Del terror al exterminio. Un apunte sobre las matanzas de civiles en El Salvador y Guatemala durante la década de 1980

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Créditos: Juan José Guillen
Tiempo de lectura: 25 minutos

 

Primera parte

Por Mario Vázquez Olivera*

Introducción 

Las matanzas de población civil no combatiente constituyen un aspecto aberrante de cualquier conflicto armado. Son acciones viles que conllevan el repudio y la condena moral para sus perpetradores. Desde 1945, el derecho internacional humanitario las considera como crímenes de lesa humanidad (Servín, 2014). No obstante, de entonces a la fecha el exterminio de civiles ha sido un fenómeno habitual tanto en confrontaciones internacionales, como en guerras civiles o conflictos internos. De Indochina a los Balcanes, del Medio Oriente a Centroamérica, la historia del tiempo presente se ha visto plagada de este tipo de atrocidades.

En el marco del conflicto regional que asoló la región centroamericana durante la década de 1980, las fuerzas gubernamentales de El Salvador y Guatemala perpetraron numerosas masacres de población civil. En ambos casos la mayor recurrencia y letalidad de estas matanzas se registró entre 1980 y 1984. En el caso de El Salvador se calcula que en dicho periodo fueron asesinadas entre 40 000 y 50 000 personas. En cuanto a Guatemala, se estima que el número de víctimas mortales pudo ser el doble. En ambos casos hubo estrechas semejanzas en lo relativo al contexto político y militar en que se cometieron esos crímenes masivos, como también en lo que respecta a los objetivos que perseguían sus perpetradores y sus modalidades de ejecución. Se trató de operaciones de exterminio llevadas a cabo de manera sistemática por unidades militares y auxiliares civiles con el doble propósito de castigar e inhibir el respaldo social a los grupos rebeldes en un momento crítico de efervescencia revolucionaria. Estos actos atroces formaban parte de un mismo patrón estratégico de combate a la insurgencia que se implementó de manera paralela en uno y otro país, aunque con algunas variantes significativas.

En ambos casos la matanza de población civil no combatiente jugó un papel fundamental en el desarrollo de la guerra y gravitó en su desenlace. Aparte de ello, las acciones de exterminio tuvieron graves consecuencias para el conjunto de la sociedad, y sus secuelas aún perduran. Por lo mismo, en el análisis histórico de los conflictos armados que tuvieron lugar de manera paralela en El Salvador y Guatemala, y en general en el examen de la crisis centroamericana de los años ochenta, es obligado contemplar este factor como un elemento de capital importancia. A la vez, el estudio de las acciones de exterminio tiene gran actualidad y es relevante como respaldo a la exigencia social de obtener justicia para las víctimas, la cual se mantiene vigente no obstante el largo tiempo transcurrido desde entonces y a pesar de los formidables obstáculos políticos que esta causa ha enfrentado a través de los años y que aún encara hoy en día.

En función de lo anterior, no deja de extrañar que en la mayoría de los estudios sobre violencia represiva y crímenes de lesa humanidad en El Salvador y Guatemala se omita considerar como elementos significativos la sincronía, el paralelismo y las posibles conexiones entre uno y otro caso, como si aquello hubiera sido un factor contingente. Asimismo, al examinar el lugar que ocupa el tema de los crímenes de lesa humanidad en la memoria de la sociedad, en los estudios académicos y en el sistema de justicia, saltan a la vista marcadas diferencias entre un país y otro, al grado que parece tratarse de realidades esencialmente diversas. Observar lo anterior me ha motivado a trabajar en este “apunte”, con el solo propósito de anotar algunos datos y elementos de análisis que han aparecido en el transcurso de mi investigación sobre los conflictos armados de Centroamérica. Hablo de “anotar datos y elementos”, pues de inicio resulta problemático plantear una comparación propiamente dicha entre El Salvador y Guatemala acerca de este aspecto, toda vez que también existe una gran disparidad en cuanto al carácter y el volumen de la información asequible respecto a cada uno de estos países. No obstante, me parece que a partir de este ejercicio será posible aportar elementos útiles y esbozar nuevas perspectivas para el análisis de esta temática.

