La semana en Guatemala inició con dos fraudes, el que llevó a la elección de Walter Mazariegos como rector de la Universidad de San Carlos y el que marcó el proceso que culminó, el lunes 16 de mayo, con la reelección de Consuelo Porras como fiscal general y jefa del Ministerio Público.
Por Héctor Silva Ávalos
María Consuelo Porras Argueta será la fiscal general de Guatemala hasta el 2026 cuando ya Alejandro Giammattei no sea presidente del país. Con su reelección en el puesto más importante del Ministerio Público, Porras se garantizó seguir siendo una de las piezas clave en el tablero del poder político guatemalteco.
Porras persistió, sobrevivió y al final, a pesar de una tardía y tímida reacción del Washington de Joe Biden, pasó de ser una candidata incómoda a la reelección a tener la llave de una forma cada vez más común de hacer política en Guatemala, la de utilizar la persecución penal selectiva para proteger amigos y criminalizar enemigos.
Algunos analistas guatemaltecos entendieron que la nominación de Porras como una actora corrupta y antidemocrática en la llamada Lista Engel de Estados Unidos en septiembre de 2021 socavaría las posibilidades de un segundo periodo para la fiscal general. Pero si alguna vez Giammattei valoró que la reelección de Porras podría dañar su relación con Estados Unidos, al final fue solo eso, una valoración pasajera.
Aún el mismo 16 de mayo, poco antes de que la reelección se consumara, el Departamento de Estado, a través de su oficina de Asuntos contra el Narcotráfico y Aplicación de la Ley (INL), reiteró el desprecio de la administración Biden a la gestión de Porras:
“Durante su mandato, obstruyó en forma reiterada y socavó las investigaciones anticorrupción en Guatemala para proteger a los aliados políticos y obtener favores políticos. El patrón de obstrucción de Porras incluye presuntamente ordenar a los fiscales del Ministerio Público ignorar casos por consideraciones políticas y despedir a fiscales que investigan actos de corrupción”, dice el primer párrafo de un comunicado en el que el Secretario de Estado Anthony Blinken anuncia que Porras y su esposo, Gilberto de Jesús Porras, han sido “designados” por el Departamento de Estado por su “participación en corrupción significativa”.
Todd Robinson, el secretario adjunto de Estado del INL, se apresuró a tuitear el comunicado de Blinken; lo hizo a las 8:26 de la noche, unas horas antes después de que Giammattei juramentó a Porras para el segundo periodo frente al MP.
No parece casualidad que Robinson haya tomado la batuta en la comunicación pública de Washington respecto a Porras y Guatemala. Él fue embajador en la capital guatemalteca entre 2014 y 2017, los años más productivos para la CICIG y el MP de la fiscal Thelma Aldana, hoy exiliada en Estados Unidos por la persecución política que contra ella emprendió Porras. Robinson siempre fue explícito en su apoyo a la comisión y a la fiscal general Aldana, incluso cuando esto significó enfrentar a las élites económicas locales. Hoy, por eso, en el imaginario de esas élites, este diplomático estadounidense es un agente del comunismo internacional que quiso imponer ideologías extrañas en Guatemala. Como se lee.
Pero la postura de Robinson respecto a Porras y Guatemala, la sanción reciente a la flamante fiscal general, la misma a la que administración Biden acusa de ser corrupta, de socavar la justicia y de usar al MP como arma política, no es la postura de todos en la administración Biden.
En marzo de 2022, cuando en Guatemala ya se empezaba a cocinar la reelección de Porras, Mario Búcaro, el canciller de Giammattei, visitó Washington, donde se reunió con altos funcionarios de Biden, entre ellos Alejandro Mayorkas, el zar migratorio de Estados Unidos, para discutir “acciones conjuntas para combatir el narcotráfico, el crimen organizado transnacional y el coyotaje”, según una nota del servicio informativo del gobierno guatemalteco.
En esa gira, Búcaro también habló y se tomó fotos con Marco Rubio, el influyente senador republicano cubano-estadounidense de la Florida que terminó convertido en uno de los principales acólitos de Donald Trump y que, respecto a Centroamérica, tiene dos postulados: detener la migración irregular a cualquier costo y evitar el ascenso de cualquier fuerza progresista al poder. En muchos tramos, de hecho, los postulados migratorios de Mayorkas y Rubio se parecen.
