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Créditos: Ruda.
Tiempo de lectura: 11 minutos

 

Siendo tan solo un niño, Erick ya se sentía una niña. A los 6 años se enamoró por primera vez y a primera vista. No le preocuparon sus sentimientos y emociones por otro niño, así que le escribió una carta. “Para el amor de mi vida”, decía el título. Su madre lo descubrió y en ese momento le confesó lo que sentía. A cambio recibió una golpiza. Así empieza la historia de quien hoy es Briana Martínez.

Por Leonila Amparo Argüello Chavarría

Cuando su mamá estaba embarazada no creía que iba a tener un niño, sino una niña, y por eso compró ropa y artículos rosados. Mientras que su tía, quien también estaba embarazada, pensaba que iba a tener un varón y compró artículos celestes. Nada salió como ambas lo esperaban.

Erick nació primero y poco después nació su prima. Así que ambas madres simplemente se intercambiaron la ropa y los juguetes que habían comprado. Era impensable que un niño usara ropa rosada o que una niña usara un sonajero celeste. Eso iba en contra de las costumbres.

Esto pareciera solo una anécdota familiar, pero, según Briana, esa fue una señal importante sobre la que sería su identidad. “Pienso que entonces yo ya estaba predestinada a mi mundo, aunque viniera a sufrir”, dice.

Su niñez empezó con dificultades en Matagalpa, Nicaragua. Su papá le dio el apellido, pero nunca le brindó apoyo o amor. Él se marchó de la casa cuando Erick apenas tenía tres años y pocas veces tuvieron comunicación.

Y solo un año después su madre se fue a trabajar a la capital del país, Managua, así que Erick se quedó bajo el cuidado de los abuelos maternos por un año y un tío asumió el rol de papá. La madre regresó a buscarlo cuando tenía cinco años y decidieron quedarse viviendo en Matagalpa junto a su padrastro, el nuevo compañero de vida de su madre.

Para ese momento, Erick ya sabía que no era como los otros niños. Cuando tenía 6 años escribió una carta para otro niño, de quien estaba enamorado. Su mamá lo descubrió y le dio una golpiza. Nunca se detuvo a hablar sobre lo que pasaba por la mente o el corazón de su hijo.

Así empezó una larga historia de represión y discriminación.

En la escuela, las agresiones y la discriminación contra Erick también empezaron muy temprano, pero todo empeoró cuando tenía 9 años y cursaba tercer grado. Los niños más grandes lo golpeaban, empujaban y reían a carcajadas cuando caía.

La profesora, por otro lado, nunca dijo o hizo algo para detener la violencia. Solo se quedaba callada y de brazos cruzados. Y, en vez de ayudarlo, una vez dijo a la madre de Erick que éste  acosaba a los niños, por lo que le volvieron a pegar.  No solo se quedó ahì, la madre intensificò las agresiones verbales hacia su propio hijo. Hablandole al oído mientras “dormía”.  …”Ojalà no fueras mi hijo”… …”Nunca te voy a permitir que sea asì, me oiste, nunca!” Amenazaba la madre entre dientes, mientras el niño fingía dormir.

Era un intento de lavado de cerebro. “Vos no podés ser pato, no podés ser afeminado”, le decía con mucha molestia. La violencia psicológica y física se repetía todos los días en casa.

Fueron años de violencia en todos los espacios donde se movía, de discriminación y represión para un niño que no era como los demás. Fueron años de miedo, lágrimas, humillaciones y golpes.

Las cosas mejoraron un poco cuando llegó al sexto grado. La profesora Marlene Salinas cambió hizo la diferencia. Los niños más grandes intentaron pegarle de nuevo, acosarlo, discriminarlo, pero ella los detuvo.

Y no solo eso, también convocó a una reunión de padres y madres de familia para explicarles que, durante varios años, Erick sufrió de acoso y agresiones sin que nadie hiciera nada por él. A pesar de eso, el acoso continuó, pero la profesora lo defendió en todo momento y eso representó un alivio para Erick. Por fin alguien lo entendía, lo defendía.

Ya en la secundaria, Erick se encontró con más discriminación. La profesora de matemáticas, de apellido Loredo, como parte de sus propios prejuicios lo hacía perder la clase y nunca le entregaba los exámenes. Lo ignoraba y lo aislaba. Cuando Erick le pedía apoyo o una explicación, ella solo decía no tener tiempo, pero si en el mismo momento llegaba otro niño o niña, les ayudaba.

