Por Francisco Simón Francisco
En el norte de Huehuetenango se encuentra una de las zonas fronterizas más intensas, dinámicas, diversas y ricas en recursos hídricos; integrada por comunidades, aldeas y municipios en ambos lados de la frontera, que a lo largo de la historia han establecido importantes y recíprocas dinámicas de colaboración, circulación y resistencias en un territorio aislado, marginado y con poco o nula presencia estatal.
Esta situación ha reforzado el vínculo transfronterizo y ha naturalizado las formas de colaboración y relación, comercial, laboral, agrícola, política y social en una frontera particular, que hasta tiempos coloniales formaba parte de una de las zonas comerciales más activas, gracias al camino real de los Altos, construido en el siglo XVII, en el istmo de Tehuantepec, para conectar el estado mexicano de Chiapas con Guatemala.
Con esta ruta había una circulación constante entre ambas fronteras, que iniciaba en Comitán, pasaba por Chiapas, hasta ingresar a Guatemala por el primer, Santa Ana Huista, según el sitio arqueología mexicana.
La frontera fue establecida en 1882 y su creación está llena de significados para los pueblos que fueron atravesados y divididos por una decisión política que no logró cortar los vínculos ancestrales. Cien años después, esta frontera se resignificó porque gracias a su existencia los pueblos Q´anjob´al, Chuj, Popti’ y Mam, encontraron “al otro lado” una forma para salvar sus vidas ante las masacres cometidas por el ejército de Guatemala, o porque escapaban de los modelos contrainsurgentes de adoctrinamiento en las aldeas modelo y los polos de desarrollo o de la persecución para formar parte del ejército guatemalteco.
Derivado a la persecución y las masacres cometidas en contra de las poblaciones en las regiones fronterizas del país, miles de guatemaltecos experimentaron el refugio y el retorno que se realizó en el período que comprende entre 1982 al 1994. Ese período fue determinante, porque miles de guatemaltecos obtuvieron la naturalización en México. Miles de hijos de familias refugiadas nacieron en territorio mexicano y muchos más optaron por quedarse, mientras que otras familiares, después de la firma de la paz en 1996, decidieron retornar al país que los expulsó.
En este proceso se incrementó el número de guatemaltecos con papeles mexicanos y se configuró una identidad ciudadana binacional que reforzó los vínculos históricos. Además, se abrieron otras ventanas para migrar a Estados Unidos y otras regiones de México con dinamismo comercial, turístico y agrícola.
Esta franja fronteriza también comparte un territorio rico en bienes naturales. Desde el año 2010 hasta la actualidad, estos bienes han sido ambicionados por el capital transnacional y sin consultas previas ni informaciones precisas convirtieron a las comunidades en focos de conflictividad social, debido a la natural reacción de defensa del territorio.
El Estado no solo había estado ausente, sino que ahora llega en forma de violencia, represión y en una posición favorable para las industrias extractivistas, tratando de instalarse en comunidades que no cuentan con electricidad, pero sí con ríos que son desviados para la construcción de hidroeléctricas.
En los actuales tiempos de COVID-19 las dinámicas fronterizas y migratorias laborales están experimentando variaciones importantes en las cuales, se notan algunos cambios. Primero, se destaca una relativa baja en la dinámica migratoria laboral a las regiones turísticas del Caribe mexicano, en donde a pesar de la apertura, las condiciones no son favorables, tanto en el tipo de cambio (45 quetzales por 100 pesos), sino porque los patronos ofrecen una disminución salarial y un incremento en las funciones, cuando se trata de actividades de hotelería, restaurantes y servicios.
Frente a esta realidad, las actividades agrícolas han mantenido su importancia estratégica y muchos han regresado a trabajar sus tierras para garantizar su alimentación, evidenciando la base agrícola de muchas familias. En la actualidad, algunas comunidades están sobrepobladas porque muchas personas migrantes optaron por regresar a sus hogares y familias a esperar que pase la crisis sanitaria provocada por la pandemia. Otras comunidades experimentan una nueva migración provocada por la desesperación y crisis laboral y buscan oportunidades ya sea en México o Estados Unidos pese a los riesgos que implica migrar en tiempos actuales.
Además, la dinámica comercial y fronteriza se ha vuelto muy activa, gracias a la existencia de pasos fronterizos comunitarios, que trascienden la oficial manera de cerrar fronteras e impedir dinámicas comerciales, sino establecer sus propias lógicas de intercambio en una reciprocidad que deberían emular las naciones.
El comercio interfronterizo es activo y gracias a la diferencia del tipo de cambio, para los guatemaltecos resulta ventajoso comprar a precios inferiores a los establecidos en el mercado nacional y esta dinámica tiene doble beneficio ya que muchas de las poblaciones y ciudades fronterizas han aumentado sus ventas y mejorado sus ingresos en plena pandemia.
El coronavirus ha impactado las economías y dinámicas de las poblaciones, pero las comunidades son, en esencia, ese espacio a donde se llega a pasar las crisis y esperar el momento para seguir luchando por la vida, por la generación de ingresos familiares y por el bienestar. Sin fondos del gobierno, sin ayudas de ningún tipo, las familias encuentran en la frontera, comunidades y familias, la fortaleza para salir adelante.