Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano 

Hay un pequeño país en el centro de América cuya fama reside en que carece de fama. Se cuentan dos anécdotas displicentes de Winston Churchill, relacionadas con ese ignoto país. En la primera, un asistente le dice que los Estados Unidos han decidido invadirlo. Churchill lo busca en el mapa, pero no lo encuentra. La causa es que la legendaria ceniza de su voluminoso puro ha caído en el punto exacto en donde se encontraba la réplica geográfica. La otra anécdota relata que, siempre a propósito de la invasión norteamericana, el malhumorado personaje exclama: “¡Si no fuera por eso, jamás habría oído el nombre de tal lugar!”. Ese par de chistes lo cuentan los mismos habitantes de esa pequeña república, dotados de una obligatoria autoironía. El país se llama Guatemala y, como estoy consciente de que los guatemaltecos tienen razón cuando piensan que nadie los conoce, explico inmediatamente que está al sur de México y al norte de El Salvador y Honduras, que no corren mejor suerte. El Salvador es conocido, por pequeño, como “el Pulgarcito de América” y Honduras lleva en el nombre una profunda oscuridad submarina. De Guatemala, los latinoamericanos y españoles han acuñado una frase devastadora: “Salir de Guatemala para caer en Guatepeor”. Chiste barato y repetido. Quizá por eso resulte interesante saber que Guatemala ha sido, siempre, un interesante laboratorio para la política internacional. Y no solo para la política. Quizá lo mejor será contar algún ejemplo.

En 1944, los indómitos habitantes del país habían logrado derrocar la enésima dictadura que los oprimía. Salieron a las calles a manifestar su descontento y no cejaron hasta que el sátrapa de turno no ofreció su renuncia y se largó al exilio. Siguieron diez años democráticos, imperfectos y con altibajos, como suele ser la democracia. Fueron diez años de alegría, de cultura, de libertad y civismo. Estábamos en los años 50 del Novecientos, y en los Estados Unidos reinaba el macartismo: una paranoia nacional que veía comunistas hasta debajo de las piedras. Mientras tanto, en el pequeño país centroamericano, el presidente de la república pensó en la justicia social. En un país basado en la agricultura, había extensas cantidades de tierras sin cultivar, intocables gracias a que tenían dueño. El presidente Árbenz pensó en una modesta reforma agraria: confiscar las tierras ociosas para repartirlas entre los campesinos. Lástima que, junto con los grandes cavernícolas que ostentaban la propiedad de tales tierras, la multinacional de alimentos United Fruit Company también era dueña de grandes cantidades de tierras baldías.

Las tímidas reformas de Árbenz parecieron, a los magnates de Chicago (allí estaban las oficinas de la multinacional), una insubordinación irreparable. Su reacción pertenece a los manuales de historia moderna. Contrataron a una brillante compañía publicitaria, que compró periodistas, intelectuales, políticos y espías, y orquestó una campaña de propaganda, con los mismos métodos con los que se anunciaba un detergente que dejaba la ropa inmaculada, un automóvil de potencia sin límites o un dentífrico para sonreír eternamente. Solo que su producto era más simple: construir y vender una opinión. La idea consistía en decir que el gobierno de Guatemala era comunista y que constituía una amenaza para el Occidente libre. Todas las técnicas de manipulación del inconsciente se aplicaron contra el gobierno democrático de Árbenz, para convertirlo, a los ojos del mundo, en una dictadura comunista. Un ejemplo: un periódico de segunda categoría de un país lejano publicaba una nota según la cual el presidente Árbenz obedecía órdenes de Moscú; tal nota era recogida por un periodista, amigo de la United Fruit Company, y la publicaba en el New York Times. La agencia publicitaria se encargaba de que los mayores periódicos del mundo reprodujeran la “noticia”, citando el autorizado periódico de Nueva York. Tal tipo de información iba creando, por acumulación, una verdad de propaganda. Pronto, en todo el mundo occidental, se había asentado la convicción de que, en ese pequeño país llamado Guatemala, se había creado un satélite de la Unión Soviética. De esa manera, cuando los Estados Unidos organizaron una invasión militar contra Guatemala, en 1954, y derrocaron al presidente Árbenz y, con él, destruyeron la democracia para imponer una dictadura, el concierto de países del mundo libre aplaudió la intervención y saludó la supuesta liberación de Guatemala.

Si tal dinámica no suena nueva es porque el esquema aplicado a Guatemala tuvo tanto éxito que pronto fue aplicado en diferentes lugares del mundo. En 1965, los Estados unidos invadieron a la República Dominicana, con idénticas motivaciones. Quizá el caso más conocido sea el de Chile, en 1973. Si uno recorre la historia del golpe de estado contra Salvador Allende, los pasos y las técnicas siguen el modelo de Guatemala. Idéntica preparación de la prensa internacional, que crea una opinión generalizada sobre la implantación del comunismo en Chile. Idéntica justificación de la traición de Augusto Pinochet. Igual saludo mundial a la “liberación” del país de las garras del marxismo.

Buenas noticias llegan, ahora, de aquella nación reducida a laboratorio político. Setenta años después de la abolición de la democracia por la invasión norteamericana, el pueblo guatemalteco ha elegido, como presidente, a un profesor universitario culto y socialdemócrata, Bernardo Arévalo. Como era de esperarse, los que hasta ahora han monopolizado el poder en ese país desempolvan los viejos slogans de los años 50 y gritan al comunismo y (confundiendo las ideas) al socialismo. Sin embargo, 70 años no han pasado en vano. Las dictaduras de extrema derecha que han gobernado al país desde 1954 produjeron un espantoso genocidio en los años 80, arrasando los pueblos de la provincia que aspiraban a la libertad y la democracia. El resultado fue de 200 mil muertos, 40 mil desaparecidos y un millón de refugiados. Como si fuera poco, en vista de que monopolizaban el poder, aplicaron una receta económica neoliberal que terminó de hundir al país. Hoy, Guatemala está en el segundo lugar, por pobreza, después de Haití, y ocupa uno de los cinco primeros lugares en el mundo por subdesarrollo y desigualdad social. Por eso, el pueblo guatemalteco votó en masa por Bernardo Arévalo. Porque tiene hambre y sed de democracia, hambre y sed de libertad, hambre y sed de vida civil.

Delante de las maniobras de los que quieren impedir que Arévalo asuma la presidencia, el pueblo se ha volcado a las calles, y lleva casi un mes de bloqueos cotidianos de las principales carreteras. Un papel fundamental lo han jugado los pueblos originarios, descendientes de la majestuosa civilización maya que pobló ese territorio antes de la llegada de los españoles. Después de haber sufrido la estrategia de la “tierra arrasada”, que borró del mapa un buen número de aldeas y pueblos, los pueblos originarios han reconstruido su tejido social, brutalmente roto por las masacres. Y ahora, que se presenta la oportunidad de recuperar la democracia, están demostrando la fuerza de su organización ancestral. A ellos se han unido otros miembros del pueblo, que no votó solamente por Arévalo, sino por lo que representa: una esperanza de tener también derecho a lo que, en los países europeos, se da como natural: una vida normal. Si Guatemala ha sido el laboratorio de eventos históricos decididamente negativos, puede ser que esta vez sea el laboratorio de una experiencia decisiva, democrática y pacífica. Una lección para el mundo: en contra de guerras territoriales medievales y del aniquilamiento de quienes percibimos como enemigos, una propuesta de alegría, de convivencia civil, de diálogo y de mediación. La alegre rebeldía de un pueblo que marcha hacia la democracia.

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