Mi presunción inicial es que, hacia mediados de 1979, teniendo a la vista el desenlace de la insurrección sandinista en Nicaragua, y ante la creciente adhesión popular al movimiento revolucionario tanto en El Salvador como en Guatemala, los altos mandos militares de estos países se plantearon perspectivas semejantes para revertir la amenaza insurgente. En este marco, contemplaron como un recurso fundamental recrudecer la represión y emprender operaciones de exterminio de manera sistemática. En la ejecución de esta estrategia, salvadoreños y guatemaltecos siguieron una misma pauta general, aunque ciertos factores y circunstancias específicas que mencionaré más adelante determinaron que en cada uno de estos países la guerra contrainsurgente se gestionara políticamente de distinta manera y se desarrollaran modalidades de operación particulares. Aun así, como mencioné previamente, el mayor contraste que se puede apreciar entre uno y otro caso es la manera en que se gestionó socialmente este asunto una vez que finalizó el conflicto. En lo que concierne a El Salvador, se ha descuidado mucho el conocimiento de las operaciones de exterminio, no solo como tema de estudio sino también como materia de la justicia transicional. En Guatemala, en cambio, se le ha dado al tema una atención relevante en ambos sentidos, aunque en los estudios que se han realizado al respecto se suele desvincular el análisis de los sucesos guatemaltecos del contexto centroamericano. Examinar de manera paralela ambos casos puede ofrecer elementos para ampliar y enriquecer el análisis particular de cada uno de ellos, y a la vez permitiría ponderar el peso de las campañas de exterminio como recurso estratégico de la contrarrevolución en Centroamérica.

Acerca del contexto y la motivación de este trabajo, cabe señalar que se inscribe en el marco de una investigación que actualmente llevo a cabo sobre la guerra insurgente en Centroamérica durante las últimas décadas del siglo pasado. En la medida en que se trató de un conflicto regional, para el análisis histórico resulta fundamental visibilizar las conexiones y entrecruces de los distintos procesos nacionales y profundizar en su estudio. También debo mencionar que, aparte de mi formación y experiencia como historiador académico, durante la década de 1980 estuve presente en distintas zonas de guerra de El Salvador, lo cual me permitió recabar información in situ e incluso atestiguar ataques a la población civil por parte de las fuerzas gubernamentales en el marco de operativos contrainsurgentes. Una parte sustantiva de mis planteamientos tiene como base observaciones y registros que realicé en aquella época.

Ecos de 1932

Durante la segunda mitad de los años setenta, en El Salvador y Guatemala se desarrollaron grandes movilizaciones populares de carácter revolucionario. La masividad de estos movimientos reflejaba el descontento de amplios sectores sociales ante regímenes autoritarios y represivos encabezados por militares de extrema derecha. A la vez, la beligerancia que asumió la movilización popular en estos dos países hacia finales de la década no podría explicarse sin considerar la creciente incidencia política, en el seno de las organizaciones sociales y las comunidades campesinas, de los grupos revolucionarios. Para entonces las formaciones guerrilleras de estos dos países habían dejado de ser núcleos aislados que operaban en la clandestinidad o en lo profundo de la selva, para convertirse en organizaciones político-militares que, de manera paralela a su accionar armado, se involucraron en una extensa labor de organización popular en el campo y las ciudades.

Esto respondía a la concepción de la guerra insurgente como “guerra popular” o “guerra de todo el pueblo” que, con variantes y matices, los distintos grupos revolucionarios de El Salvador y Guatemala asumieron en común como orientación estratégica en los años setenta. La guerrilla salvadoreña fue pionera en este sentido y obtuvo los mejores resultados. Bajo sus auspicios se formaron grandes “frentes de masas” como el Bloque Popular Revolucionario (BPR) y el Frente de Acción Popular Unificada (FAPU), que aglutinaban a los principales sindicatos industriales y de empleados públicos, asociaciones estudiantiles, ligas campesinas y asociaciones comunales. La insurgencia guatemalteca también desarrolló un trabajo político semejante. Aunque su presencia en las organizaciones populares tuvo menos alcance, logró incidir en importantes frentes gremiales como el Comité Nacional de Unidad Sindical y el Comité de Unidad Campesina. Al mismo tiempo, la “adhesión profunda” (Thomas, 2013:172) de centenares de comunidades rurales, mayormente indígenas, facilitó el trabajo organizativo de la guerrilla y le permitió establecer amplias bases políticas y redes de apoyo en regiones selváticas y montañosas del país. La articulación organizativa entre grupos armados y masas populares configuró un desafío sin precedentes para los gobiernos militares de El Salvador y Guatemala. A partir de esta alianza la movilización reivindicativa se transformó en acción beligerante que incluso en cierto punto llegó a asumir un cariz insurreccional. El vigor y la amplitud de la movilización revolucionaria, en combinación con la incapacidad de las fuerzas represivas para contenerla y contrarrestarla, instalaron las cosas en el umbral de una “situación revolucionaria” (Tilly, 1995:28).

En ambos casos la respuesta estatal frente al desafío revolucionario fue de extrema dureza y siguió pautas comunes. Entre los regímenes políticos de El Salvador y Guatemala no solo existía una gran afinidad político-ideológica, sino que también mantenían una estrecha colaboración en materia de combate a la insurgencia. En los dos países había una arraigada tradición autoritaria y de violencia represiva, que de acuerdo con Figueroa (1990:113) tenía como trasfondo histórico “la cultura de la extorsión del trabajo, el racismo, la apelación dictatorial, el síndrome del fantasma del comunismo, el oscurantismo reaccionario [y] la identificación de la dominación con el terror”.

