Por: Ana Lucrecia Molina Theissen
Despierto de repente. El corazón me golpea con fuerza. Algo malo sucede; dentro de mí es nuevamente 1981.
El 4 de octubre, un domingo hace 35 años, dolida pero resignada ante la desaparición de Emma, con Héctor (mi cuñado, asesinado a golpes concienzudamente infligidos por el glorioso en febrero de 1984) decidimos que era el momento de avisarles a mi mamá y mi papá.
La buscamos desde el 27 de septiembre, el día que no llegó a su casa. En mis adentros, estaba segura de que había caído, pero quería alguna prueba. Esta llegó cuando la reconocieron en un yip militar pese a la peluca y los anteojos oscuros que la obligaban a ponerse. Años más tarde, de su voz rota, a tropezones y omitiendo hechos –como las repetidas violaciones y otras torturas a las que la sometieron los valientes que la tuvieron prisionera- me enteré que la sacaban maniatada para que entregara gente y casas. La imagino silenciosa, compungida, poniendo la cara para que alguien la viera en medio de los custodios -uno a cada lado, otro adelante y el chofer- que, como si llevaran a una fiera, portaban ametralladoras y granadas.
“Dolida pero resignada”. Quiero detenerme en esa expresión, sobre todo en la segunda palabra, porque estar dolida es lo que procede cuando tu hermana presuntamente desapareció a manos del ejército, lo que equivalía a la tortura y a la muerte tanto para quienes se llevaban –que lo sufrían en su propio cuerpo- como para quienes quedábamos de “este lado”, marcados para siempre por la ausencia.
Entre el repertorio de emociones humanas ante la muerte o su conjetura, el dolor es lo que sentimos después de la incredulidad. Más tarde pueden llegar, quizá tumultuosamente, la rabia, la culpa y también la resignación si el fallecimiento se debe a una larga y penosa enfermedad. El contexto y las circunstancias van dictando en cierto modo nuestras reacciones. O sea, no es fácil; cualquiera que ha sufrido una pérdida puede dar clases al respecto, como intentó hacerlo un gallardo oficial de la G2 al querer comparar su sufrimiento, porque se le había muerto el perro, con el provocado por la desaparición de Marco Antonio cuando mis papás le preguntaron por su niño.
Pero, ¿resignada ante una desaparición? La muerte o la desaparición forzada habían sido convertidas en un final lógico de las vidas de las personas opositoras, desafiantes, que se atrevían a desobedecer el mandato de sumisión dictado por los militares y todo el aparato de poder. La naturalización de la sentencia de aniquilamiento de tales objetos extraños se dio en una sociedad, manipulada por el terror, “educada” para la aceptación de las peores injusticias, mediante la eficaz didáctica de la tortura inscrita en los cuerpos mutilados, a veces irreconocibles, que aparecían a las orillas de carreteras y caminos o aparecían flotando en los ríos –el Motagua teñido de sangre.
De esta forma, perversa y brutalmente malintencionada, que quienes nos “metíamos a babosadas” sufriéramos esta clase de castigo se convirtió en una institución socialmente aceptada, un hecho normal establecido en una relación causa – efecto. La desaparición forzada llegó a admitirse socialmente como un tormento merecido y hasta propiciado por las propias víctimas “mounstrificadas” por campañas ideológicas a las que se sumaban los medios, las iglesias, la escuela y demás instancias reductoras de cabezas, uniformadoras de sentimientos, controladoras de decisiones ciudadanas, que funcionaban a la par de los letales cuerpos represivos.
Por mi parte, me sumé a ese consenso al asumirlo como un riesgo igualmente normal, un gaje del oficio. En cierto modo, caí en la trampa del dar la vida por la patria; más tarde entendí que una cosa es darla en buena lid y otra, muy distinta, que te la arrebaten con la crueldad e ilegalidad de las que hicieron gala los represores.
¿Cuánta gente pensaba de esa manera?
Desciudadanizadas, las personas opositoras eran monstruos aniquilables de las peores formas o héroes y heroínas que tenían que caer “para que no cayera la esperanza”, como cantó el poeta. No eran ni unos ni otros. Desde otra perspectiva, las víctimas fueron personas a las que se les violaron sus derechos humanos, entre estos, los políticos al verse obligadas a desarrollar su actividad opositora en circunstancias altamente peligrosas debido a la persecución desatada por los cuerpos represivos. Al ser asesinadas o desaparecidas en razón de su afiliación e ideología, fueron violados sus derechos a la vida, la libertad e integridad personales, entre otros muchos.
Asumir esa visión de la vida en sociedad, sentir, pensar y aceptar que cualquier actividad política trae consigo el riesgo de perder la vida, hizo posible no solamente que las desapariciones forzadas, los asesinatos políticos y las masacres sucedieran decenas de miles de veces en Guatemala -un genocidio que sigue siendo negado oficial y socialmente de manera pasmosa- sino también asegurar la impunidad de los perpetradores.
Pero si la desaparición forzada de Emma y la de cualquiera que estuviera “metido en babosadas”, incluyéndome, era un hecho normal que probablemente sucedería tarde o temprano, lo que le hicieron a mi hermano jamás se cruzó por mi mente porque él no estaba en nada. Después de haber quemado la embajada de España con toda la gente que había adentro, los creí capaces de cualquier cosa, entre esas cosas nunca incluí la desaparición de Marco Antonio.
Inesperado, brutal, devastador, fue entonces el impacto de lo sufrido por mi hermano. Un impacto que se ha multiplicado al infinito por la circunstancia de que él era aún un niño, por la espera tan larga, por la falta de justicia, por el cínico negacionismo revictimizador de los perpetradores.
Estos días, como cada año, re – vivo lo sucedido, me indigno y renuevo mi propósito vital: si no lo encontré, si no pude regresarlo a la vida de la que fue sustraído, si no pude volver a abrazarlo y nos impidieron cuidarlo junto con mi familia, lo mínimo que exijo con todas las fuerzas de mi alma es que se le haga justicia y que nos devuelvan sus restos para sepultarlos dignamente.
Y repito, no me canso: que nunca más lleguen los militares al poder.
Texto publicado en 2015.