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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

La palabra “gringo” tiene usos diferentes en América Latina. Para algunos, deriva del uniforme de los soldados que combatieron contra México, en el siglo XIX, y le arrebataron las preciosas tierras de Texas y California. Se dice que los mexicanos, puesto que el uniforme de los enemigos era verde, les gritaban “¡green, go!”. La fantasiosa explicación estaría muy bien si no fuera porque los argentinos llaman “gringo” a cualquier extranjero: en el Martín Fierro, se llama “gringo” a un italiano que se identifica como “papolitano”.

Era un gringo tan bozal,

que nada se le entendía.

¡Quién sabe de ande sería!

Tal vez no juera cristiano,

pues lo único que decía

es que era pa-po-litano.

Para esta acepción, se suele decir que viene de la distorsión de la palabra “griego”, esto es, extranjero. Parece ser que no la inventaron los argentinos, sino los españoles, cuando, en 1898, estuvieron en guerra con los Estados Unidos por la posesión de Cuba. Perdieron esa guerra, y cuentan que, como los norteamericanos hablaban una lengua de jerigonza, los soldados hispánicos los llamaban “griegos” y, de allí, “gringos”. Palabra de misterioso origen, palabra que pesa muchos kilos de antiguas rencillas, hastío y repulsiones. Desde Alaska hasta la Tierra del Fuego, “gringo” es vocablo despectivo. Hay una variante, de la cual quisiera hablar ahora: la palabra “gringuito”. Porque ese diminutivo descarga al pesado sobrenombre de su oscuro gravamen. Cuando aterriza en América uno de esos jovencitos rubios y bondadosos, llenos de buen corazón y mejores intenciones, y se pone al lado de los pobres y maldice de sus gobernantes agresivos y prepotentes, se vuelve “gringuito”. No deja de ser gringo, destino ingrato, pero se cubre de simpatía y positividad.

En el año de 1982, aterrizó en Guatemala una gringuita, cuya valija tenía pocas ropas y una pesada cámara cinematográfica. Se llamaba Pamela Yates y no sabía que ese viaje le iba a dar razón y sentido a su vida. Su intención era hacer un documental sobre un país de dramática belleza, honda cultura ancestral y gobernantes áridos y desalmados. Había leído un libro que se había transformado en un best-seller mundial, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia. Muchos jóvenes de la época se estremecieron con la lectura de ese texto profundo y trágico. Se puede imaginar que Pamela se hospedó en una de esas posadas del centro, donde se alojaban los extranjeros sin dinero, hippies, mariguanos y balas perdidas de todas las especies. La inconsciencia de la juventud los hacía elegir lugares que los guatemaltecos no habrían frecuentado ni de regalado. En ese entonces, el centro de la ciudad hervía de anécdotas, jóvenes revolucionarios, bohemios dados a la poesía, y de situaciones peligrosas. Ahora solo quedan las situaciones peligrosas. El resto fue arrastrado por el río de una guerra de la que ningún periódico en el mundo se interesó.

Temeraria, Pamela entró en contacto con el Ejército, que estaba llevando, en el interior del país, una campaña de tierra arrasada. Audaz, entró con su camarita hasta la cocina de un organismo impenetrable como un castillo medieval. Fue la Gretel de la fábula, que llega hasta el horno en llamas de la bruja asesina. Así, se hizo explicar, por los altos jefes militares, cómo era el genocidio que estaban realizando. ¿Cómo pudo ser que una cándida muchacha lograra sacarle a esos ogros de relato gótico todas las informaciones que negaban a la prensa? La respuesta no es insondable. Pamela no llegaba a los 25 años, habrá hablado con el prestigioso acento inglés, y, sobre todo, era mujer. Para uno de esos hombres de acérrimo machismo, una jovencita insignificante era como un pajarito en la selva. Una curiosidad minúscula, un pequeño insecto, una nadita con faldas. De esa forma, el potente Benedicto Lucas, culto y refinado mílite de pesadilla, permitió que Pamela lo acompañara en un helicóptero destinado a dirigir una masacre. Aunque parezca increíble, el vehículo militar fue centrado por las balas de los guerrilleros y se precipitó en las montañas. Aunque parezca más increíble, todos los pasajeros se salvaron, incluso Benedicto y la gringuita. Tal milagro hizo nacer ese sentimiento de complicidad que une a los que han sobrevivido a una tragedia. Pamela tenía las puertas abiertas de un Ejército que estaba arrasando las aldeas del Occidente del país. Y lo pudo filmar.

Como un condescendiente abuelo a una nieta adolescente, uno de los comandantes militares le explicó la técnica de la “tierra arrasada”: “El pez vive en el agua. Para poder capturar al pez, hay que quitarle el agua. Entonces, la guerrilla es el pez. La población civil es el agua. Hay que quitar el agua al pez”. O sea, eliminar físicamente a toda la población civil, cosa que puntualmente ejecutaron los militares. Fueron asesinadas 200 mil personas. Como los números no sangran, no gritan de dolor, no se parten el alma de duelo, las secuencias filmadas por Yates no hablan con retórica, sino con la fuerza de las imágenes, a veces algo desgranadas, con el innegable testimonio inmediato, con las moscas, la sangre, el asombro. El clímax del documental arriba con la inédita entrevista a un Efraín Ríos Montt, Jefe de Estado lunático de ojos lúcidos de fundamentalista, nariz recia con bigote negro sobre labios obscenos, cuya seguridad raya en el narcisismo. Trata a Yates como a una escolar, y pronuncia una frase que le será fatal: “¿Qué comandante sería yo si no supiera lo que hacen mis subalternos?” Con esa frase, el dictador reconoce su responsabilidad en el genocidio.

Veinte años después, luego de que el documental Cuando las montañas tiemblan había recorrido el mundo como una acusación perentoria contra los genocidas, una abogada española se puso en contacto con Pamela Yates. La Audiencia española había abierto el caso del genocidio en Guatemala, y todo lo que la joven había filmado era uno de los documentos más contundentes en contra de los acusados. Yates se puso a la búsqueda de todo el material que había descartado y que resultó de gran utilidad para presentar el caso a un juez español literalmente conmocionado ante las atrocidades que le venían expuestas. Cineasta empedernida, Yates filmó también esta inesperada segunda parte de su documental. Lo intituló “Granito de arena”. Era una inocente frase que había pronunciado una guerrillera adolescente en aquel 1982. Contra todo heroísmo, la muchacha había dicho: “Nosotros estamos poniendo un granito de arena para un mundo mejor”. Rigoberta Menchú había comentado: “Es una frase más profunda de lo que parece. Ser un granito de arena significa que la lucha no la hago solo yo, sino que es colectiva, solidaria, común. Es de todos los seres humanos”. También Pamela Yates, la gringuita de 1982, aportó su granito de arena.

Publicado original en Dante Liano blog

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