En ese entonces, Erick tenía 11 años. “Ponía peros sobre mí todo el tiempo y fue la persona que más me discriminó en toda la secundaria”, recuerda ahora. Por culpa de ella tuvo que repetir el primer año.

Pero aparte de los problemas académicos, se abría una herida cada vez más profunda en el corazón de Erick. Sentía que las palabras de su maestra le herían emocionalmente. En ese entonces no entendía que eso se trataba de discriminación.

Salió del instituto y fue a estudiar a la Escuela Normal José Martí. Ahí se repitió la historia del acoso. La profesora Yadira Castro lo marginaba en las clases y se quedaba de brazos cruzados cuando los otros jóvenes lo agredían. Estaba en segundo año y tenía que soportar burlas y humillaciones, como cuando le bajaban la pantaloneta en la clase de educación física y le llamaban “mariposa traicionera”.

La profesora se lo contó a su mamá, pero no movieron un dedo para un  cambio y dejaron que todo siguiera.

En esa misma época una amiga de la escuela le regaló un llavero que tenía grabado el nombre “Carlos” y Erick se lo colgó a su mochila. Cuando volvió a su casa y su mamá lo vio, le preguntó quién era Carlos. Al responderle que no conocía a ningún Carlos y que una amiga le había regalado el llavero, lo llevó hacia dentro de la casa y lo golpeó con el cordón de una plancha. Le dejó marcas por todo su cuerpo y lo obligó a devolver el regalo a su amiga.

Un año después, cansado de violencia en la casa y en la escuela, Erick le dijo a su mamá que se iría con su papá. Y así empezó otro calvario. Ya no habría violencia, pero sí ausencia. Y eso también le dolía a Erick. “Mi papá no existió para mí”, dice Erick, quien tuvo que irse con sus abuelos paternos por un año.

En medio de las dificultades, consiguió trabajo con un tío paterno cuidando un taller de mecánica. En ese lugar ganaba unos 50 pesos semanales y con eso se compraba poco a poco lo que necesitaba para ir a la escuela. Ese tío le apoyó todo el año, pero a los 14 años volvió a la casa de su mamá.

La adolescencia y la reafirmación de su identidad

“Fui atrapada en un cuerpo diferente”, dice Briana, mientras su vivaz mirada brilla al ritmo con que cuenta su historia. En su etapa de adolescencia las cosas también fueron complicadas, pero el amor se atravesó en su camino.

A los 14 años se enamoró por segunda vez. El joven vivía en la misma cuadra y era dos años mayor. “Era el amor de mi vida, aunque él nunca lo supo”, recuerda. Erick salía a jugar a la calle solo para que lo viera, pero tenía claro que era un amor imposible. Estaba encerrada en una comunidad machista.

Erick se fue de su casa cuando tenía 15 años. Era el 2007 y en ese tiempo quiso explorar que se sentía estar rodando en la calle, alquilar un lugar y ser independiente. Su mamá sufrió cuando se fue de la casa, aunque solo se movió a una cuadra de distancia en el mismo barrio.

En ese tiempo alquilaba un cuarto y trabajaba en una tienda de plásticos en Guanuca, un barrio cercano. De esa forma comenzó a comprar sus cosas poco a poco; una televisión, una cocina, ropa. En esa etapa de su vida conoció a su primera amiga, Perla, una mujer trans. Con ella descubrió un mundo muy diferente y fueron felices juntas.

A los 16 años se vistió de mujer por primera vez, pues quería participar en el segundo “Miss Gay” que se hacía en la ciudad y ansiaba vivir esa experiencia. “Conocí a otra gran amiga, Osiris, que trabajaba en un bar en Guanuca y nos encontrábamos después del trabajo para ir a actividades juntas, pues con ella me sentía acompañada”, recuerda.

También conoció a otras personas que le apoyaron. La dueña del Café Zinica, Socorro Alvarado (Doña Coquito), le compró su primer peluca, de color amarillo y rizada, le pagó el alquiler de un vestido y otra mujer le regaló sus primeros tacones. “Me apretaban esos zapatos, pero estaba tan feliz que así los usé”, dijo. También dice que una tía le apoyaba en esa época.

“Me siento con ganas de llorar de recordar esas cosas”, dice ahora Briana, mientras se acomoda en la silla, y su vista vuela por la ventana, buscando esos detalles.

“Encontrar una blusa, una falda, una peluca larga —mi pelo era corto—, pestañas y estar pintada era una gran felicidad. Sentía una emoción indescriptible y aunque los tacones me mataban, quería que la gente me mirara y que supieran quién era yo realmente”, apunta, con una sonrisa amplia que acompaña el brillo de sus ojos.

