Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano

En la Milonga de dos hermanos, Borges relata una historia de la provincia profunda, en Argentina. Sus protagonistas son los hermanos Iberra, bandoleros, cuchilleros y asesinos. Cuando el mayor intuye que el pequeño está ganando terreno, le dispara un balazo y termina con él. Borges concluye:

Así de manera fiel
conté la historia hasta el fin;
es la historia de Caín
que sigue matando a Abel.

Con un giro de tuerca, una anécdota pueblerina se transforma en mito y en eterno apólogo. Nos dice que, en las raíces de la historia humana, el fratricidio es fundacional, disfrazado de episodio fútil o sublimado en amplias guerras, locales o mundiales, en donde cada una de las partes se atribuye verdades, ideologías, dioses protectores, religiones absolutas. ¿Cuál de todas las guerras, lejanas o cercanas, no refleja el mismo esquema? ¿Cuántas masacres se han hecho bajo una noble y falsa justificación? ¿En nombre de qué verdad abstracta o de qué creencia total? En todas se puede repetir, con el gran escritor argentino: siempre está Caín matando a Abel.

Siempre está Caín matando a Abel: el paradigma humano. En el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, los señores de Xibalbá, el reino del mal, persiguen a los gemelos Jun Ah Puh e Ix Balan Keh para matarlos. Estos últimos, gracias a una maravillosa transformación, consiguen derrotar a sus perseguidores. Las pirámides aztecas humeaban de sangre caliente, quizá en Tenochtitlán, donde sacerdotes armados con cuchillos de obsidiana extraían los corazones de sus víctimas (quizá esclavos de las Guerras Florales) para ofrecérselos a Huitzilopochtli, dios de la guerra, con el fin de alimentar al sol con la sangre palpitante de los sacrificados. Huayna Capac reinó en Perú y, a su muerte, estalló una guerra fratricida entre Atahualpa y Huáscar, hermanos que se disputaban la herencia del trono. Atahualpa derrotó a Huáscar, para ser inmediatamente sometido por los conquistadores españoles. Ríos de sangre sobre ríos de sangre.

Daniele Crespi – Cain Killing Abel

Todos conocemos, de Cien años de soledad, la historia del coronel Aureliano Buendía, quien “promovió 32 guerras civiles y las perdió todas”. Quizá menos famoso, un relato sólido y escueto de Gabriel García Márquez podría figurar como símbolo de la violencia oculta, sombría y serpenteante. Se llama Un día de estos y relata la cruenta historia de un alcalde atormentado por el dolor de muelas. Con mejores palabras, García Márquez narra el enfrentamiento entre el dentista, liberal, y su archienemigo, un militar conservador. Uno es un intelectual, de la oposición. El otro, un hombre basto, de armas tomar. Obligado por el dolor, el alcalde acude a la clínica de su enemigo para hacerse extraer la muela. Obligado por la ética, el dentista debe atenderlo. Es la gran oportunidad de ejercer la venganza: el médico dice al uniformado que, a causa del absceso, tendrá que operar sin anestesia. El otro se resigna. La descripción de la extracción de la muela es de antología: el lector suda frío y casi siente el dolor que retuerce las tripas del militar. Y cuando termina, el dentista emite su sentencia: “Con esto nos paga 20 muertos, teniente”. La genialidad de García Márquez estaba ya en este cuento realista y seco, lejano de las magias e hipérboles de sus obras más famosas. Hay, en esa breve narración, un magistral retrato de años y años de enfrentamientos (las 32 guerras civiles de Aureliano y las guerras reales que enfrentaron a liberales y conservadores durante todo el siglo XIX).

Augusto Monterroso, más conocido por ser el autor del relato más breve de la historia (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”) nos obliga, con su aguda y refinada inteligencia, a abrir un paréntesis. En un ensayo sobre las novelas que denuncian y describen a las dictaduras, Monterroso reflexiona sobre el hecho de que los europeos ven con asombro y curiosidad pintoresca las estrafalarias dictaduras latinoamericanas, cuya anecdótica es infinita. El caso clásico, apunta el escritor guatemalteco, de ver la paja en el ojo ajeno. En efecto, mientras señalaban las aberraciones de los sátrapas latinoamericanos, los europeos parecían olvidar la existencia, en el siglo XX, de Hitler, Mussolini, Francisco Franco y Antonio de Oliveira Salazar, para mencionar solamente a los más conocidos. Con su secuela de realismo mágico y desenlaces wagnerianos. Igual cosa con la violencia política: pareciera que América Latina fuera el único centro donde la historia se tiñe de sangre, mientras Europa produce millones de muertos en dos grandes guerras consecutivas.