Para enfrentar el desafío revolucionario, los gobiernos de El Salvador y Guatemala contaron con capacitación y asesoría de sus aliados internacionales, aunque también, al procesar sus propias experiencias locales, llegaron a desarrollar enfoques propios. Desde la década de 1960 el gobierno de Estados Unidos se preocupó por capacitar a los ejércitos y cuerpos de seguridad de Centroamérica en la lucha contrainsurgente. Asimismo, auspició la formación de una alianza entre los ejércitos de la región con miras a prevenir la “penetración comunista”: el Consejo de Defensa Centroamericano (CONDECA). A partir del entrenamiento y la asesoría estadounidense, salvadoreños y guatemaltecos se compenetraron con los preceptos fundamentales de la contrainsurgencia y las experiencias recientes del combate a la guerrilla. Otros países como Taiwán, Corea del Sur, Israel y Argentina también proporcionaron capacitación y asesoría en operaciones de inteligencia. Jefes que se destacaron en la planeación de operaciones de exterminio y “tierra arrasada” durante los años ochenta, como el general guatemalteco Benedicto Lucas y el coronel salvadoreño Sigifredo Ochoa, refirieron lo importantes que habían sido para su formación en contrainsurgencia las enseñanzas adquiridas en Francia e Israel respectivamente.

Como señalé un poco antes, además de contar con asesoría internacional las fuerzas armadas de El Salvador y Guatemala también elaboraron sus propias interpretaciones de la doctrina contrainsurgente. Durante los años sesenta el Ejército y los cuerpos de seguridad guatemaltecos habían desarrollado una intensa práctica de persecución a la guerrilla, como también del ejercicio del terror contra la oposición civil. En la década de 1970 sus pares salvadoreños comenzaron a imitar sus métodos. El surgimiento de los escuadrones de la muerte, la exhibición de cadáveres con signos de tortura y la desaparición de personas, se iniciaron en El Salvador en este contexto de entendimiento y cooperación con los cuerpos de seguridad del vecino país. La colaboración entre estos aliados incluyó también compartir información de inteligencia e incluso intercambiar detenidos.

Esta relación tan estrecha obedecía a necesidades comunes en materia del combate a la insurgencia, pero sobre todo era resultado de la afinidad doctrinaria y de los fuertes vínculos personales y políticos que existían entre la oligarquía y los gobiernos de ambos países. La derecha guatemalteca constituía el principal referente de la lucha anticomunista en Centroamérica, y para sus correligionarios de El Salvador su experiencia cercana era sin duda un ejemplo a seguir. Sin embargo, cabe destacar dos elementos del enfoque contrainsurgente salvadoreño que fueron en buena medida desarrollos originales, al menos en lo que respecta al ámbito latinoamericano, y que de alguna manera pudieron haber influido en Guatemala.

Uno de estos elementos fue el involucramiento masivo de civiles en labores represivas y de combate a la guerrilla. Esto tuvo su origen con la fundación en 1966 de la Organización Democrática Nacionalista (ORDEN), entidad concebida como frente de masas del gobernante Partido de Conciliación Nacional (PCN). Además de brindar apoyo al gobierno en tiempo de elecciones, ORDEN funcionaba como aparato de control social, adoctrinamiento anticomunista y apoyo en labores de inteligencia, en coordinación con la sección de inteligencia de la Guardia Nacional y bajo la supervisión del presidente de la república. En los años setenta ORDEN llegó a contar con cerca de 100 000 afiliados, sobre todo en áreas rurales, y constituía el principal instrumento político con que contaba el gobierno a nivel territorial. A la vez, muchos de sus integrantes también formaban parte de cuerpos auxiliares de la Fuerza Armada de carácter formal, como las patrullas cantonales, o de carácter clandestino, como los escuadrones de la muerte. La existencia de esta estructura de masas de carácter político y paramilitar, y su notoria presencia en zonas pobres y remotas, correspondía a la intención claramente delineada en la doctrina contrainsurgente salvadoreña de involucrar a grupos amplios de la sociedad en el combate al “comunismo” (McClintock, 1985:204-208). Por esta razón las organizaciones de izquierda caracterizaron al régimen salvadoreño como una dictadura militar “en escalada fascista” o “fascistoide”.

