Por Fabián Campos Hernández
Como señalamos en la colaboración anterior, con la llegada de James Carter a la presidencia, congresistas, grupos de lobby, organizaciones sociales y personalidades de la vida cultural e intelectual estadounidense, tuvieron al alcance de la mano que desde la Casa Blanca se cuestionara a las dictaduras latinoamericanas. Los antiguos y fieles aliados ahora estaban en la picota desde su misma fuente de poder. Ese cambio implicó modificaciones profundas en la forma de establecer las relaciones internacionales de la región.
Uno de los más profundos fue el abandono y/o limitación de la Doctrina Monroe. James Carter convocó de distintas maneras a sus aliados europeos para que se interesaran en los asuntos regionales. El gobierno postfranquista con su discurso antidictatorial, democratizante y modernizador vio surgir una oportunidad única para replantear su presencia en América Latina, y con ello inició el resurgimiento del hispanismo en la región y la entrada de sus capitales en pleno proceso de internacionalización. Lo mismo ocurrió con los gobiernos socialdemócratas o democratacristianos de Francia, Alemania, Inglaterra, los Países Bajos y los escandinavos. James Carter les abrió de par en par la puerta de la región a los gobiernos y capitales europeos. Al mismo tiempo, no detuvo la creciente presencia de Israel y Taiwan, quienes se encargaron de suplir a los Estados Unidos en el apoyo a las capacidades de las dictaduras en sus campañas contrainsurgentes. De esa manera, mientras limitaba la Doctrina Monroe, James Carter sentaba las bases para la acción multilateral en América Latina.
Esta doble política, por un lado invitar a fuerzas externas “democratizadoras” y permitir la presencia de países que representaban la línea dura del anticomunismo a nivel mundial, produjo reacciones contradictorias en América Latina. Las dictaduras más estables y reacias a aceptar los nuevos lineamientos provenientes de la Casa Blanca renunciaron a la “ayuda” estadounidense y pudieron sortear momentaneamente el cambio que se producía desde el origen de su poder. Los militares guatemaltecos, chilenos, argentinos, entre otros, sortearon la presidencia de Carter entre las denuncias internacionales y aislamientos parciales desde Europa, pero con el respaldo de Israel y Taiwan.
A la par, otros actores latinoamericanos aprovecharon la coyuntura. Se llevaron a cabo transiciones a la democracia restringidas y tuteladas desde los cuarteles, por ejemplo en Bolivia, Perú y Ecuador. Otros como Omar Torrijos impulsaron medidas nacionalistas y antiimperialistas. En aquellos países donde había democracias formales se intentaron o implementaron reformas importantes para incluir a los comunistas a la vida política institucional. México, Venezuela, Colombia, por delante. Todos con el beneplacito y ayuda de los países europeos.
Sin embargo, entre ellos hubo un caso suigeneris que marcó la historia política de América Latina. Anastasio Somoza Debayle, último representante de la dinastía, era un marine. Formado en las academias militares estadounidenses, hablante perfecto del inglés y convencido de la “democracia” estadounidense, enfrentaba una situación muy particular.
Nicaragua, durante toda la década de 1970 presentó los índices de crecimiento más importantes de su historia y en varios rubros resaltaba a nivel regional. Pero los beneficios de esa política estaban acaparados por la familia Somoza y sus corifeos. Una economía amafiada que lesionaba los intereses de la burguesía local. Al mismo tiempo, ofrecía una estabilidad política envidiable. Por medio del reparto de puestos y canonjías lograba la complicidad de un sector de los conservadores y mantenía la gobernabilidad institucional del país y una careta de democracia funcional. Aunque con el descontento de los conservadores aglutinados entorno a figuras como Pedro Joaquín Chamorro. Al mismo tiempo, duras políticas represivas le permitían mantener a raya las amenazas provenientes de los comunistas del Partido Socialista Nicaragüense y del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). La política del garrote y la zanahoria reinaba en el país centroamericano. En ese contexto se desplegó inicialmente la nueva política exterior estadounidense.
