La situación del cuerpo en el espacio

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano 

Es cosa sabida el origen de la moderna distinción entre derechas e izquierdas. Con melancolía, uno puede imaginar que, antes de la Revolución Francesa, esa impía división de la gente según sus posiciones políticas no existía. No hay un Aristóteles de izquierda, ni un Sócrates de derechas y solo pensarlo suena a boutade poco graciosa. Imaginar a Ulises, perdido en su navío de neblina, escogiendo entre una y otra variante suena a indolente ejercitación. Son los franceses los creadores de la costumbre de sentarse a ambos lados del parlamento, según las actitudes políticas generadas después de 1789. Así, a la derecha del Presidente solían acomodarse los conservadores; a la izquierda, los revolucionarios. Con el tiempo, se identificó con el sector derecho de los escaños del congreso a aquellos que preferían el statu quo ante, los que suscribían lo que Jorge Manrique expresó con “todo tiempo pasado fue mejor”. Más sencillo, los que preferían las cosas como están y no como podrían estar. Por su parte, en el sector izquierdo se sentaban los que querían cambiar, o, dicho de otro modo, los que predicaban el progreso y la mejoría, los que creían que el motor de la historia se movía hacia el futuro y que en ese futuro residía la intangible felicidad. Encuentro, en Susan Sontag, una definición más contemporánea de la distinción entre derecha e izquierda política. Según la ensayista norteamericana, la persistencia de esa división deriva “de la eficacia atribuida, por el imaginario moderno y laico, a las metáforas provenientes de la situación del cuerpo en el espacio -izquierda y derecha, alto y bajo, adelante y atrás- para describir el conflicto social: una práctica metafórica que ha añadido algo nuevo a la clásica distinción de la sociedad como una especie de cuerpo, un cuerpo bien disciplinado y gobernado por una ‘cabeza’”. En otras palabras, la importancia del cuerpo en la sociedad contemporánea ha proyectado las distinciones espaciales de ese cuerpo sobre los conflictos sociales.

Con base en la anterior simplificación (la realidad resulta siempre más compleja que las visiones binarias y antagónicas), uno podría decir que son de izquierda Lula, Emanuel Macron  y Pedro Sánchez, mientras que, en la derecha, pondría a Bolsonaro, Marine Le Pen y Santiago Abascal. La cosa se enreda cuando se trata de averiguar la colocación política de líderes que escapan a la simplificación: Donald Trump y el mismo Joe Biden, Daniel Ortega, Recep Erdogan, Vladimir Putin, y tantos otros más que se asoman a la escena internacional. Por no mencionar a Javier Milei, controversial presidente de los argentinos. En el caso de Donald Trump, su colocación en el área llamada “derecha” no sería difícil, merced a su propuesta de restauración del pasado, a su anclaje en lo que considera los verdaderos valores de Estados Unidos, que equivalen a los viejos valores: el eslogan MAGA (“Hagamos a -Norte-América grande otra vez”) implica que hubo una vez, en el pasado mítico de la imaginación, en que esa nación fue grande. ¿Cuándo? ¿Grande, en qué sentido? En todo caso, la mirada hacia atrás lo define como conservador y, por tanto, en la derecha. Esto no significa que Joe Biden, su rival demócrata, sea de izquierdas, al menos, no en el sentido que le daba la Revolución Francesa. Biden es lo que llaman un “liberal”, con acento en la “i”. Una persona con mayor sensibilidad hacia los sectores sociales más débiles y que cree que el capitalismo es capaz de producir un bienestar social a través de leves ajustes en su configuración general. Solo este matiz nos revela que las distinciones políticas creadas hace dos siglos y medio no se ajustan a una realidad global en donde una de las fuerzas más poderosas reside en las inmateriales redes sociales. Los hombres más ricos del planeta ya no son los dueños de los medios materiales de producción: los petroleros, los dueños de minas, los terratenientes. Ahora, los millonarios son los administradores de Facebook, de Google, de Apple, de Amazon. Se dice que estas personas pueden ser más poderosas que algunos de los presidentes de una nación. Y aunque ciertos gestores de redes sociales presenten ideas cavernarias, no se puede decir que no sean revolucionarios: son los que están cambiando al mundo. Sería absurdo decir que son de izquierdas. Pero tampoco es exacto calificarlos como líderes de derechas.

Un ejemplo. En Italia, en estos días, se ha desatado un gran escándalo porque un miembro de la Guardia de Hacienda ha descargado, de los archivos de la Comisión Antimafia, decenas de miles de documentos con informaciones confidenciales de políticos y personajes públicos. No se sabe la finalidad, pero el clamor proviene de la violación de la privacidad. No se entiende por qué no causa mayor escándalo el hecho de que voluntariamente, cada día, entregamos nuestros datos más íntimos a todos los sitios internet, cada vez que aceptamos que elaboren “cookies” que registran cada paso que damos en el vasto mundo de la red. Las compañías de ventas online no solo saben con exactitud nuestras preferencias de compra en vestidos, hoteles, viajes y automóviles, sino también qué leemos y cuándo leemos. Aun más, todas las grandes plataformas conocen qué vamos a comprar en el futuro. La abundancia de leyes que tutelan nuestra vida privada indican, por paradoja, que nuestra vida privada no existe. Hasta cuando caminamos por las calles hay cámaras que nos están filmando.

Volvamos a nuestro tema, que es la distinción del pensamiento social entre izquierda y derecha, en la época actual. Veamos el caso de Javier Milei, un anarcocapitalista rematado, cuyas ideas rebalsan el recipiente de las derechas. Aunque parezca blasfemo, Milei no es un conservador sino un revolucionario. Sería conservador si quisiera preservar el Estado liberal y burgués, nacido de las ideas de la Ilustración. En cambio, desea no solo cambiar radicalmente ese Estado, sino destruirlo completamente. Para los anarcocapitalistas, la sola existencia del Estado es el mal absoluto. La economía de un país debe regirse solamente por el mercado, en un ambiente de libre empresa y libre competición. Según su teoría, todo lo que hasta ahora es social: la escuela, la policía, la salud, la justicia, tendría que ser puesto en manos de la iniciativa privada y dejar que se regulase según la ley de la oferta y la domanda. Aunque sea difícil de imaginar, el orden público debería estar en manos de empresas de seguridad; tribunales y jueces, también; y ya está en marcha la privatización de la salud, como es una realidad (al menos en América Latina) la hegemonía de las escuelas y universidades privadas. La utopía anarcocapitalista es simétricamente opuesta a la utopía comunista. Se basa en una fuerte ideología, casi religiosa, que ciega a sus seguidores. La furia iconoclasta de Milei se explica con la teoría del “idealismo abstracto”, de Lukács. En tiempos de crisis, hay personas, o grupos de personas, que sustituyen la realidad con ciegas ideas fanáticas que pretenden imponer al mundo objetivo. Ni de derecha ni de izquierda, sino peligrosamente radicales y fundamentalistas. Derechas e izquierdas pertenecen al viejo mundo burgués, que predicaba la democracia como expresión política de un capitalismo moderado. Este nuestro mundo globalizado, polarizado y plagado de guerras ha hecho entrar en crisis la idea democrática de mediación y política, para hacernos entrar en extremismos peligrosos e inéditos, ajenos a la razón y a la tradición humanista.

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