ORDEN fue disuelta por mandato de la Junta de Gobierno que asumió el poder tras el golpe de Estado de octubre de 1979, pero sus estructuras organizativas permanecieron intactas y fueron un puntal para la formación del partido ARENA en 1981 (Ramírez, 2017). El fundador y líder de dicha formación política, el mayor Roberto D’Aubuisson, había fungido previo al golpe como jefe de inteligencia de la Guardia Nacional, a cuyo cargo estaba aquel organismo de masas. Asimismo, tras la desaparición de ORDEN muchos de sus antiguos integrantes se unieron de manera voluntaria al Ejército y a distintos cuerpos represivos. En particular, engrosaron los contingentes de la Defensa Civil, estructura auxiliar de la Fuerza Armada que cumplió un papel muy importante a lo largo de la guerra como milicia de control territorial. En los primeros años de la guerra los miembros de la Defensa Civil mostraron alta combatividad y contribuyeron a inhibir o revertir la presencia rebelde en diversas regiones. A menudo formaron parte de “escuadrones de la muerte” y participaron como guías o “chaneques” en las operaciones de exterminio y tierra arrasada (CIA, 1985:6-7). Como aseguró al inicio de la guerra el general Ernesto Medrano, fundador y líder de aquella organización, ORDEN era “el cuerpo y los huesos de la Fuerza Armada” en el campo salvadoreño (White, 1981).

El segundo elemento peculiar del caso salvadoreño al que me quiero referir es la reivindicación que hacia finales de los setenta hizo la extrema derecha de la matanza de 1932, rememorando y exaltando aquella acción genocida como ejemplo a seguir ante el crecimiento indetenible de la insurgencia popular. Cabe recordar que las ejecuciones masivas del año 1932 fueron ordenadas por el general Maximiliano Hernández Martínez, presidente de la república, como respuesta a la sublevación indígena, campesina y popular que tuvo su principal escenario en el occidente del país. La persecución de presuntos insurrectos se prolongó por varios meses, y se cobró la vida, según estudios recientes, de entre 10 000 y 20 000 personas. La matanza cimentó la dictadura de Hernández Martínez y permitió preservar el régimen finquero (Palencia, 2021) como pilar de la estructura social salvadoreña.

Hacia finales de los años setenta la idea de impulsar un nuevo ’32 fue asumida sin embozo por la extrema derecha ante el desarrollo extraordinario de la beligerancia popular que, de la mano de grupos insurgentes, comenzaba a adquirir un carácter insurreccional. Este planteamiento se difundió masivamente y sin ambages a través de los principales medios de comunicación (Lindo-Fuentes, Ching y Lara-Martínez, 2007). Asimismo, se inculcó de forma sistemática en las bases de ORDEN. La necesidad de emprender esta “solución final” dio pauta a la campaña de exterminio que impulsaron el Ejército y los cuerpos de seguridad a partir de 1980, venciendo la resistencia del sector constitucionalista de la Fuerza Armada (Ibarra, 2021). Repetir el ’32 fue la consigna de los grupos anticomunistas. No por casualidad uno de los principales “escuadrones de la muerte” que operaron en ese tiempo fue bautizado como Brigada Maximiliano Hernández Martínez. La apología de la matanza se institucionalizó de cierta manera en 1982 cuando el partido ARENA inició la tradición de inaugurar sus campañas electorales en la ciudad de Izalco, referente emblemático de la malograda insurrección “comunista” y escenario del fusilamiento en masa de campesinos indígenas. Esta costumbre se mantuvo hasta hace pocos años, lo que refleja hasta qué punto la glorificación del genocidio estaba arraigada en la cultura política de la derecha salvadoreña.

La convicción de que exterminar a “los rojos” representaba la opción más efectiva para enfrentar el desafío revolucionario marcó la pauta de las operaciones contrainsurgentes que se desarrollaron en El Salvador entre 1980 y 1984 —posteriormente hubo un giro significativo en este aspecto—. También fue un componente central de dicha estrategia involucrar en la contienda a amplios sectores de la población, haciéndolos participar de manera activa en el combate a la guerrilla, bien como informantes y auxiliares del Ejército o bien combatiendo en las filas de la Defensa Civil. La conjunción de estos dos elementos vino a configurar un patrón estratégico que posteriormente también fue adoptado en Guatemala.

Del terror al exterminio

A partir de 1978 hubo un incremento notorio de la violencia represiva en los tres países centroamericanos que experimentaban procesos de insurgencia popular, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. En Nicaragua la persecución y el asesinato de opositores civiles se recrudeció en la medida en que comenzó a cobrar cuerpo la insurrección sandinista. Del mismo modo, en los otros dos casos la reacción gubernamental ante las continuas acciones de la guerrilla y el crecimiento exponencial de la movilización popular fue recrudecer la represión. En ambos países entre 1978 y 1979 se multiplicaron las detenciones arbitrarias, las ejecuciones extrajudiciales y la desaparición de activistas sociales, religiosos y personalidades políticas, y se cometieron algunas masacres de población campesina. En El Salvador se hizo frecuente el ametrallamiento en manifestaciones callejeras con un alto saldo de muertos y heridos. No es fácil precisar el número de vidas que se cobró la represión durante esos dos años. Según Figueroa (1990:111), de 1978 a 1981 las fuerzas gubernamentales guatemaltecas habrían asesinado a 5 000 personas. En cuanto a El Salvador, durante 1978 y 1979 la represión se cobró la vida de casi 2 000 ciudadanos (González, 1980:986).