La fundación de lo que hoy conocemos como Hispanoamérica está señalada por hechos violentos. No solo en la constatación de que cualquier conquista imperial es un acto de guerra y sometimiento, sino también por la petit histoire de esa conquista. Debemos a Bernal Díaz del Castillo, soldado raso del ejército de Hernán Cortés, el testimonio de lo que pasó después de la caída, por asedio, de Tenochtitlán, la capital de los mexicanos, en La verdadera historia de la conquista de México. Cuenta Bernal que, cuando entraron a la ciudad, los soldados españoles no caminaban sobre la tierra, sino sobre cadáveres, tantos eran los muertos que alfombraban la ciudad. Violenta y bizarra la anécdota de la captura de Atahualpa, emperador de los incas, en el Perú. Un fraile leyó al emperador el “requerimiento”, un instrumento jurídico usado muchas veces en toda América. El texto declaraba único emperador a Carlos V y proclamaba al dios cristiano como único dios verdadero; conminaba a quien escuchaba esa amenaza a aceptar tales verdades en el mismo momento, y, en caso contrario, se procedería al uso de las armas. Atahualpa recibió la Biblia en sus manos, se la llevó a los oídos y no escuchó que de allí proviniera sonido alguno. Entendió que ese libro no hablaba, no decía nada y lo arrojó al suelo. Al grito de blasfemia, fue capturado.

Quien siembra violencia, cosecha violencia. Tampoco entre los conquistadores hubo paz. Hernán Cortés tuvo que interrumpir la presa de México para regresar a las costas de Veracruz, pues un pequeño ejército, capitaneado por Pánfilo de Narváez, había desembarcado para capturarlo. Dejó Tenochtitlán bajo el cuidado de Pedro de Alvarado y deshizo el camino hecho desde la costa para combatir con su compatriota y derrotarlo. Cuando regresó a México, encontró la ciudad insurrecta. Alvarado había actuado despóticamente contra los aztecas y estos estaban levantados en armas. Los españoles fueron expulsados de la ciudad; luego vino el asedio y los miles de muertos. No mejor suerte tuvo Francisco Pizarro, el conquistador del Perú. Una vez derrotados los incas, entró en conflicto con el otro conquistador, Diego de Almagro, y luego de un largo período de enfrentamientos armados, Almagro lo mandó a asesinar. La colonización de América se construyó con una serie indefinida de asesinatos y hechos de sangre. El bárbaro medioevo relatado por Shakespeare, con monarcas atrabiliarios de espada fácil y creencias de ultratumba, se prolongó en América con el asentamiento colonial.

Quizá el origen de la violencia en América resida en el modo con que fueron explotadas las riquezas del continente. Al principio, los indígenas fueron esclavizados. Carlos V, aconsejado por los dominicos, emanó las Nuevas Leyes de Indias, en 1542, en donde prohibió la esclavitud de los pueblos originarios de América. Con ello, se abrió la puerta a la esclavitud de millones de africanos, que fueron secuestrados y deportados, principalmente a las islas del Caribe. De todas formas, pronto se formó, en cada país, una oligarquía de conquistadores o descendientes de ellos, que se apropiaron de las tierras y pusieron a trabajar a los indígenas americanos. En teoría, estos eran vasallos libres de la Corona española. En la práctica, estaban obligados a seguir un esquema feudal al servicio de un señor de origen hispánico. No hay que asombrarse. Los conquistadores aplicaban, en América, el esquema vigente en España. O, dicho de otro modo, trataban a los indígenas americanos como hubieran tratado a sus compatriotas españoles en iguales condiciones. Durante toda la colonia, se estableció el esquema del régimen señorial que imperaba también en España.

