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Créditos: Bocado
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Soledad Barruti

Asado, taco, empanada, churrasco, hamburguesa y guisos: comemos tres veces más carne que hace 50 años a un costo altísimo para nuestros cuerpos y para el mundo que se desangra y desaparece entre criaderos, mataderos, y falsas soluciones.


Nuestra civilización está atrapada en un laberinto y la carne es su minotauro. Como en el mito la trampa y el monstruo encantador nacen de un deseo irrefrenable. Un apetito particular que se hizo hábito de algunos, luego anhelo de la mayoría y entre medio tejió un negocio tan turbio como poderoso que nos arrastra de las narices.

Lo que nos seduce ya lo sabemos: la carne hace trepidar cerebros y corazones que la recuerdan escasa e inaccesible en aquel pasado donde la naturaleza nos mostraba una y otra vez, entre criaturas feroces, veloces y ágiles, que somos cuerpos frágiles, más devorables que devoradores.

Que hoy existan carnicerías en cada confín del mundo, que nuestras parrillas estén repletas de churrascos frescos, que las hamburguesas sean sinónimo de una economía próspera – de lujo y popular – es para ese espíritu ancestral bastante tranquilizador. Hoy sobra lo que tanto faltó.

El problema es lo que hicimos para que fuera posible. La carne como placer instantáneo construyendo este laberinto con un único final: la extinción de todas las vidas hasta llegar a la humana; nosotros: deglutidos por nuestra propia creación.

Comemos tres veces más carne vacuna que hace 50 años. A costa de animales, personas y un planeta que no da más.

Los campos transgénicos de maíz y soja, que producen insumos para alimentar animales encerrados en corrales de engorde rápido, están arrasando con montes y selvas mientras también generan envenenamientos masivos – cada vez más irreversibles – de pobladores, animales, polinizadores y microorganismos. Un tercio de la tierra está sembrada así: con la comida de esos animales en un esquema que solo cierra porque lo legitiman los mismos que lo diseñan.

Cada 100 calorías de comida que damos a una vaca se sacan solo 17 de carne. Son necesarios 15 mil litros de agua para un kilo de bife, lo que consume ya el 23 por ciento de las reservas de agua dulce que tenemos. Los gases de efecto invernadero se multiplican con el ganado a un ritmo atroz: si las vacas fueran un país, serían el tercer emisor del mundo. Esto ocurre si las vacas están encerradas comiendo granos pero también si andan entre pasturas. Abrir campos es algo que solo puede hacerse quemando la biodiversidad, desapareciendo a otros ecosistemas. Amazonas arde por eso. El Chaco arde por eso. El Pantanal y El litoral arden por eso. Desde que llegaron las vacas con las calaveras América es tierra de sacrificio.

Estamos repletos de mataderos, algunos formales con las cadenas de montaje que inspiraron a Henry Ford para seriar el trabajo de sus obreros, y que también sirvieron a los nazis para idear sus campos de concentración. Lugares que no permiten el ingreso de nadie que no esté contratado para soportar esos gritos, ese dolor, ese tormento. Trabajadores que padecen en sus cuerpos envejecidos antes, tullidos de golpe, marcados para siempre, la condena de hacer lo que nadie quiere pero alguien tiene que. De Argentina a Estados Unidos las plantas procesadoras de animales – que los reciben vivos y devuelven en pedazos – son antros hacia donde necesitamos mirar aunque sea tan difícil.

¿Y la carne? ¿Qué comemos cuando la comemos? En 2017 el mundo se conmovió cuando una investigación develó que los principales frigoríficos de Brasil – JBS y BRF – adulteraban la carne de distintas maneras para simular frescura en cortes a un tris de la pudrición. Aditivos, gases y sustancias que nadie sabía estaba comiendo cuando comía. El escándalo duró lo que siempre: poco. Pero las prácticas, lejos de terminarse, siguen siendo norma en muchísimos lugares. México, por ejemplo, que no solo maquilla la carne sino que antes droga a sus animales desde cachorros y los sostiene así, con anabólicos y hormonas prohibidas que se consiguen en el mercado negro o se autorizan sin dejar del todo la clandestinidad.

Ah, pero el sonido de las brasas… Perder las emociones intensas que ofrece la carne, y las divisas suculentas que reporta, es algo que esta humanidad pareciera estar lejos de querer hacer. De hecho, las fuerzas creativas y productivas de los poderes de turno están orientadas exactamente a lo contrario: desde Bill Gates a Cargill, desde la ONU a la organización animalista PETA, todos están invirtiendo en lo mismo: carne sin animales o carne sin carne.  Un desafío que va del oxímoron a la ciencia que no quiere ser ficción aunque pareciera encaminada a ofrecernos lo mismo que hoy nos ofrece la góndola: ultraprocesados que tanto nos enferman.

Pases mágicos que parecen movernos pero nos dejan en el mismo lugar: estos tiempos están llenos de eso, falsas soluciones. O soluciones para pocos como es la ganadería regenerativa. Un sistema productivo que logra suplantar el infierno de criaderos por paraísos bucólicos con vacas paciendo sobre suelos sanos en paisajes hermosos con la misión prometedora de que comer carne sea la que nos salve. Pero al final, los animales más afortunados, los de esos campos que florecen en Argentina y en Uruguay,  terminan convertidos en costosos cortes sellados al vacío que disfrutan comensales en Europa, Estados Unidos y Asia. Son carnes que sólo llegan a los ricos porque tarareando a Atahualpa Yupanqui las penas y las vaquitas se van por la misma senda. Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas.

Este especial de Bocado abre cinco caminos con el propósito de retomar la apuesta que perdió el periodista Upton Sinclair cuando se metió a contar algo de esta realidad sangrante y publicó La Jungla. Intentamos golpear el corazón antes que el estómago. Ustedes dirán si, cien años más tarde, podemos lograrlo.

Nota publicada originalmente en:

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