Búcaro se reunió con Mayorkas en Washington el 31 de marzo de 2022. Una semana antes, el Estado de Guatemala había enviado el exilio a Erika Aifán, una jueza de mayor riesgo que vio en su tribunal casos de corrupción y crímenes de guerra que afectaban al presidente y sus aliados políticos y económicos. Aifán aterrizó en Washington el 23 de marzo, cuando Búcaro ya preparaba su gira.
Antes de Aifán, una veintena de operadores de justicia habían tenido que salir de Guatemala, muchos de ellos hacia la capital estadounidense. Entre ellos Juan Francisco Sandoval, el exjefe de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad (FECI) al que Consuelo Porras despidió, dejó sin protección y luego persiguió. La razón, o al menos una de ellas según Sandoval, es que él y la FECI abrieron una investigación a Giammattei por sospechas de que el presidente recibió soborno de empresarios rusos vinculados a la explotación minera en El Estor, Izabal.
La persecución contra Sandoval siguió el mismo patrón que el de otros operadores de justicia criminalizados por Porras en complicidad con Giammattei. El Ministerio Público de Porras abre un expediente, la mayoría de las veces espurio, granjas de troles cibernéticos reproducen esas acusaciones masivamente y en el camino otro actor, la Fundación contra el Terrorismo (FCT), hace una denuncia o se querella y la fiscal general genera una orden de aprehensión.
Ricardo Méndez Ruiz, un empresario que fue investigado por la CICIG por sospechas de que tuvo relaciones con lavadores de dólares y a quien la administración Biden también ha incluido en la Lista Engel, es uno de los principales aliados de Porras en la persecución.
El 9 de mayo pasado, en su despliegue público más reciente, Méndez Ruiz amenazó a Miguel Ángel Gálvez, un juez de alto riesgo que acababa de enviar a juicio a varios militares acusados de participar en la persecución, torturas y asesinatos de opositores políticos en los 80 en un caso conocido como Diario Militar.
Casi siempre, cuando Méndez Ruiz amenaza así, o cuando la FCT, que él preside, pone denuncias en la fiscalía de Porras, el Ministerio Público genera órdenes de captura. Así pasó, por ejemplo, con Leily Santizo, una exmandataria de la CICIG que estuvo presa en el marco de una persecución pernal orquestada por la Fundación Contra el Terrorismo.
Ni a Méndez Ruiz ni a Consuelo Porras los detuvo que Washington los haya incluido en la Lista Engel. En corto y en términos prácticos, ese recurso administrativo ha servido para muy poco, en Guatemala en específico y en el Triángulo Norte de Centroamérica en general, para detener los desmanes de quienes utilizan el poder para perseguir a aquellos los critican o se les oponen.
La fiscal de las mafias
Elegida en 2018 por el entonces presidente Jimmy Morales, Porras estuvo desde el principio llamada por el poder que la escogió a convertirse en una de las herramientas esenciales para cerrar sin contemplaciones las ventanas que la llegada de la CICIG y la inacaba reforma institucional que esta trajo a Guatemala habían abierto en la justicia en el país.
Con la CICIG habían llegado reformas procesales como la legalización de la intervención de las comunicaciones, bajo supervisión de un juez, para robustecer casos criminales contra mafiosos de cuello blanco. Llegó también una reforma jurisdiccional que empoderó a jueces con suficiente independencia para desafiar, en las cortes, al poder militar, uno de los más crueles entre los anquilosados en el mapa de las élites guatemaltecas.
También llegaron reformas institucionales que habían provocado ya algunos cambios en la cultura del Ministerio Público. Con la creación de la Fiscalía Especial contra la Impunidad, la participación de investigadores guatemaltecos mandados por la CICIG a apoyar en casos complejos y el fortalecimiento de la fiscalía de Derechos Humanos, esta nueva cultura de persecución penal enfiló contra presidentes y expresidentes corruptos, militares genocidas, los operadores políticos que habían amañado las elecciones de las altas cortes y a los empresarios que lo financiaron todo.
La reforma provocada y ejecutada por CICIG y las fiscales generales que acompañaron a la comisión internacional no fue completa y dejó sin perseguir al poder tradicional que, desoyendo la ley sin reparos, nunca dejó de criminalizar a organizaciones indígenas y sociales que han reclamado por el despojo de sus tierras. Pero fue esa reforma, a pesar de todo, un comienzo, incluso prometedor en algunos tramos.
Esa promesa la truncó Consuelo Porras. Para eso la eligieron por primera vez en 2018.