La violencia represiva que se ejerció en aquellos años se desarrolló bajo una modalidad que en la doctrina contrainsurgente norteamericana se denomina counterterror (contraterror) (Valentino, 2004:200), a la cual en todo caso yo prefiero referirme como “guerra sucia”. Dicha modalidad presupone el uso legal e ilegal de la violencia por parte de las fuerzas gubernamentales con miras a obtener inteligencia y atemorizar a militantes y colaboradores de los grupos rebeldes, pero también para infundir terror entre la población en general.

Ahora bien, aunque busque impactar sobre amplios sectores de la sociedad, en principio la violencia ejercida en el contexto de la “guerra sucia” tiene un carácter acotado o selectivo. Es verdad que con frecuencia se exceden esos límites puesto que, en contextos de insurgencia de masas, la represión selectiva resulta poco eficaz y se hace necesario incrementar el alcance y la intensidad de la violencia, como sucedió en Centroamérica a partir de 1978. Pero especialistas como Valentino consignan diferencias claras entre “guerra sucia” y estrategia de exterminio como modalidades de la lucha contrainsurgente. Por principio de cuentas, se considera que el exterminio en masa no deriva simplemente de la exacerbación de la violencia represiva; tampoco es resultado de acciones espontáneas o excesos de la tropa. Todo lo contrario, las campañas de exterminio son acciones previstas y ejecutadas en el marco de planes estratégicos dentro de los cuales la perpetración de masacres cumple propósitos específicos determinados con claridad. En ese marco se suele profundizar e intensificar la “guerra sucia”, pero a la vez adquieren centralidad otros componentes. En primer lugar, el asesinato a mansalva y por medios atroces de un número elevado de personas relacionadas o no con la insurgencia, pero también la destrucción de comunidades rurales en operativos de “tierra arrasada” y el desplazamiento forzado de población (Valentino, 2004:202-203). A su vez, como parte de este repertorio podrían considerarse la proscripción de instituciones y organismos del movimiento social y el destierro masivo de personas.

Aparte de estos elementos, hay ciertos rasgos que permiten discernir frente a casos concretos si corresponden o no a esta modalidad estratégica. Uno de ellos es que en la estrategia de exterminio las matanzas tienen un carácter deliberado, no colateral ni contingente. Otro es que las víctimas son, en su enorme mayoría, personas civiles no combatientes. Y, a diferencia del concepto de genocidio, que es propiamente de uso jurídico, desde la perspectiva del análisis estratégico se considera que el exterminio en masa no necesariamente apunta a la destrucción de “un grupo humano como tal”, sino que pretende forzar a grandes segmentos de la población a modificar su comportamiento político, por ejemplo su respaldo a la insurgencia. En la medida en que el conteo de las víctimas en eventos de este tipo es sumamente impreciso, se ha propuesto contemplar un rango ciertamente elevado para determinar cuándo se trata de un evento de eliminación en masa: 50 000 víctimas mortales en un lapso de cinco años (Valentino, 2004:10). Desde luego se trata de una cifra establecida de manera arbitraria como referencia de proporciones masivas. Según este criterio, a pesar de tratarse de países pequeños, los sucesos atroces que tuvieron lugar en El Salvador y Guatemala durante la década de 1980 se ubican claramente dentro de esta categoría.

Si implementar una estrategia de exterminio como “solución final” en un contexto de lucha contrainsurgente es un acuerdo que se adopta en las altas esferas del gobierno y las fuerzas armadas, cabe preguntarnos bajo qué circunstancias o en función de qué criterios se resuelve asumir una alternativa como esta. A partir del examen de casos históricos ha sido posible establecer algunas pautas al respecto. Se sabe, entre otras cosas, que los Estados involucrados en guerras de contrainsurgencia son más proclives a emprender operaciones de exterminio cuanto mayor es su percepción de amenaza por parte de los movimientos revolucionarios, cuantas más dificultades tienen para contrarrestar la actividad guerrillera por otros medios —incluida la “guerra sucia”—, cuanto más apoyo consideran que recibe la insurgencia de la población civil y cuanto mejor preparadas se encuentran las fuerzas gubernamentales —militar y psicológicamente— para asumir dicha tarea (Valentino, 2004:84).