Opositores liberales, conservadores y sandinistas, apoyados por grupos de lobby, congresistas e intelectuales estadounidenses, acudieron por separado al Congreso a exigir que los Estados Unidos dejaran de mandar apoyo a la dictadura. Diplomáticos guerrilleros viajaron a Europa y a países latinoamericanos con gobiernos progresistas y sus denuncias encontraron oídos atentos y con intereses concretos para intervenir en Nicaragua bajo la bandera de la democratización. Una enfermedad del corazón del dictador puso en alerta a los somocistas. El régimen no tenía una fórmula aceptable para todos ante una posible obligada sucesión.
A ello se sumó una nueva estrategia militar. Los Terceristas del FSLN convocaron a una insurrección popular para octubre de 1977. A pesar de que fue un fracaso en el campo de batalla, nuevos y renovados apoyos internacionales se fueron agrupando en torno a los guerrilleros. El descontento y la rabia de una parte importante de los nicaragüenses ante la represión indiscriminada efectuada por la Guardia Nacional incrementaron las filas de la insurgencia. Y con ello, se prendieron las señales de alarma en la Casa Blanca.
De inmediato desde el Departamento de Estado se presionó a Anastasio Somoza para que efectuara reformas políticas ligadas con el respeto a los derechos humanos. El marine de la Loma de Tiscapa, contrario a sus pares guatemaltecos, chilenos o argentinos, aceptó las presiones. El gobierno nicaragüense implementó procesos de democratización pero al mismo tiempo intensificó la represión. Una nueva insurrección, ahora en septiembre de 1978, profundizó la crisis. La Dinastía sangrienta entró en una dinámica en la que no podía salir bien librada.
En los primeros meses de 1979 para la Casa Blanca el escenario estaba claro. Anastasio Somoza debía de renunciar. Pero, la democratización de Nicaragua no podía incluir la posibilidad de una “Nueva Cuba”. Ante los resultados favorables para la insurgencia durante las primeras semanas de la insurrección de 1979 James Carter tomó una decisión crucial. Estados Unidos convocó al multilateralismo para invadir militarmente al país centroamericano. Pero los respaldos internacionales conseguidos por los Terceristas demostraron su valor estratégico. México, Venezuela, Panamá y Costa Rica encabezaron una rebelión en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA) e hicieron fracasar la pretensión estadounidense.
El cambiante escenario obligó a otro replanteamiento por parte de Washington. La profundización de la guerra hacía imposible conseguir la democratización y establecer un gobierno con la legitimidad necesaria para garantizar el adecuado seguimiento de la nueva política estadounidense. Desde la Casa Blanca se aceptó, entonces, que en la democratización de América Latina los guerrilleros debían tener espacios y representación.
A partir de las últimas semanas de junio de 1979 James Carter implementó una doble negociación. Por un lado con Anastasio Somoza para que renunciara y para definir los términos de un gobierno de transición y de la democratización del país. Por el otro, se sentó con la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, formada bajo los auspicios de los sandinistas, para que se comprometieran a una serie de condiciones que impidieran que en el futuro Nicaragua se declarara socialista. Con sustento en esas negociaciones el 17 de julio de 1979 Anastasio Somoza renunció al poder y salió de Nicaragua acompañado de su círculo más íntimo.
Decisiones coyunturales cambiaron nuevamente el escenario construido desde Washington. Nicaragua, América Latina y el Mundo entero vieron el 20 de julio de 1979 como los muchachos tomaban el control del país. A pesar del revés, James Carter no abandonó su nueva fórmula para democratizar la región. En El Salvador llevó a cabo otro intento y respaldó la caída del presidente Romero y acompañó el surgimiento de la Junta Revolucionaria de Gobierno de octubre de 1979. En la misma tenían un lugar miembros del Partido Comunista Salvadoreño y de algunas organizaciones revolucionarias.
La experiencia salvadoreña no siguió los pasos de Nicaragua. La guerra civil se desató en enero de 1981. Un nuevo gobierno en Estados Unidos se instaló y volvió a modificar la política exterior de la Casa Blanca hacía América Latina. Pero aún con todo, Ronald Reagan no fue inmune a los cambios desatados por su predecesor. Pero esto será materia de nuestra siguiente colaboración.
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