Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano 

La memoria, lista para la traición, no ubica si era la época fría o era verano. El tren llegó lentamente a la estación, alargando los minutos finales, los peores en un viaje. Yo ya sabía a qué punto me debería de poner de pie, recoger mi cartera de trabajo y caminar, tambaleando, en el corredor del vagón, hasta llegar a la cola de los desesperados que empujaban para bajar.

El punto eran dos arcos macizos, breves arcos triunfales que señalan la victoria de haber llegado a destino. Casi inmediatamente corren al lado del tren los andenes de cemento en donde en pocos minutos uno pone el pie y comienza el camino hacia el metro. Las gradas de los trenes son altas, pero yo, en ese recuerdo desvaído, soy bastante joven, no muy ágil, pero lo suficientemente elástico como para bajar de un par de saltos. De un tren a otro, me encamino hacia la boca del metro.

Hay un montón de gente que regresa del trabajo, multitud de hormigas que se apresuran en llegar a casa. Empujo, me empujan, bajo una rampa de escaleras, y otra y otra, hasta llegar al subterráneo de la estación, en donde están los torniquetes de la entrada. En la Estación Central, ríos de gente se cruzan con otros ríos de gente: los que vienen a la estación, los que salen de ella, los que van a la otra línea del metro. Gitanas de faldas largas acosan a los compradores de boletos en las máquinas automáticas.

Estos aferran sus carteras a la sola vista de las nómadas. Las gitanas van en grupo, y parecen hojas en la corriente de un río, se deslizan de un lado a otro, como arrastradas por el flujo de humanidad que se desliza al azar.

Foto; Cortesía Dante Liano.

Me distrae un detalle. Después de los torniquetes, un grupo de inspectores de la empresa de transportes está controlando si la gente ha pagado su ticket. En Milán, mucha gente se sube al metro o al autobús y no paga. Los jóvenes saltan por encima de los controles, olímpicos gorrones de envidiable gimnasia. Los inspectores juegan al ratón y al gato con los portugueses, que así son llamados los que viajan gratis. Parece que ese apodo viene de la inauguración del “Teatro Argentina”, en Roma, cuando a una suntuosa recepción organizada por la Embajada de Portugal, obviamente los portugueses podían participar gratuitamente. Muchos romanos quisieron fingirse portugueses para entrar gratis. De allí les quedo el mote a los lusitanos. Veo a los inspectores concentrados en su desagradable tarea. Ni me va ni me viene. Tengo un abono anual, en vista de que viajo tres veces por semana a Brescia. Ese abono está dividido en dos. Una parte, permanente, da mis señas de identidad. La otra, móvil, se compra cada mes. Acabo de adquirir la mía, por lo que entiendo que el control será un fastidio pasajero. Estoy cansado, casi agobiado, y lo que deseo es llegar pronto a casa.

Entrego, distraído, mi abono. El inspector es bajo, de barba recia, hirsuto pelo negro. Ha de venir del sur, pienso. Escrutina con atención mi abono. Alza la vista y me grita:

– ¡Este abono está vencido!

– No puede ser -le contesto.- Lo acabo de comprar.

Entonces lo agita delante de mis ojos. Demasiado cerca como para leer nada.

– ¡Está vencido, le digo!

Saca la parte fija, la que compré hace años y que, descubro en ese momento, tiene una fecha de vencimiento. El hombre está furioso, no para de gritar.

– ¡Ustedes los extranjeros son unos ladrones! -su compañero de inspección lo mira preocupado. – ¡Ahora mismo le pongo una multa! ¡Déme una identificación!

La gente pasa y me mira con curiosidad. No siempre se ve a un ladrón capturado en el metro.

– Mire que no soy un ladrón. Acabo de pagar el abono.

– ¿Y cómo quiere que se llame uno que no ha renovado la parte fija? ¡Se llama ladrón!

Acto seguido, rompió en pedazos mi abono.

Debo confesar un problema. Desde niño, la presencia de cualquier autoridad, especialmente si uniformada, me despierta una reacción espontánea de rechazo. Más que espontánea, incontrolable. Una vez, nos quedamos a jugar, en el colegio, hasta la hora de cierre. Estábamos al fondo del patio. El cura encargado de cerrar el portón, nos gritó que estaba por atrancar la entrada. Y, desde lejos, nos conminó a que corriéramos. Bastó esa orden para que yo caminara lo más despacio posible. Cuando al fin llegué, el cura me miró y meneando la cabeza, sentenció: “Eres un soberbio”. Yo no tenía más de doce años y acababa de iniciar un patrón de conducta que me ha acompañado en la vida. Por eso evito pasar por los Estados Unidos, en donde mis reacciones a los abusos de los empleados de migración me pueden costar caros.

En cambio, esta vez, en lugar de la violencia, funcionó la astucia. Saqué un carnet del Ministerio de la Universidad. Era un viejo carnet que servía solamente para tener descuento en los boletos ferroviarios. No valía nada, pero era pomposo, cuatro páginas vacías presentadas como si fueran la identificación de James Bond.

– Aquí está mi documento -dije al hombrecito-. Como puede ver, soy un funcionario del gobierno en el ejercicio de sus funciones.

El inspector palideció.

– Y como usted me ha faltado el respeto, el que lo va a sancionar soy yo.

Hay un delito penal para quien insulta a un funcionario público. Lo sabía yo y lo sabía el inspector.

– No, hombre, no es para tanto -se defendió-. Al fin y al cabo, somos colegas.

Mi farsa estaba funcionando. Se me bajó la rabia y seguí con el espectáculo.

– Ahora somos colegas -le dije.- Pero hace un momento me trató de ladrón.

– Acepte mis excusas, querido colega -dijo el león, convertido en ratón-. Hagamos un trato, yo no le pongo la multa y usted se olvida del episodio.

– Solo porque es tarde y estoy cansado -le respondí- voy a hacer de cuenta que no ha pasado nada.

– Gracias, colega -puede irse a su casa, a descansar.

– Muy bien, pero que no se repita.

Y me largué, satisfecho de haber embaucado al pequeño opresor.

Confieso otro detalle más: no olvido las ofensas. Han pasado más de veinte años de ese episodio, y con una cierta regularidad, veo al inspector de transportes seguir con su triste oficio, lo he visto envejecer, volverse más bajo, blanco ya el pelo rizado, mal enfundado en su uniforme viejo, y no puedo más que revivir un banal episodio de prepotencia y violencia verbal. Me tranquilizo solo al recordar que logré tomarle el pelo a un representante de la autoridad. Y que otra vez, mejor y bien hecho, ya lo había realizado, pero es materia de otro relato.

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