Tales elementos se conjuntaron en El Salvador y Guatemala tras el triunfo de la revolución nicaragüense en julio de 1979. El fin de la dictadura somocista y el establecimiento de un nuevo régimen encabezado por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) fueron percibidos por los gobiernos y poderes fácticos de ambos países como una grave amenaza al statu quo. Por un lado, el triunfo sandinista representaba un poderoso aliciente para los activistas clandestinos y las organizaciones populares de El Salvador y Guatemala, que reaccionaron ante los sucesos de Nicaragua redoblando su entusiasmo y combatividad. Además, desde un inicio el gobierno sandinista estableció relaciones estrechas con el gobierno de Cuba y comenzó a brindar apoyo a los grupos armados de aquellos países, que a partir de entonces pudieron incrementar su poder de fuego y aprovechar el territorio nicaragüense como plataforma operativa y retaguardia profunda. Esto representaba una grave alteración de la situación estratégica a escala regional y configuraba un escenario de peligro inminente para los gobiernos de El Salvador y Guatemala.

Además, la caída de Somoza había arrojado lecciones que alarmaban sobremanera a los militares de ambos países, que seguían con atención los acontecimientos nicaragüenses. Incluso hay indicios de la participación de oficiales guatemaltecos en el combate a la guerrilla sandinista (Vela, 2014:206). Asimismo, numerosos oficiales del Ejército somocista se asilaron en aquellos países, donde comunicaron sus experiencias en la lucha contrainsurgente a sus colegas militares. Las lecciones de la revolución nicaragüense estaban a la vista. El recrudecimiento de la “guerra sucia” no había sido suficiente para derrotar a la guerrilla ni para inhibir la respuesta entusiasta y masiva de la población civil al llamado insurreccional del Frente Sandinista. El levantamiento popular puso en jaque a la dictadura, inclinó la balanza de la guerra en favor de las fuerzas insurgentes y le proporcionó legitimidad nacional e internacional al nuevo gobierno revolucionario. Dado el respaldo masivo de sectores populares a los grupos insurgentes de El Salvador y Guatemala, era de esperar que en estos países el crecimiento de la movilización popular desembocara en escenarios semejantes de revuelta general e incorporación masiva a los grupos guerrilleros.

El Salvador, la matanza

El Salvador fue el primero de ambos países en que la matanza masiva de civiles se convirtió en recurso habitual de la lucha contrainsurgente. La decisión de escalar la “guerra sucia” y convertirla en campaña de exterminio fue tomada por el alto mando y prominentes empresarios de extrema derecha durante los primeros meses de 1980, justo cuando la movilización popular alcanzaba su mayor desarrollo y parecía entrar de lleno en proceso insurreccional.[1] En octubre del año anterior un golpe de Estado auspiciado por la embajada estadounidense había conducido al establecimiento de una junta de gobierno que encabezaba un militar constitucionalista, el coronel Adolfo Majano, y en la cual participaban elementos civiles de centroizquierda. Sin embargo, aunque se tomaron medidas tendientes a desmontar las estructuras represivas, como la disolución de ORDEN y de la Agencia Nacional de Seguridad (ANSESAL), la junta fue incapaz de desplazar a los militares de “ala dura” que se hallaban enquistados en la jefatura castrense. Estos no tardaron en recomponer su hegemonía en el interior del Ejército, imponiéndose a los militares de tendencia moderada. Como resultado de ello, el terror de Estado, lejos de amainar, se recrudeció notablemente (Mena, 2018:153). Ante esta situación, en enero de 1980 los miembros civiles de la primera junta presentaron su renuncia. Su lugar lo ocuparon personeros de la Democracia Cristiana. La alianza entre dicho partido y la cúpula militar de extrema derecha contó con el auspicio del gobierno estadounidense. La administración del presidente Carter contempló esta alternativa como la opción más adecuada para impedir un nuevo triunfo revolucionario en Centroamérica, no obstante que contravenía la política internacional de respeto a los derechos humanos que tanto pregonaba. De hecho, el nuevo régimen contó de inmediato con asesoría y capacitación de Washington en operaciones contrainsurgentes, así como con armamento moderno y encubrimiento a sus acciones criminales (Worner, 1981; McClintock, 1985:272-275).

El magnicidio del arzobispo Arnulfo Romero, el 24 de marzo de 1980, se produjo al iniciar la campaña de exterminio. Otras personalidades políticas también fueron asesinadas a lo largo del año, entre ellos el rector de la Universidad de El Salvador, el secretario general del Partido Demócrata Cristiano y los líderes del Frente Democrático Revolucionario, que aglutinaba a los frentes de masas insurgentes y otras agrupaciones opositoras. El propio coronel Majano sufrió un atentado contra su vida. En pueblos y ciudades miles de personas murieron a manos de los cuerpos de seguridad y los escuadrones de la muerte. Las manifestaciones callejeras quedaron proscritas. Durante el sepelio de monseñor Romero las fuerzas represivas masacraron a unas 40 personas. No volvería a haber otra movilización masiva en las calles de San Salvador sino hasta 1985. La Universidad Nacional fue allanada por fuerzas militares y permaneció clausurada varios años. Los sindicatos y organizaciones sociales prácticamente cesaron sus actividades públicas.