Posiblemente sería mejor tomar en préstamo el lenguaje de los sociólogos, para decir que el fenómeno de la violencia en América Latina es estructural. No puede ser de otra manera un sistema (implantado por el singular liberalismo latinoamericano, que refuerza y moderniza el sistema colonial) en el que un grupo de pocos se enriquece a costa de la mayoría de la población. Un sistema señorial. Un sistema arisco a la democracia. Un sistema que, para mantenerse, debe hacer uso de la violencia en contra de los explotados y los oprimidos. Había dos excepciones, en cuanto eran dos democracias: Costa Rica y Uruguay. Porque, en un régimen democrático, la mayoría de la población vota por salir de la miseria, por tener más educación, por el derecho a la casa y la salud. Para lograr la democracia, han estallado revoluciones populares en casi todos los países, puntualmente aplastadas por el poder. Eso explica la actitud de la Iglesia, en América: desde la colonia española, al lado de los humillados y ofendidos. Al lado de la legítima aspiración a la democracia. La “opción por los pobres” no es, como algunos han querido ver, una degeneración política de la religión, sin algo más simple: ponerse del lado de quienes llenan las iglesias y muestran una devoción inaudita, enraizada en la fe popular.

¿Cuándo ocurre la acción de la obra maestra de Juan Rulfo, Pedro Páramo? En el territorio del mito, no existe la dimensión temporal. Juan Preciado va a Comala, un lugar imaginario, a buscar a su padre, Pedro Páramo. Páramo es un típico patrón campesino, dueño de las tierras y de las vidas de sus habitantes, cuyo dominio es casi metafísico. Lo maravilloso de la novela de Rulfo es que la figura de Páramo se reconstruye a partir de las voces de los muertos, enterrados en el camposanto de Comala, y que tienen el don de dialogar entre sí. Sabemos que Juan Preciado ha muerto, en un momento indeterminado, porque conversa con la gente que yace en el sepulcro. Pedro Páramo es mucho más que la narración de un modelo de explotación campesina, pero también es eso. La figura mítica del patrón representa un tipo de poder: desde el dueño de finca omnipotente sobre sus siervos, al dictador eterno que reina sobre un país, al caudillo revolucionario que, una vez en el trono, gobierna con los mismos métodos autoritarios que ha combatido. Ejemplar, en este sentido, El reino de este mundo, breve y magistral narración de Alejo Carpentier sobre la revolución haitiana de 1791, la primera de la época moderna.

Quizá se pueda imaginar una sugerencia: la violencia en América Latina se vuelve mágica o maravillosa o singular porque hay una literatura mágica, maravillosa y singular que la describe y relata. Para defender sus tierras de la expropiación colonial, los k’iche’s de Guatemala escriben unos escritos jurídicos que relatan que ellos son dueños de esos territorios desde la creación del mundo. Por tanto, relatan la creación del mundo, según sus abuelos y sus abuelas. No se trata de literatura maravillosa, sino de un hecho maravilloso. Ramón del Valle-Inclán escribe Tirano Banderas, una parodia de las dictaduras latinoamericanas, y da origen a una serie de novelas cuyos autores son Asturias, Carpentier, Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, entre otros. No son únicamente denuncias de tiranías: hay mucho más, la exploración de la avidez de poder, la soledad de los potentes, la fácil y natural traición. En La guerra del fin del mundo, potente novela histórica, Mario Vargas Llosa relata la rebelión de los sertones, en Brasil, con su mezcla de ansia de libertad y fanatismo mesiánico. En Tema del traidor y del héroe, Borges inquieta al lector sobre la doble lectura de la acción humana, como ya lo había señalado Germán Arciniegas cuando recordaba cómo Francis Drake era un caballero digno del tratamiento de “sir”, para los ingleses, o un despreciable pirata para los españoles. Entonces, no es que la violencia sea una característica particular o exclusiva de América Latina. Sucede que los escritores latinoamericanos se han concentrado en ella por un motivo que podemos considerar universal: siempre Caín está matando a Abel. Ahondar en las razones y en las causas, quizá sea también una contribución universal para un mundo de paz y de convivencia civil.

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