Llegó la noche y Briana se vistó para participar en el concurso de belleza.

El evento se realizó en el año 2008, lo organizaba Carlos Rodríguez. Era un evento gay y público en la ciudad. Pero esa vez fue más grande que el año anterior, con más público. “Wendoly Sofía Burgos fue mi primer nombre público”, recuerda.  Al final la eligieron Miss Fotogénica, pero no estaba conforme con ese resultado, ya que quería ser la reina de Matagalpa.

Fue hasta ese tiempo, y con 17 años, que se asumió como una mujer trans.

En 2009 volvió a participar como Wendoly, pues ya era reconocida con ese nombre, pero alguien le dijo esa noche que se llamaría Sabrina Monsiú. Nuevamente doña Coquito del Café Zinica le ofreció un vestido y eligió uno con plumas.

“Participamos con Perla y conocí a Balbino, un muchacho morenito gay que a veces se vestía de mujer, vendía elotes y tamales. Él y yo debutamos con el mismo tipo de vestido, pero de diferentes colores, y nuevamente quedé como Miss Fotogénica, dijo, mientras arruga su fina nariz que muestra inconformidad.

A pesar de no ser electa la reina de Matagalpa, Briana se sentía feliz con sus amigos y amigas: Perla, Balbino, Dayra estaban siempre con ella. Pero la tragedia tocó a su puerta.

Balbino fue asesinado frente a la estación policial de la ciudad y nunca se esclareció el crimen;  eso dejó una herida profunda en Briana.

Su juventud, sus luchas y sus apoyos

Si los concursos de belleza fueron un primer paso para conocer y reafirmar la identidad de Briana, el activismo fue una etapa con más descubrimientos sobre su entorno.

En el 2010 y con 18 años conoció al grupo Agentes de cambio, que fue “un nuevo mundo” para ella. Era un espacio para hablar sobre la diversidad sexual y de derechos humanos, algo totalmente nuevo pues antes “no entendía las etiquetas, ni las pancartas en la calle en las manifestaciones”.

En ese mismo año, Perla la llevó al Colectivo de Mujeres de Matagalpa. “Vamos, que ahí me quieren, ahí me regalan condones, que aquí que allá…”, le dijo. De esa forma, empezó a asistir a los talleres sobre derechos y diversidad. “Empecé a conocer mejor mi cuerpo, dónde y cómo me sentía mejor. Era como una esponja, que absorbía y aprendía de todo”, cuenta.

A Briana siempre le gustó aprender de las demás personas, pero sobre todo se sentía cómoda en espacios donde no la discriminaban y se sentía tratada por igual.  Así que empezó a empoderarse con más y mejor información sobre sus derechos.

Ese mismo año, y con su propio dinero, se compró ropa y zapatos de tacón nuevos, y por primera vez caminó vestida así por las calles principales de la ciudad. Estaba orgullosa y satisfecha de sí misma.

De pronto, y después de mucho tiempo sin verle, se encontró frente a frente con su padrastro. “Fue un choque muy grande para mí, me miró raro y no me habló, pero le fue a decir a mi mamá que yo era hijo del demonio”, recuerda.

“Yo me asumí como Briana Francela Martínez ese mismo año. Me identifiqué así en todos los espacios y sentía más seguridad sobre mi cuerpo, sobre quien soy, y tenía claro que no debía temer a la sociedad”, apunta.

Ya en el año 2011 conoció a La corriente feminista, una organización de Managua que trabaja para dar espacios a mujeres trans, lo cual fue más emocionante para Briana, ya que se sintió más empoderada y orgullosa de sí misma. En un espacio con muchas como ella, que no conocía.

Una conversación clara y honesta con mamá

En 2012, con 20 años de edad, Briana cumplió su gran sueño cuando fue electa Miss Reina de Matagalpa.

“Hablé entonces con mi mamá y le hablé de la discriminación que viví de ella, de mi papá, de mi padrastro y de la sociedad entera. Le conté de personas que se quitaban la vida por esa discriminación. Por ejemplo, del caso de un niño que se colgó de un puente por la discriminación de su papá y le dije que se sintiera feliz de que todavía me tenía”, dice Briana.

“Muerta vas a llorar y a pedirme perdón de tantas cosas que me has hecho. Es momento de que vos reconozcás que todas las personas somos diferentes”, le dijo a su mamà en ese momento.

