Créditos: Prensa Comunitaria
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Estábamos hablando de los cuentos de antes. Algunos me recuerdan la lejana infancia en mi lejano pueblo. Tienen la solidez anciana de los cuentos de Singer, con rabinos vestidos de raído negro, trajes con olor a tiempo y mirra, astutos comerciantes viajeros y tontos, que por aparecer en esos relatos, pueden ser llamados, con solvencia, “de capirote”. Solo en esos relatos se dice “cabeza de chorlito” aunque uno no sepa muy bien qué pueda ser un chorlito. Los cuentos antiguos saben a chimenea crepitante, con su fuerte olor a leño quemado, y saben a sueño y a frío, a cabezazos indeseados, y, a veces, al miedo que te inducen los horrendos cuentos infantiles, con episodios tan cruentos que, si fueran películas, estarían prohibidas a los menores. Cuento de terror, sin duda, Hansel y Gretel, cuyos desalmados padres los mandan a perderse en el bosque, la peor pesadilla de un niño. No solo perderse. Peor, que sus padres no lo quieran y lo abandonen. Y más gore es el final: cuando la bruja los quiere cocinar para comérselos, y los dos perversos se le adelantan y la echan a ella en el horno. Para felicidad y júbilo de los angelitos que escuchan el cuento y aplauden ese final. Todos sabemos que no eran cuentos para niños, sino que relatos folklóricos recolectados en las aldeas alemanas por los hermanos Grimm.

Pero veamos otro relato, más clásico, si se puede, que se podría intitular “La huella del león”. Sucedió, pues, en una época muy lejana, que había un rey enamoradizo y casquivano. No obstante su harem con noventa concubinas, se enamoró de la esposa del visir. Con tal de yacer con ella, utilizó un viejo truco que, en los cuentos antiguos, siempre usan los reyes en estos avatares. Quiero decir con esto que llamó al visir y le dijo:

– Prepárate para un largo viaje. Debes ir a la provincia más lejana del reino y hacer una comisión en mi nombre.

Demás está decir que era una estratagema del rey para quedarse solo con la esposa del visir. Este no tuvo más remedio que obedecer, y entre lágrimas y congojas, se despidió de su bella esposa, con acendrados consejos y puntuales recomendaciones. Ella lo vio alejarse, y, como conviene a un relato de este tipo, el visir se fue a caballo en una nube de polvo. No se había disipado el polvo cuando un mensajero llegó delante de la señora. El mensajero le informó que el rey, en persona, le haría visita en un par de días. La esposa del visir no tuvo necesidad de muchas explicaciones para entender el motivo. Entre miradas, gestos y palabras no dichas, había entendido que le gustaba al rey. Y si, antes, la cosa era motivo de íntimo orgullo, ahora, con su marido distante, fue ocasión de inquietudes y desazones. Un par de días y el rey estaba delante de ella, con el ansia disimulada del deseo y la lujuria. La esposa del visir había tenido tiempo para prepararse. Saludó a su majestad con la reverencia que su cargo merecía, y, al principio de la conversación, hizo un mínimo gesto con la mano, y tal gesto sirvió para que se presentara un servidor que portaba un azafate. En el azafate, un libro llamado Zabur, cuya sabiduría permanece. El rey, ligeramente avergonzado, reconoció el mensaje moral de la oferta.

No tuvo tiempo de reaccionar. Otro servidor llegó con un plato que contenía una vianda mínima y deliciosa. Otros 89 esclavos, discretos y silenciosos, llevaron sendas comidas al rey. Lo asombroso era que todas tenían el mismo sabor. El rey comentó:

– Las noventa viandas sabían igual.

La mujer respondió:

– Equivalen a vuestras noventa concubinas, mi señor.

Entendido el mensaje, el rey se retiró. Solo cuando estaban en palacio, de regreso, se dio cuenta de que, en el nerviosismo de la despedida, había dejado olvidado un anillo en casa del visir. Regresó este de su viaje a los confines de la provincia, se encontró con su esposa y encontró el anillo. Ella le dijo la verdad: la sortija era del rey. Afrentado, el visir se presentó delante del soberano y le devolvió el anillo.

– Habéis olvidado esta joya, majestad -dijo el visir mientras acariciaba el mango de un puñal que llevaban en la cintura.

El rey sonrió y le respondió:

– Devoto vasallo: nada os preocupe. Debéis saber que la huella del león que has visto no ha pisoteado vuestro jardín. Más aún: se león no volverá.

Cualquiera que sepa un celemín de la Biblia habrá reconocido, en esta vieja conseja, la historia de David y Betsabé (Samuel, 2, 11), pero no se sabe cuál de los dos relatos es primero. Muy repetido en la literatura medieval y renacentista es otra leyenda, conocida como “La leyenda del monje Ambrosio”. Tal monje fue conocido, en las fuentes orientales, como Barchicha, y su historia es la siguiente.

Había, en un lejano lugar, un santo monje cuyo nombre era Barchicha, a quien, por amor de estética, llamaremos Ambrosio. Este vivía en un convento y llevaba una vida de ejemplar ascetismo, tanto que su fama superaba los muros del monasterio. Por todas partes se predicaba la virtud de Ambrosio, ejemplo de moral y espiritualidad. Sucedió, pues, que cerca del convento vivían tres hermanos, quienes, por cuestiones de negocios, tenían que emprender un largo viaje. En vista de ello, llegaron al convento y recomendaron a su hermana con el monje, para que cuidara de ella. Quiso la desgracia que la hermana fuera una muchacha de gran belleza y hermosura. Al principio, el santo no la notó. Pero con el pasar de los días, sus ojos se fueron abriendo, y la vista de tanta galanura comenzó a convertirse en una obsesión para Ambrosio. Se iba a dormir pensando en la joven, y, al abrir los ojos, seguía pensando en ella. Puesto que le estaba recomendada, no podía evitarla, y la presencia de la muchacha lo distraía de rezos y meditaciones. Ambrosio no pudo resistir. Sedujo a la muchacha y se entregaron, ambos, a los placeres de la carne. La chica quedó embarazada. Cuando lo supo, Ambrosio, temiendo el regreso de los hermanos, la mató y la enterró de escondidas. El demonio, que en todo esto había puesto sus pezuñas, apareció en sueños a los hermanos y les reveló la verdad. Luego, apareció también en los sueños de Ambrosio, que vivía acosado por la culpa y el remordimiento. Le cuenta que los hermanos de la muchacha ya saben la verdad y, ante la desesperación del que fuera santo varón, le promete salvarlo si reniega de Dios. Ambrosio, entonces, abjura de su fe y adora al demonio. Bien dice el dicho: “mal paga el diablo a quien bien le sirve”. En efecto, cuando Ambrosio se prostra delante de él, el diablo suelta una carcajada y le recita el versículo 59, 16 del Corán: «Su ejemplo es como el de Satanás cuando le dijo al hombre: “¡Rechaza la fe!” Y cuando este la rechazó, dijo: “Yo no tengo nada que ver contigo. En verdad, yo temo a Allah, Señor de los mundos”». Esta gótica historia, que podría estar en una película de Luis Buñuel, ha sido adaptada a la literatura y el cine, y seguirá siendo contada por los siglos, pues refleja la débil naturaleza humana.

Tarde es ya. Hay que apagar la luz y recitar, como conviene, el cierre de todo cuento: “Y colorín colorado, este cuento se ha acabado”. También: “Como me lo contaron se lo cuento”. Hasta el definitivo: “Calabaza, calabaza, cada quien para su casa”.

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