Se calcula que alrededor de 12 000 personas fueron asesinadas por las fuerzas gubernamentales a lo largo de 1980 (Comisión de la Verdad, 1993:18; Hoover y Ball, 2019:802). Gran parte de la campaña de exterminio se llevó a cabo en zonas urbanas y suburbanas, pues su objetivo inmediato era aniquilar a los frentes de masas y anticiparse a una posible ofensiva insurreccional. Sin embargo, las comunidades rurales donde se sospechaba que había presencia de la guerrilla también fueron blanco de operativos militares. El 14 de mayo, a orillas del río Sumpul, en la frontera con Honduras, fueron asesinadas más de 300 personas no combatientes (Comisión de la Verdad, 1993:126). Esta fue la masacre más mortífera que se registró en zonas rurales ese año, pero no la única, pues se registraron numerosos casos en ese periodo.

La violencia en el campo generó un flujo masivo de desplazados internos y externos. Muchos caseríos quedaron despoblados. ACNUR estableció dos grandes campamentos en Honduras —Mesa Grande y Colomoncagua— donde miles de campesinos perseguidos por el ejército encontraron acogida. Costa Rica y Nicaragua también recibieron numerosos refugiados. Las matanzas de 1980 provocaron un éxodo masivo de población rural y urbana cuyo flujo principal tomó la dirección de México, a donde arribaron decenas de miles de salvadoreños solo en ese año.

Los acontecimientos de 1980 fueron determinantes para el desarrollo (y desenlace) del conflicto armado. Los golpes sufridos por el movimiento popular representaron un duro revés para los grupos revolucionarios. El descabezamiento de las organizaciones sociales, así como el éxodo o repliegue de miles de sus integrantes, derivó en la desaparición de los frentes de masas e inhibió la continuidad del proceso insurreccional. Para salvar sus estructuras operativas, los rebeldes se replegaron de ciudades y pueblos y concentraron sus fuerzas en áreas rurales donde tenían bases de apoyo. Allí resistieron de manera exitosa las embestidas de las fuerzas gubernamentales.

En cuanto al gobierno salvadoreño, la violenta campaña represiva y el repliegue temporal de la insurgencia le permitió contar con un valioso respiro que aprovechó para consolidarse internamente y afianzar sus vínculos internacionales. Por su parte, la Fuerza Armada depuró de sus filas a los elementos moderados e inició su conversión en una potente maquinaria de lucha contrainsurgente. Como refiere el coronel Majano (2009:237), fue durante 1980 cuando la mayoría de los oficiales y elementos de tropa tuvieron sus primeras experiencias en operaciones de exterminio. También los combatientes de la Defensa Civil tuvieron su bautizo de fuego en ese periodo. Este cuerpo auxiliar, integrado por voluntarios, fue desplegado en todo el país como fuerza de control territorial. Sus integrantes desempeñaron un papel importante en numerosas masacres y operativos de tierra arrasada. Su fanatismo ideológico y dominio del terreno resultaban muy útiles en la ejecución de estas misiones.

A partir de 1981 la mayor parte de la actividad militar en El Salvador se desarrolló en torno a las áreas rurales controladas por las fuerzas insurgentes, las cuales fueron blanco de reiterados ataques por parte de la Fuerza Armada. Estos territorios albergaban a miles de personas organizadas políticamente como base de apoyo de la guerrilla. Algunas de las organizaciones rebeldes favorecieron la salida de esta población hacia los refugios de Honduras o los que había habilitado la Iglesia en distintas ciudades del país. Otras, en cambio, alentaron su permanencia en los “frentes de guerra”. En tanto se hallaban dentro de zonas que la mayor parte del tiempo controlaba la guerrilla, estas “masas” gozaban de una relativa seguridad. Sin embargo, para sobrevivir en momentos críticos dependían mayormente de su ingenio, valor, tenacidad y disciplina.

Siguiendo el patrón de la masacre del Sumpul, entre 1981 y 1984 numerosas operaciones de cerco y aniquilamiento llevadas a cabo por la Fuerza Armada en áreas de control insurgente derivaron en grandes masacres de población no combatiente. Decenas de ellas tuvieron un saldo de entre 50 y 300 víctimas mortales por evento, por ejemplo: Río Lempa y Santa Cruz, en Cabañas, 1981; La Quesera y El Aceituno, en Usulután, 1981; Zacamil, en Cuscatlán, 1981; el Calabozo, en San Vicente, 1982; la Bermuda, Tenango y Copapayo, en Cuscatlán, 1983, y un largo etcétera (Alamani, 2005; Morales y Navas, 2006). Hubo también centenares de matanzas menores, entre las que podrían incluirse los ataques indiscriminados de aviación y artillería contra los pobladores civiles de las “zonas liberadas”, que se realizaban con frecuencia.

