Por Jesús González Pazos
Alguien pudo pensar en algún momento que el racismo en América Latina había desaparecido. Muchos estudios hablaban del mestizaje; las grandes corrientes del pensamiento político y social hacían desaparecer a los pueblos indígenas y estos solo eran mostrados en afiches turísticos, como mano de obra barata o perdidos y exóticos en las selvas.
Sin embargo, las últimas décadas pusieron sobre la mesa no solo la no desaparición de estos pueblos sino su fuerza a la hora de plantear su existencia y sus derechos. Durante unos años, la política latinoamericana se verá atravesada por demandas continuas y por nuevos protagonismos que alcanzan un papel relevante en la discusión y aprobación de nuevas constituciones, en los procesos de construcción de estados plurinacionales o de nuevos modelos económicos. Los pueblos indígenas dejan de ser solo un motivo de estudio como antiguas grandes civilizaciones y ahora están presentes y reivindican su espacio en la vida política, social y económica de las diferentes repúblicas latinoamericanas.
Esto ha encendido las alarmas del neocolonialismo y del racismo incrustado, de manera especial, en las élites políticas y económicas. En aquellas pequeñas pero poderosas oligarquías que siempre ejercieron su poder como si el continente fuera su finca, ya fuera esta cafetalera o platanera. Lo hemos visto en el Brasil de Jair Bolsonaro, hoy demandado por genocidio contra el pueblo yanomami; lo vimos en el gobierno golpista de Jeanine Añez en Bolivia, cuando la represión causó decenas de muertes, principalmente entre quechuas y aymaras. Lo vemos desde hace décadas en Guatemala, donde los sucesivos gobiernos criollos arrinconan a la población maya y expolian sus territorios en el convencimiento de que son ignorantes y, por tanto, nunca podrán llevar las riendas del Estado.
Y en estas últimas semanas asistimos, en grado máximo, a nuevas muestras de racismo con el gobierno de Dina Boluarte en Perú. El país andino-amazónico voto mayoritariamente por un profesor, Pedro Castillo, que representaba ese Perú siempre apartado que ahora reaccionaba contra las élites limeñas. Habían sido 40 años de modelo neoliberal que no habían hecho sino empobrecer a esas grandes mayorías que conforman el país, permaneciendo estas en la eterna y colonial situación de mano de obra barata y anulada.
Por eso, desde las concepciones profundamente racistas es desde donde se explica la reacción de las élites tradicionales desde el minuto uno del gobierno de Castillo. Habían perdido el gobierno y se abría una oportunidad de cambio profundo en el país que alterara el statu quo reinante los últimos doscientos años. Y esto hizo aflorar un racismo que nunca había desaparecido pero que ahora se convertía en elemento determinante en la vida política del país. De ahí el desprecio de esta clase hacia el presidente elegido, de ahí el insulto continuo y de ahí el sabotaje persistente para acabar con un periodo que consideraban debía de ser un pequeño paréntesis en su historia de dominación. Gentes brutas, atrasadas, no podían definir el presente y el futuro inmediato, pensaban y expresaban.
Su asalto definitivo ha sido apartar al presidente constitucional, al profesor serrano, y volver a ocupar el gobierno. Imaginaron que sería fácil, que habría algunas protestas, pero que en unos días las mismas se agotarían por sí solas o por la represión. Sin embargo, volvieron a errar el cálculo político.
La protesta social surge desde los departamentos centrales y del sur, precisamente, aquellos en los que quechuas y aymaras son práctica mayoría y quienes más duramente han sufrido la invisibilización. Así, será en estos territorios donde estalla la rebelión social al sentir que, una vez más, las élites de Lima, con la complicidad de las internacionales, retomaban el país, reconquistaban la que consideraban como su finca. Una vez más, y van…, se volvía a imponer la voz del patrón y los pueblos andinos, ahora junto a los amazónicos y a las clases empobrecidas de las barriadas periféricas limeñas, volverían a desaparecer de la historia oficial de Perú. Pero esta vez el proceso ha cambiado y los protagonistas ya no son las clases pudientes, sino los silenciados, los invisibilizados, que desde el sur elevan la protesta, y la extienden hasta el centro neurálgico de la república, hasta la capital. Lima se suma por que el racismo y el empobrecimiento también se siente en los barrios periféricos, poblados en gran medida también por mujeres y hombres quechuas y aymaras migrantes.
Pero esa reacción de las élites no se entiende solo por una cuestión racista ligada exclusivamente a una consideración de inferioridad del otro, del diferente. Como la historia de la humanidad muestra, el racismo tiene también un claro componente económico y clasista. Así, en el caso de Perú hay mucho en juego y, también como tantas otras veces, para las élites no se trataba de tener un gobierno legítimo, de la democracia o del Estado de derecho; se trataba de la libertad, pero de la de esa oligarquía y la de las empresas transnacionales. Perú es un país con grandes recursos naturales, sobre todo mineros y de los más cotizados como es el litio y el uranio, además de petróleo, oro o cobre, entre otros. Desde la era de Alberto Fujimori, década de los 90 del siglo pasado, los contratos de concesión de explotación se firman por 30 o 40 años y son intocables e inalterables durante ese tiempo, y un número muy importante de ellos (alrededor de 900 según algunas fuentes) caducan en este año 2023 y en el próximo. Por eso la renovación de estos contratos es esencial para las élites políticas y económicas peruanas e internacionales. Está en juego una infinidad de recursos naturales que se deben de traducir en ingentes negocios y beneficios.
Por último, esta situación permite también entender mejor el desprecio de la llamada “comunidad internacional”, es decir, las empresas transnacionales y los gobiernos europeos y estadounidenses que las protegen. El silencio ha sido atronador ante el gobierno de Dina Boluarte y, sobre todo, ante su brutal represión que ya alcanza varias decenas de personas asesinadas y centenares de heridas y detenidas; la mayoría quechuas y aymaras. Y esto es racismo también, en este caso por parte de esa comunidad internacional a la que las vidas indígenas, las vidas empobrecidas, no importan.
En suma, el conflicto en Perú evidencia que el racismo en América Latina sigue no solo presente sino que resurge en los últimos años de la mano de unas élites acostumbradas a entender el continente como suyo y que no soportan la posibilidad de que otra América Latina, más justa y verdaderamente democrática, al servicio de las grandes mayorías, se abra paso. Pero esto último es lo que está ya ocurriendo.
Jesús González Pazos
Miembro de Mugarik Gabe (2023/02/02)