Aquel año, Jimmy Morales, él mismo y su familia investigados por la CICIG y el MP de Thelma Aldana, emprendió el camino sin retorno para expulsar a la CICIG, sacar de país al magistrado colombiano Iván Velásquez, quien había sido jefe de la comisión y para poner los cimientos de la regresión que ha servido para cerrar los espacios abiertos para la lucha contra la corrupción y la impunidad, empezando por el Ministerio Público.
Porras, tímida al principio acaso tanteando hasta donde podían llegar poderes externos como la embajada de Estados Unidos, empezó por inutilizar a la FECI de a poco y por desmantelar la fiscalía de Derechos Humanos que había perseguido a los militares acusados de genocidio y otros crímenes de guerra. Cerró también casos que implicaban a los grandes empresarios de Guatemala que, alguna vez y mientras la CICIG y la FECI no los tocaron a ellos, apoyaron los esfuerzos anticorrupción.
También mandó a la basura Porras, archivando los expedientes y persiguiendo a quienes los abrieron o trabajaron, las investigaciones contra los operadores políticos que llevan décadas amañando las elecciones de las altas cortes del país. Fue ya con Giammattei como presidente que Porras desplegó todo su poder para cercenar de una vez por todas las molestias.
Hoy, Porras recibe su premio en un acto simbólico, plasmado en una fotografía: el presidente la flanquea mientras ambos, vigilados por un escudo nacional, posan para celebrar el segundo nombramiento como fiscal general.
Giammattei, al final, eligió a Porras de una lista de seis candidatos a la que la fiscal general entró a pesar de señalamientos de plagio de su tesis doctoral. A pesar de eso y de todo, Consuelo Porras sigue en el puesto.
Una receta centroamericana
Washington, que ha dicho con claridad que no apoyará al MP de Guatemala mientras Porras esté ahí, parece estancado en su aproximación a los problemas centroamericanos. Que Mayorkas, el zar migratorio se haya reunido con representantes del gobierno guatemalteco que cobija a Porras, la fiscal que les es antipática, habla de la política dual de Estados Unidos hacia la región, sobre todo al llamado Triángulo Norte, que también incluye a El Salvador y Honduras.
Para la Casa Blanca de Biden el tema migratorio es tan importante como lo fue para la de Trump. Es, el de los migrantes sin documentos que llegan desde Centroamérica, un tema con tantas aristas políticas en Estados Unidos que ha sido muy difícil para los políticos estadounidenses, demócratas y republicanos, pasarlo del lado desde la administración de George W. Bush a principios de siglo. “Es un tema que te puede hacer ganar o perder elecciones”, me dijo un operador republicano en los años del presidente Barack Obama.
Donald Trump afianzó sus políticas antimigratorias en Centroamérica gracias a sus alianzas con Nayib Bukele en El Salvador, Juan Orlando Hernández en Honduras y Jimmy Morales y Giammattei en Guatemala, las cuales permitieron a los centroamericanos desmantelar las arquitecturas anticorrupción que Washington había ayudado a crear en la época de Obama y antes a cambio de que la Casa Blanca los dejara hacer sin demasiadas molestias.
En ese contexto se afianzó el camino de Bukele hacia la autocracia, la navegación de Juan Orlando por las aguas de la impunidad a pesar de los señalamientos por narcotráfico y la empresa de Giammattei y los suyos para destruir cualquier oficina o amedrentar a cualquier funcionario capaz de investigarlos y enviarlos a la cárcel.
Washington ha insistido con la Lista Engel y con sanciones como las que acaba de anunciar contra Porras y su esposo. Lo ha hecho también en El Salvador, donde puso en la lista a media docena de funcionarios de Bukele, pero ahí, como en Guatemala, las medidas estadounidenses han tenido poco valor: los señalados siguen operando en las altas esferas del poder político como si nada hubiese pasado.
En El Salvador, incluso, la embajada de Estados Unidos mantiene líneas abiertas de comunicación con el fiscal general de Bukele, el mismo que ha encabezado la persecución penal a los opositores al régimen y malogrado investigaciones de lavado de millones de dólares que involucran al presidente.
Juan Orlando Hernández ya está preso en Nueva York, a donde fue extraditado por petición de Estados Unidos, pero solo luego de que el expresidente terminara sus dos periodos en el poder, durante los cuales desmanteló, como ocurrió en Guatemala, cualquier atisbo de independencia judicial o del Ministerio Público.
Hay sanciones y una lista, pero en Guatemala todo sigue igual. Consuelo Porras es, de nuevo, fiscal general del país.