Si bien la mayoría de las veces las matanzas cometidas en ese periodo siguieron dicha pauta, las fuerzas gubernamentales también masacraron de manera deliberada a grupos de población civil que no estaban comprometidos políticamente con la insurgencia. La operación más conocida de este tipo fue la masacre cometida en el Mozote y otros caseríos aledaños, en el departamento de Morazán, en diciembre de 1981. Las víctimas no formaban parte del movimiento insurgente y habían decidido permanecer en aquella zona, aunque desde 1980 otras comunidades cercanas habían sido atacadas por el ejército. Casi 1 000 personas, entre ellas centenares de menores, fueron ultimadas cruelmente a lo largo de cuatro días. Los perpetradores fueron soldados de un batallón de asalto de reciente creación, preparado en Estados Unidos, quienes siguieron un protocolo de exterminio sistemático —clasificación de las víctimas por género y edad, violencia sexual, crueldad extrema, duración prolongada del evento—, lo cual permite constatar que no se trató de una acción improvisada (Comisión de la Verdad, 1993:118-120).

Llama la atención que el evento singular de exterminio más numeroso que se cometió en El Salvador en los años de la guerra fuera contra población no vinculada con las fuerzas rebeldes. Pero no se trató de un caso aislado. Hubo muchas acciones de este tipo, de menor dimensión. Una de estas fue la masacre realizada en la cooperativa Las Hojas —departamento de Sonsonate, 1983—, en la que soldados y auxiliares civiles asesinaron a más de 70 campesinos indígenas beneficiarios de la Reforma Agraria, ajenos a la actividad insurgente (Comisión de la Verdad, 1993:76-78).

Hoover y Ball (2019) han estimado en una media de 71 629 el número de civiles no combatientes asesinados en El Salvador entre 1980 y 1992. Esta cifra equivale a casi el 1.5 % de la población del país en aquella época. 60 000 de esas personas fueron ultimadas en el periodo 1980-1984, los años en que fue ejecutada la campaña de exterminio. En cuanto a la distribución regional de víctimas mortales durante el periodo del conflicto, en términos absolutos el número más elevado corresponde al departamento de San Salvador (27 000), pero si se toma en cuenta la densidad poblacional de los departamentos figuran en primer lugar Chalatenango (12 459), San Vicente (9 961) y Cuscatlán (8 701) (Hoover y Ball, 2019:800). En esos lugares fue donde más “gente de masas” permaneció en los territorios bajo control de la guerrilla.

A partir de 1985 hubo cambios significativos en el escenario salvadoreño. Por un lado, los continuos ataques del ejército obligaron a la guerrilla a evacuar a la mayor parte de la población civil de los “frentes de guerra”. Por otro, los condicionamientos establecidos por el Congreso estadounidense al presidente Reagan para mantener la ayuda militar a El Salvador, como también la necesidad del propio gobierno democristiano de legitimarse en el ámbito internacional, obligaron a este último a limitar las operaciones de exterminio. Aun así, mientras perduró el conflicto armado continuó la guerra sucia, y en no pocas ocasiones se perpetraron atrocidades, como en 1989, cuando tuvieron lugar en unas cuantas semanas el asesinato de nueve dirigentes sindicales en un atentado dinamitero, el asesinato de seis sacerdotes jesuitas y dos de sus empleadas, y el bombardeo indiscriminado de la Fuerza Aérea sobre el área metropolitana de San Salvador durante la ofensiva guerrillera de noviembre.

[1] Las memorias del coronel Majano (2009) y del capitán Francisco Mena Sandoval (2018) ofrecen valiosos testimonios, desde el interior de la Fuerza Armada, sobre la puesta en marcha de la campaña de exterminio. Entre los jefes de mayor nivel que impulsaron la matanza se ha señalado a los entonces coroneles Abdul Gutiérrez (miembro de la junta de gobierno), Guillermo García (ministro de Defensa), Eugenio Vides Casanova (director de la Guardia Nacional), Reynaldo López Nuila (director de la Policía Nacional) y José Bustillo (jefe de la Fuerza Aérea). Cabe mencionar también a algunos jefes y oficiales que desde un principio destacaron en la ejecución de esta tarea como Roberto D’Aubuisson, Mauricio Vargas, Francisco Elena Fuentes, Orlando Zepeda, Domingo Monterrosa, Sigifredo Ochoa, Humberto Larios, Emilio Ponce y Orlando Montano (CIA, 1985:5).

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Agradecimientos

Este trabajo se realizó en el marco del proyecto “Guatemala, 1960-1996. El conflicto armado y sus implicaciones para México” CONACYT CB A1-S-39611. Fue publicado originalmente en la revista Pueblos y Fronteras Digital, del Centro de Investigaciones Multidisciplinarias sobre Chiapas y la Frontera Sur de México. Se publica en el portal de Prensa Comunitaria con autorización del autor, con propósitos de divulgación entre el público guatemalteco.

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* Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (CIALC), Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). vazquezo@unam.mx

*Artículo publicado con autorización del autor.

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