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Más medicina amarga de la Casa Blanca a los migrantes centroamericanos que buscan refugio

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 6 minutos

Por Héctor Silva Ávalos

Joe Biden y Kamala Harris llegaron al gobierno de los Estados Unidos con la promesa de que revertirían la política migratoria inhumana que había puesto en pie el republicano Donald Trump, quien hizo del racismo y la xenofobia su marca en la política estadounidense. También dijeron el presidente y la vicepresidenta del Partido Demócrata que relanzarían la política de atender las causas-raíz de la migración, como la corrupción y el mal gobierno, como estrategia de largo aliento para prevenir los flujos de gente que huye hacia la norte ahogada en sus países por la violencia, la falta de oportunidades económicas y, en general, la desesperanza. Ni lo uno ni lo otro.

El pasado lunes 6 de febrero, la Casa Blanca de Biden anunció un nuevo paquete de medidas migratorias cuyo objetivo inmediato no esconde: “aumentar la seguridad en la frontera y reducir el número de personas que cruzan ilegalmente entre puertos de entrada”; es decir, priorizar la respuesta represiva a los indocumentados y continuar cerrando las puertas a las miles de personas que llegan desde todo el continente en busca de refugio en los Estados Unidos.

Las nuevas políticas de la Casa Blanca se pueden resumir así: la administración Biden aprovechará hasta el último minuto el llamado Título 42 -una medida sanitaria impuesta por Trump durante la pandemia de COVID-19 que restringe el ingreso a Estados Unidos de cualquier peticionario de asilo proveniente del Triángulo Norte de Centroamérica o México- para mantener baja la afluencia de migrantes en la frontera sur y, cuando esa medida culmine luego de que se resuelvan los litigios que la mantienen vigente, la Casa Blanca la seguirá aplicando, pero con otro nombre y algunos matices.

Al título 42 le sustituirá una política que la Casa Blanca ha definido, sin problema, de “deportación expedita” y que se explica así en un comunicado que la casa de gobierno en Washington subió a su página web: “Las personas que intenten entrar en Estados Unidos sin permiso, carezcan de base legal para permanecer en el país y no puedan ser expulsadas en virtud del Título 42 estarán cada vez más sujetas a expulsión acelerada a su país de origen y a una prohibición de reingreso de cinco años”. No está claro aún qué es “expulsión acelerada”, pero hay quienes en Washington hablan de periodos que no excedan las 48 horas.

En la práctica, lo que esto significa es que, para quienes lleguen a la frontera sur o a cualquier otro puerto de entrada e intenten explicarle a un agente del gobierno estadounidense que necesitan refugiarse en este país, las posibilidades de que alguien tome en serio su petición serán mínimas, porque en un par de días los habrán mandado de vuelta a México o a El Salvador o a Honduras o a Guatemala, de donde salieron huyendo de la desesperanza.

Adam Isacson, especialista de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA), lo explica: “Los buscadores de asilo que sean sujetos de este proceso estarán exhaustos de sus viajes hasta la frontera, desorientados por los días que habrán pasado en las celdas de la Patrulla Fronteriza, y no serán capaces de narrar sus historias con claridad al oficial de asilo, que los atenderá por vía virtual, y no tendrán acceso a asesores o abogados. El resultado pueden ser más casos de personas expulsadas hacia lugares donde enfrentarán persecución y violaciones a sus derechos humanos”.

La Casa Blanca, que no tiene reparo alguno en decir que su objetivo con esta política es limitar la entrada de los sinpapeles, ha vendido sus nuevas medidas como una combinación entre seguridad fronteriza, disuasión de la entrada a Estados Unidos, apoyos económicos a los países de origen para ayudarles a generar empleo y a contrarrestar las llamadas causas-raíz de la migración, y ampliación de la migración de personas con permisos válidos de entrada. Las dos primeras están claras. Lo demás, no tanto.

Sobre los apoyos económicos la Casa Blanca anunció cooperación por 23 millones de dólares en asistencia humanitaria para México y Centroamérica. Además, la oficina de la vicepresidenta Kamala Harris, a quien Biden encargó en 2021 hacerse cargo del plan para atender en el norte de Centroamérica las causas de la migración, anunció la creación de una nueva iniciativa a la que llamó algo así como “Centroamérica hacia adelante” (Central America Forward o CAF).

El CAF contempla, entre otras cosas, llamados al sector privado estadounidense a invertir en los países centroamericanos para generar empleos ahí. El objetivo es crear un millón de puestos de trabajo en Guatemala, El Salvador y Honduras para 2032. A la fecha, la Casa Blanca asegura que la iniciativa de Harris ha afianzado promesas de inversión por 4,200 millones de dólares. Pero, hasta ahora, la mayor parte de ese dinero es eso, una promesa.

