”

La historia de Máxima García y las Mujeres Achí se convirtió en proceso judicial, pero la denuncia formal contra los expatrulleros de defensa civil fue solo el comienzo de la lucha por la justicia y la revelación. Una jueza, Claudette Domínguez, intentó desestimar el caso. Las mujeres la demandaron por racismo. Domínguez fue retirada del proceso, que fue asumido por el juez Miguel Ángel Gálvez. El 24 de enero de 2022, los hombres fueron sentenciados.

Pero, en Guatemala, la ignominia no se detuvo. A Gálvez, el juez que rescató el caso de las mujeres Achí del olvido, el Estado y las fuerzas relacionadas con los militares del pasado, entre ellas la Fundación contra el Terrorismo que dirige Ricardo Méndez Ruiz, lo persiguen sin piedad, y han amenazado con meterlo preso o mandarlo al exilio.

Foto: Héctor Silva.

En el almuerzo en Washington en el que Demecia y Máxima contaron sus historias, fue David Morales, el abogado salvadoreño, quien destacó la vuelta de Guatemala y El Salvador a escenarios de autoritarismo que recuerdan aquellos días de los 80, hasta ahora de los más oscuros en las historias centroamericanas.

Las luchas de las mujeres mayas, dijo Morales, le recuerda a la de Rufina Amaya, una de las sobrevivientes de la masacra de El Mozote, cuyo testimonio fue seminal para que la masacre llegara a los tribunales. Como Máxima y Demecia, en El Salvador Rufina, fallecida en 2007, pasó años luchando por decir su verdad por la masacre y por lograr justicia, pero ella murió antes de que las barreras impuestas por la judicatura salvadoreña fueran cayendo. En la actualidad, un tribunal de primera instancia mantiene abierto un expediente por aquellos crímenes, pero el caso languidece luego de que la Corte Suprema de Justicia, controlada por el presidente Nayib Bukele, destituyó al juez que había hecho avanzar el proceso, como le pasó a Gálvez en el caso de las mujeres Achí en Guatemala.

“Los premios de este año son una alerta de lo que está pasando ahora en Centroamérica. Nos permite recordar que lo que gestó estos abusos en el pasado está tomando fuerza otra vez, la acumulación de poder, destruir a quien piense diferente”, reflexionó Morales.

Carolina Jiménez Sandoval, la presidenta de WOLA, coincide en que la democracia ha sufrido retrocesos en toda la región. “Lo que estamos presenciando es el avance y la consolidación del autoritarismo en varios países y amenazas de extremistas aquí en los Estados Unidos. Es por eso que en esta ocasión decidimos poner especial atención a Centroamérica”, dijo durante la ceremonia de premiación.

Máxima García, Demecia Yat, David Morales y Carolina Jiménez pronunciaron sus palabras en el salón del Hotel Mayflower de Washington, D.C. el miércoles 21 de septiembre. Entre quienes ahí escuchaban estaba Todd Robinson, secretario antinarcóticos del Departamento de Estado y exembajador en Guatemala, representantes de la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID), dos congresistas demócratas y varios asistentes legislativos. Todos aplaudieron emocionados, de pie, los testimonios de las mujeres mayas. La emoción de los funcionarios, sin embargo, no parece, estos días, garantía de acciones relevantes de la administración Biden ante la debacle centroamericana.

El mismo Robinson, junto a otros altos oficiales de Biden encargados de Latinoamérica, como Juan González, asesor nacional de seguridad de la Casa Blanca, han sido más bien tibios a la hora de condenar o actuar contra los desmanes autoritarios de Nayib Bukele en El Salvador o Alejandro Giammattei en Guatemala.

También había, entre el público, dos exmagistradas, una exfiscal general, un exfiscal antimafia y una periodista, guatemaltecos todos, exiliados todos en Washington por la arremetida de Giammattei y su grupo de poder contra los intentos de sacar a la justicia de las dinámicas de corrupción y racismo al que se enfrentaron, por ejemplo, las mujeres mayas. Esos exilios, condenados en su momento por los funcionarios estadounidenses, tampoco se ha traducido en acciones más decisivas de presión al gobierno guatemalteco, que sigue persiguiendo a exfiscales antimafia, sobre todo mujeres, y a periodistas críticos.

Poco más de lo mismo en el caso de El Salvador de Nayib Bukele, al que David Morales denunció en la gala de WOLA por destruir la democracia salvadoreña y aumentar, a toda velocidad, la carrera del país hacia el precipicio del autoritarismo.

A Demecia Yat y a Máxima García les costó 40 años encontrar justicia y un poco de resarcimiento. Cuatro décadas de dolor, de nuevas humillaciones ante una justicia que ha sido, siempre, racista, pero que encontró algunos atisbos de luz por los que se colaron las condenas a los militares y patrulleros que violentaron los cuerpos de estas mujeres. Esas ventanas empiezan a cerrarse en Centroamérica. Ante la oscuridad inminente que se avecina, las palabras de Máxima suenan a obligación: “No nos van a callar nunca”.

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