Pero no todos fueron señalamientos. Briana le dijo a su mamá que, a pesar de su abandono y su rechazo, siempre la ha querido. Y a partir de ese momento abrieron la puerta de la comunicación familiar, aunque quedó claro que Briana no dejaría su felicidad de lado solo para que su mamá se sintiera a gusto. “Fue difícil, pero tuvo que entenderlo”, señala.

A la madre de Briana le ayudó mucho conocer a Perla y a su familia. Vio que ambas familias tenían dos hijas diferentes, y que ambas vivían discriminación social y familiar. Entendió que su hija no era la única en Matagalpa. “Nos acercó y la relación fue mejorando despacito”, afirma.

La situación con sus hermanos es distinta.

Briana siempre tuvo una buena relación con su hermano, Oliver García. “Él tiene 25 años, es protector y me cuida”, dice. Él es taxista y suele llamarla para preguntarle dónde está, y si ella necesita transporte la busca para llevarla a su casa. “Uy, me cuida mucho”! Dice orgullosa y emocionada.

Su hermana menor Tayra, que tiene 20 años, se molesta cuando la gente le dice “te pareces a Briana” y las compara. Se pone incómoda, pero compra ropa para ella, y si no le queda, se la da a Briana, y también pasa al revés. “Ahora vivimos más en armonía. Hasta me pide cartuchera para guardar sus pinturas”, dice.

A partir de sus experiencias personales, Briana entendió que la discriminación contra las personas LGBTIQ+ ocurre en muchas familias y por eso quiere que la sociedad hable sobre la discriminación que viven los niños y niñas cuando no están contentas con su cuerpo; también es importante discutir sobre la represión cuando no se les permite elegir las actividades, juegos y espacios en los que se sienten cómodos o cómodas.

La carrera elegida

Animada por su tía porque trabajaba en ventas, Briana empezó a estudiar Administración de Empresas en la Universidad Popular de Nicaragua. No encajó en ese lugar y siempre tenía notas muy bajas, pero algo mejor estaba por llegar.

A partir del 2013 se involucró en actividades de incidencia política con las organizaciones Grupo Venancia y con la Batucada Feminista, para defender los derechos de mujeres y personas de la diversidad sexual. En ese tiempo descubrió el significado de trabajo social.

Así que investigó en internet de qué se trataba el trabajo social y descubrió que le interesaba. Entró a la universidad cuando tenía 25 años y era un gran reto, al ser la primera mujer trans dentro de una institución privada y católica. Con una mentalidad despierta y dispuesta a hablar de temas de la diversidad sexual le dijo a todos: “No quiero discriminaciones”.

“Tuve apertura y escucha en la universidad por la dirección y personal docente. Fue difícil que en administración de la universidad me reconocieran y nombraran como Briana, hasta que lo aprendieron y lo reconocieron”, menciona.

En la universidad se hizo un acuerdo para que en el listado de la asistencia se le pusiera Briana al lado del nombre legal, Erick. Sus amigas Ana y Migdalia insistieron para que la reconocieran como tal. “Profe, aquí no hay ningún Erick, solo Briana”, decían cuando pasaba la asistencia, por lo que no tuvieron más alternativa que llamarle Briana.

En su grupo y en la universidad siempre habló sobre la diversidad sexual, los derechos humanos, y sobre todo, sobre no juzgar ni aislarse por sentirse diferente. Se sentía incluida.

A su reciente promoción universitaria de trabajo social no llegó nadie de su familia. “A mi mamá parece que se le olvidó, pero llegaron amigas y compañeras de organizaciones de mujeres. Mi hermano andaba taxiando. No pudo. Tuve   apoyo a través de WhatsApp a nivel emocional y con mi monografía”, dijo.

Briana tiene ya varios sueños cumplidos: ser electa como la Reina de Matagalpa, estar en el Teatro Nacional Rubén Darío en Managua y culminar sus estudios universitarios.

Aún tiene otros por cumplirse: Trabajar en una organización defensora de derechos humanos y trabajar con personas del campo o personas de la tercera edad.

“Siento que he venido a des – doblar todas las cosas que no me quedan bien, romper aquellos esquemas que nosotras no queremos, siempre he tomado espacios donde yo me siento a gusto. Siempre me he sentido a gusto siendo mujer, sin esperar lo que digan las demás personas porque tienen que entender algún día que todas las personas somos seres humanos y que merecemos respeto, estar donde nosotras queremos estar”, dice.

“Esta lucha no termina aquí, va a terminar hasta el último día de mi vida”, dice Briana Martínez.

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