La distraída moral democrática de Washington en Centroamérica
Por Edgar Gutiérrez Girón
En el marco de los Acuerdos de Esquipulas (1987), la democracia en Centroamérica fue la desesperada ruta de escape ante la inminente regionalización de la guerra promovida por la administración Reagan para aplastar las insurgencias en Nicaragua (triunfante) y El Salvador (asediando el régimen).
La democracia fue un ejercicio de autonomía relativa de ciertos gobiernos centroamericanos, liderados por el de Guatemala, que hizo acopio de un amplio respaldo internacional, incluyendo el de republicanos y demócratas en Washington. Fue un recurso de contención política, hasta que implosionó el comunismo un par de años después.
Tras la clausura de la Guerra Fría -que consolidó el liderazgo global del propio Reagan y del papa Juan Pablo II- la democracia en Centroamérica fue inevitable. En una competencia electoral justa los sandinistas perdieron el poder central en 1990 y la insurgencia salvadoreña se instaló como opción de poder a partir de 1992, tras los Acuerdos de Paz.
Washington se autoproclamó guardián de los pilares del nuevo orden en la globalización: democracia, derechos humanos y libre mercado. En un estira y encoge con los factores de poder tradicionales, las naves centroamericanas sortearon ese triángulo. Fueron casi dos décadas de las mayores libertades civiles en la región, aunque con graves déficits de Estado (desigualdad social e inseguridad física) y de mercado (incapacidad creciente de reproducir la fuerza de trabajo) que drena a través de las migraciones irregulares.
Sabemos que son pilares plantados sobre terrenos estructuralmente pantanosos en esta región. Pero dejemos de lado, por un momento, nuestras taras sempiternas, y volvamos la mirada hacia Washington y la afirmación política de sus pilares. Adoptemos solo el primero: democracia.
¿Qué hizo la administración Obama para frustrar el golpe de Estado en Honduras en 2009? Nada o muy poco. Lo cierto es que sobre esa licencia se montó Juan Orlando Hernández en 2017 recetándose un segundo periodo, a pesar de la prohibición constitucional. Por ahí se coló más tarde Daniel Ortega y ahora tiene luz verde Nayib Bukele para repetir la fórmula.
¿Qué distrajo a Washington de la defensa de su primer pilar de gobernanza en Centroamérica? ¿Viejas desconfianzas y falsos dilemas? Dictadores chavistas o dictadores nuestros, narcos chavistas o nuestros narcos. Canjes de cortísimo plazo, incluyendo la oferta de país seguro como depósito de millares de migrantes deportados. Cualquier cosa, menos un proyecto luminoso de democracia o de milagro económico.
El resultado hoy es que la democracia está en jaque en Centroamérica y Washington exhibe una impotencia patética en su primer círculo de influencia. Los populismos neofascistas de El Salvador y Guatemala se frotan ansiosamente las manos esperando el milagroso retorno de Trump, el verdugo mayor de la democracia estadounidense; su licencia de autocracia.