Los críticos de este plan económico advierten que los efectos de inversión en la vida cotidiana de los centroamericanos, si es que llegan, no serán reales en un buen tiempo. John Washington, un periodista estadounidense independiente que ha cubierto Centroamérica y ha escrito un libro sobre las políticas anti-asilo en Estados Unidos dice, por ejemplo, sobre los millones “de compañías privadas para abordar las causas-raíz de la migración”, que “por décadas hemos visto lo que la inversión estadounidense ha hecho. No es algo bonito. Va a costar mucho convencerme de que estos no son trabajos offshore, enfocados en la exportación y en fábricas de sobreexplotación”.

Cuando, en 2014, la administración Obama lanzó la Alianza para la Prosperidad en Centroamérica, que es el antecedente del actual plan de Biden, insistió mucho en que detener los flujos migratorios pasaba por ayudar a Guatemala, El Salvador y Honduras, los países de la región a la que Washington bautizó como el Triángulo Norte, a resolver los problemas de corrupción de sus gobiernos y empresarios. Eran los años en que la CICIG metía presos a un presidente y empresarios por saquear las arcas públicas y que en El Salvador se sucedían algunos intentos tímidos por juzgar a políticos corruptos.

La Centroamérica de hoy, al menos Guatemala y El Salvador, sigue gobernada por líderes corruptos de tendencias autoritarias que han desmantelado las instituciones democráticas, cortado garantías constitucionales a sus poblaciones y que siguen privilegiando sus intereses personales, políticos o sectoriales sobre el bienestar común. Hoy, a diferencia de 2014, esos gobiernos no tienen apenas contrapesos en la sociedad civil, a la que han asfixiado a punta de amenazas, espionaje y cárcel.

En Honduras, los tímidos intentos de reforma emprendidos por la presidenta Xiomara Castro se han topado con los inmensos diques de corrupción que levantó su antecesor, Juan Orlando Hernández, hoy juzgado por narcotráfico en una corte de Nueva York, y que ahora se empeñan en mantener vigentes incluso en el entorno de la presidenta.

Mientras escribo estas líneas, por ejemplo, en Honduras se debate la elección de una nueva Corte Suprema de Justicia para sustituir a la que, hasta ahora, sirvió de tapadera a la corrupción y criminalidad durante el gobierno de Hernández. Aunque el congreso hondureño aprobó una ley para mejorar el sistema de selección de candidatos, parece que la composición de la nueva corte dependerá, al final, de un pacto político entre el partido de la presidenta, el de Hernández y otros como el Liberal, liderado por un lavador de dinero confeso. En un pacto así, la idoneidad y la honestidad no serán las monedas de cambio.

A esta Centroamérica resquebrajada la ha abordado la administración Biden con políticas confusas que han ido cambiando desde 2021. Aquel año, cuando asumieron de nuevo en la Casa Blanca, los demócratas entraron con una retórica agresiva contra los mandatarios corruptos y autoritarios -el salvadoreño Bukele y el guatemalteco Giammattei-, que incluyó sanciones a algunos de sus funcionarios, pero que se fue apagando con el tiempo.

Mientras el asunto migratorio no ocupó el lugar central en la política doméstica estadounidense, que fue hasta las elecciones intermedias de noviembre de 2022, la atención a Centroamérica pasó de la agresividad al desentendimiento en términos políticos. Y los silencios permitieron a los autoritarios acomodarse en sus puestos sin mayores problemas. Hoy que, ante el nuevo aumento de centroamericanos que llegan a la frontera sur, la migración vuelve a ser tema central, la Casa Blanca regresa a una política en la que lo central, el eje que mueve todo, es impedir a toda costa la entrada de más migrantes para no dar a los republicanos -que viven su versión más xenófoba en décadas- argumentos de cara a la presidencial de 2024. Todo lo demás, incluidos los derechos de los que vienen a pedir asilo, es lo de menos.

Las nuevas medidas de Biden, en consonancia con lo planteado en la Cumbre de las Américas de Los Ángeles en 2022, incluyen el presupuesto de que otros países de la región como México, Colombia o ¡Guatemala! -sí, Guatemala, uno de los países con más gente desnutrida y más corruptos de la región- den refugio o asilo a los migrantes. Y parece claro que, con vistas a afianzar las alianzas que requiere para mantener a los buscadores de asilo lo más al sur posible del Río Bravo, este Washington, como el de Trump, tolerará a los gobiernos antidemocráticos de la región.

Mientras tanto, ellos y ellas, los que huyen porque sus países siguen siendo lugares en los que algo mejor para sus familias es imposible, continuarán llegando a los Estados Unidos, cuya economía los sigue ocupando en la construcción, en los campos de trigo, frutas y otros cultivos, en los puestos de limpieza, en los de construcción. Aquí, a pesar de las promesas de los demócratas, los esperan unos agentes fronterizos y un país muy parecidos a los que se criaron durante el trumpismo.

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